La suerte está echada. Johnson triunfó. Con su victoria, quedó dibujado un punto de inflexión en el mapa de la historia del Reino Unido. No fue competencia de simpatías. Si la aprobación del mendaz e insufrible Johnson era nula, la de Corbyn era menos. Los electores se tuvieron que decantar por temas de campaña, entre un cada vez más impopular brexit y un jurásico programa estatizante a la vieja usanza socialdemócrata. Esos fueron los polos.
Con nostálgico izquierdismo infantil, el laborismo planteaba un gobierno que la generación del 48 reconocería en Costa Rica: gasto público exagerado, aumento impositivo, nacionalización del 10 % de acciones de empresas, creación de una banca nacional y estatización a ultranza, de electricidad, gas y hasta banda ancha.
En fin, una receta conocida y desprestigiada lanzó al laborismo en un abismo que no conocía desde 1935. Johnson, en cambio, al tiempo que prometía un respiro populista a la política de austeridad de los últimos 10 años, defendía el consenso económico, avalado por los últimos gobiernos laboristas.
Salir o quedarse. ¿Y el brexit? Para los que vemos los toros desde la barrera, nos parecería elemental que salir o quedarse en la Unión Europea era el factor más decisivo de la política británica. ¡Por supuesto, lo es! Pero dentro del redondel jugaron otros factores.
Corbyn no se posicionó como alternativa al brexit. Euroescéptico él mismo, nació a la política oponiéndose a la entrada a la UE. En el primer referendo, la mayoría de su partido estaba por quedarse. Él no. Ambivalente, ofrecía solo la posibilidad de volver a renegociar un acuerdo de salida, con un referendo que volviera a preguntar al pueblo si quería quedarse. Ese arroz con mango impidió que el laborismo liderara el polo de la oposición al brexit.
La fatiga del brexit había calado en el ánimo nacional. El pueblo estaba harto. Los demócratas liberales defendían con celo la permanencia en la UE, pero se quedaron cortos, con una propaganda monotemática sin incluir temas decisivos para el electorado: sus miserias. Así las cosas, el brexit no pudo convertirse en polo decisivo.
Y es que, además, la victoria de Johnson no se decidió en todo el Reino Unido, sino en Inglaterra. En el resto del reino, los tories perdieron. Ahí, el brexit fue determinante contra Johnson, pero sin confianza en el izquierdismo laborista.
En Escocia, el Partido Nacional Escocés pasó de 35 a 48 escaños de 59, para impedir el brexit. En Irlanda del Norte, el DUP a favor de la salida perdió curules. Por primera vez, dominan las fuerzas nacionalistas proeuropeas. En Gales, con todo y su ambigüedad, ganaron los laboristas.
Polarización sociológica. En la victoria conservadora, la globalización volvió a pasar la cuenta. Las grandes ciudades beneficiadas por la globalización siguen siendo bastiones de la permanencia en la UE. Ahí, los laboristas lograron las mismas 173 diputaciones que los conservadores. En la periferia, abandonada del campo o ciudades pequeñas, los conservadores simplemente arrasaron con 172 curules y eso determinó la victoria. Solo 6 laboristas fueron elegidos en la periferia. Eso dice mucho de una polarización sociológica impactante.
Ese es el corazón de la aplastante victoria de Johnson. La impronta del abandono de las periferias nunca fue más dolorosa que en el norte minero e industrial de Inglaterra. El laborismo perdió la llamada “muralla roja”, su cuna proletaria, con representación parlamentaria que no ha perdido desde 1935. Un queridísimo diplomático costarricense me dijo in pectore: “Es igual a que Liberación perdiera elecciones en La Lucha”.
Johnson quedó con las manos libres. Con el 43,6 % de los votos en todo el RU, los tories dominan el 56 % del Parlamento británico, una mayoría absoluta para toda política a golpe de disciplina whip. ¡Que Dios los encuentre confesados!
Victoria y derrota en grande. Nunca una victoria conservadora semejante, desde hace 40 años. Nunca una derrota laborista tan sonada desde que logró hacer gobierno, en 1923. En lo aplastante de esta victoria conservadora, desempeñó un papel preponderante el sistema electoral británico. Una ganancia tory de solo 1,2 % de los votos, entre el 2017 y el 2019, se tradujo en el 7 % de parlamentarios, 47 más. En el sistema parlamentario británico, cada circunscripción elige un diputado y los votos de los que pierden no cuentan más.
Como sea, Inglaterra cruzó el Rubicón con mandato para arrastrar fuera de la UE al resto del Reino Unido. Es difícil que ese parteaguas no tenga costoso precio. El primero es un mayor agrietamiento de su cohesión. “Inglaterra tiene mandato para salirse de la Unión Europea, pero no para llevarse consigo a Escocia, que quiere decidir su propio destino”, dijo Nicola Sturgeon, primera ministra escocesa. Se habla ya de un nuevo referendo de independencia y, aunque depende del permiso de Westminster, tanto más se convierte en factor permanente de tensión.
Otro costo pesará sobre la economía y su compleja transición a navegar sola, rompiendo cadenas de valor, modificando relaciones financieras, dificultando la inversión extranjera y generando la incertidumbre de un posible viraje hacia un sistema laboral desregulado. Si la Bolsa de Londres aplaudió, el regocijo vino de la derrota del demencial programa laborista.
El paisaje político británico sufre los embates de un reacomodo de fuerzas. El laborismo despedazado quedó buscándose el alma. De neoliberal arrepentido a jurásico impenitente, no tiene ideas nuevas y está decapitado. Los tories celebran la victoria, sin advertir los peligros. Un nuevo extremismo los empuja hacia una alianza comercial con Estados Unidos, que los espera con abrazo de oso. Ahí no tendrán ni la voz ni el voto que tenían en la UE.
¿Adónde irá el Reino Unido en las caprichosas manos de Boris? Los resentimientos desatendidos de la periferia arrastran a los británicos hacia fuera de Europa. La UE hace cuentas con un socio menos. El Big Ben tañe una hora incierta. El mundo se volvió, de pronto, menos predecible.
La autora es catedrática de la UNED.