En días pasados, La Nación publicó una información de la agencia AP, donde se le atribuye al presidente Donald Trump haber dicho públicamente y sin evidencia que la elección presidencial de noviembre será “la más corrupta” en la historia de su país.
A pocos meses de las elecciones, sigue diciendo la agencia, “el mandatario está intensificando sus esfuerzos para poner en duda la integridad del proceso electoral”.
Sobra decir que en cualquier país de democracia liberal, las elecciones libres son el axioma que legitima a determinados miembros de la comunidad para ejercer el poder público.
De ahí que el diseño, la materialización y la consolidación de procesos electorales pulcros y fiables, a partir de principios y garantías frecuentemente establecidos en la Constitución, sean una obra histórica sin la cual no cristaliza la sociedad democrática.
Es precisamente contra la fidelidad a esta obra que luchan con denuedo, y frecuentemente con éxito, los autócratas de todo pelaje.
Por ello, es tan relevante para todos la manifestación del presidente Trump, más allá de su intención concreta y de la credibilidad que sus juicios merecen entre sus conciudadanos.
Para países del círculo de influencia estadounidense que se han esmerado en la configuración de elecciones íntegras, como el nuestro, y han hecho de ellas rutina o práctica indefectible, el juicio del presidente Trump es desconcertante y desalentador.
Devaluar o desacreditar el medio para alcanzar un fin, cuando el medio es en sí mismo valioso para la supervivencia de la democracia, con el paso del tiempo y el cambio de las circunstancias podría causar reflejos inesperados y nocivos en otras latitudes.
En este sentido, las manifestaciones del presidente Trump nos conciernen. No es un asunto local y coloquial, que pueda despacharse a la distancia diciendo, por ejemplo, aquello de que “mal pájaro es el que empuerca su propio nido”.
Es mejor atender las palabras de Salman Rushdie: “Estamos gobernados por lo grotesco”.
El autor es exmagistrado.