Cuando hablamos del proyecto de reforma del sistema electoral de la Asamblea Legislativa, propuesto por Poder Ciudadano ¡Ya!, una de las preguntas más frecuentes es: ¿Se puede pedir como requisito para ser diputado tener un título universitario?
La pregunta revela algo fundamental: la aspiración del pueblo de sentirse mejor representado. Ante el descrédito de la clase política —descrédito merecido por ineptitud, incumplimiento y corrupción de algunos, el derivado de ataques justificados e injustificados de los medios y la amplificación por el hambre de circo en redes sociales—, una buena parte del pueblo piensa que los diplomas garantizarán la calidad de los representantes. Eso es confundir democracia con aristocracia o con tecnocracia.
A pesar de sus imperfecciones, uno de los grandes logros de la democracia, en contraposición a sistemas anteriores, fue convertir al pueblo en el soberano, que delega el poder a través de un contrato social de confianza. Por medio del parlamento, la gente común adquirió la facultad de supervisar y de limitar el poder a “sabios”, líderes religiosos, monarcas y, finalmente, a presidentes y primeros ministros.
El parlamento es la institución cardinal de las democracias representativas, precisamente porque es el órgano que representa al pueblo por excelencia. Y el pueblo somos personas de todo tipo, con distintos grados de escolaridad, diversidad de experiencias, capacidades, edad, género, etnia.
En el fondo, lo que desean quienes piden diplomas académicos es que a la Asamblea lleguen solo los mejores representantes, y quienes ocupen una curul legislen y ejerzan control político tomando en cuenta las demandas y las necesidades de los ciudadanos. De ello dependen la legitimidad y eficacia de un parlamento. A fin de cuentas, al pueblo le importa la democracia en la medida en que le proporcione bienestar y le permita resolver sus problemas de cada día.
Cualidades necesarias. ¿Quiénes son los “mejores”? Por supuesto que es deseable que haya diputados con formación académica rigurosa y de buenas universidades; sin embargo, eso no garantiza que tengan otras cualidades imprescindibles como integridad, tesón, búsqueda de la excelencia en el ejercicio de su función y congruencia con la ideología del partido que los llevó a la Asamblea.
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El buen diputado conoce y entiende las necesidades de las diversas esferas de la ciudadanía y tiene ideas sobre cómo resolverlas, lo cual no solo depende del conocimiento académico, sino también de la experiencia.
Para atender y ofrecer políticas públicas pertinentes y oportunas es fundamental que los legisladores tengan habilidades blandas, tan apetecidas en la empresa privada: liderazgo, pensamiento crítico, asertividad, creatividad, capacidad de aprender, habilidad para negociar y analizar el entorno institucional, nacional e internacional, para sobrellevar adecuadamente las presiones inherentes a un cargo público y para relacionarse positivamente con sus colegas de todo signo político, sus subalternos, la prensa y los electores. La mayoría de esas destrezas son parte de ese arte tan venido a menos: la buena política. El más brillante tecnócrata que carezca de habilidades blandas será posiblemente un mal representante político.
Quien desee ocupar un cargo público debe prepararse de forma integral. También es deber imperativo de los partidos políticos identificar entre sus filas a las personas más aptas y honestas, y completar el entrenamiento necesario para ser las mejores representantes. Lamentablemente, la formación de líderes y la creación de pensamiento se han descuidado o no existen en la mayoría de los partidos. Por otra parte, además de la necesidad de contar con individualidades notables, la Asamblea requiere la capacidad de funcionar de forma eficiente como grupo. Asimismo, que se use el reglamento en aras de la productividad cualitativa y cuantitativa, no para imponer o compensar las carencias de persuasión y de negociación de algunos miembros.
Que tengamos legisladores excelentes no es para nada mérito de nuestro sistema político electoral, que se distingue por carecer de todos los incentivos necesarios para producir políticos notables, tanto como para no atraer a los mejores candidatos.
La insuficiente cantidad de legisladores en proporción a la población y sus complejidades, la no reelección inmediata y el cambio de Directorio cada año, han impedido la profesionalización y especialización de los legisladores; también ha debilitado la memoria institucional del Parlamento. Asimismo, no hay medios para prevenir el transfuguismo (diputados que una vez elegidos se declaran independientes).
Falta entrenamiento. El Parlamento no capacita cabalmente a sus nuevos miembros, ni les brinda actualización sistemática de conocimientos y destrezas. Se supone que los partidos lo hacen, pero no es así. Los criterios con los cuales la mayoría de las agrupaciones llenan las listas diputadiles son un misterio.
En el Congreso, confluyen tres dimensiones: la política, la técnica y la burocrática. Para cumplir a cabalidad la función política, se necesita el mejor apoyo técnico. Los títulos y la trayectoria profesional que no podemos exigir a los diputados, sí podemos y debemos exigirlo a sus asesores.
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El cuerpo de asesores parlamentarios debería estar formado por algunos funcionarios de confianza (los menos) y una mayoría de expertos, versados en diversas áreas del quehacer humano, que suplan las falencias de conocimientos especializados de los diputados. Deben garantizar que las leyes sean justas, válidas y eficaces; revisar periódicamente la legislación emitida para determinar si sigue siendo pertinente; sugerir reformas, derogaciones o nuevas leyes. Deben estudiar e informar a los legisladores sobre los asuntos más apremiantes de la actualidad y anticipar los retos jurídicos, socioambientales y económicos planteados por la globalización, la revolución tecnológica, la edición genética, el cambio climático y todo lo que se transforma constantemente. La calidad de los asesores es clave para la calidad del trabajo legislativo.
El régimen de empleo de la Asamblea Legislativa debe revisarse y reformarse. No responde a los mejores criterios organizacionales y padece los mismos vicios del modelo de remuneraciones del resto del aparato burocrático público; a pesar de los avances tecnológicos, hay más de 700 funcionarios administrativos. Además, cada diputado cuenta con apoyo directo de seis empleados, entre ellos, varios asesores; la mayoría de estos son nombrados por confianza, no con criterios basados en competencias y atestados profesionales. Aun cuando muchos de los asesores acumulan años de experiencia, no todos son expertos en alguna disciplina ni versados en políticas públicas. Eso se hace evidente cuando un diputado presenta una ocurrencia; también es función de los asesores prevenir la presentación de leyes fútiles y chapuceras.
El Congreso debe desarrollar una plataforma digital para mantener un diálogo permanente con el pueblo y para incorporar los insumos ciudadanos a través del procesamiento de datos. La página web de la Asamblea Legislativa es acartonada, poco amigable y carece de una vía eficaz para incorporar aportes ciudadanos en la legislación.
Un ejemplo inspirador es el del Parlamento chileno que, con apoyo del Centro de Inteligencia Colectiva del MIT, está por promulgar la Ley Nacional del Cáncer, que incluye aportes de ciudadanos inscritos en la plataforma de tramitación del proyecto, que fueron analizados y sistematizados para ser agregados al texto.
En fin, hay mucho por hacer para mejorar la calidad de nuestros representantes y de la labor legislativa. El que esta Asamblea haya decidido acometer reformas tan relevantes, como la del reglamento legislativo, augura posibilidades de otras de gran calado.
La autora es activista cívica.