Los nueve diputados de la Comisión de Asuntos Económicos y el presidente, Carlos Alvarado, preparan un proyecto de ley para salvaguardar la herencia del bipartidismo mediante la imposición de un bozal a Uber, utilizando el bienestar del usuario como máscara del carnaval iniciado décadas atrás.
Protegidos por el Estado, los taxistas no han tenido necesidad de esforzarse mucho, ni siquiera han estado obligados a sonreír. En sus días dorados, recogían a quienes querían y no debían preocuparse por las ganancias porque el gobierno se las tenía aseguradas: una tarifa para el primer kilómetro, otra para los siguientes y una adicional por la espera. Incluso, un día despertaron convertidos en la “fuerza roja”.
Mientras ellos mutaban y se solazaban bajo la sombrilla del proteccionismo, los clientes insatisfechos se fueron acumulando, pues el Consejo de Transporte Público ha sido un cero a la izquierda.
Y llegó el día. El 21 de agosto del 2015 Uber irrumpió y un sol de justicia brilló. Bastó un trato amable —con excepciones, como es usual— para ver descender las quejas por cobros indebidos, por maltratos verbales o por negar el servicio cuando el viaje resultaba corto o lo requería una persona con discapacidad.
La competencia develó la insuficiencia de los taxistas para sobrevivir sin el auxilio del poder y el poder parece quedarse cojo sin el favor de los taxistas.
Regalos políticos. Para entender la razón de la simbiosis, no debemos ir muy lejos en el tiempo, basta con retrotraernos a 1997 y leer las ediciones de La Nación del 21 y 22 de abril.
Entre el 6 de diciembre de 1995 y el 24 de enero de 1996, fueron otorgados 1.820 permisos de taxi. El 66 % por recomendación de figuras políticas.
El presidente José María Figueres Olsen reconoció haber firmado cartas a personas necesitadas “de ganarse la vida”; también Carlos Manuel Castillo y Rolando Araya hicieron lo mismo por petición de dirigentes de su partido. La entonces defensora de los habitantes, Sandra Piszk, manifestó haber favorecido a gente de bajos recursos.
Los diputados Walter Coto, Claudio Morera, Roberto Zumbado y Edelberto Castiblanco admitieron su intercesión por la mayoría de las personas que se les atribuía en la lista de concesionarios.
“No fue inmoral”, dijo Castiblanco, quien consiguió una placa de taxi para el suegro, e igual criterio externó su compañero Roberto Zumbado, quien gestionó los permisos para un hermano y un sobrino, “quienes pasaban por una difícil situación económica”.
En el reportaje de La Nación, Piszk y los diputados Ottón Solís y Luis Gerardo Villanueva explicaron que el viceministro de Transportes, José Francisco Nicolás, fue quien les propuso en una reunión de fracción distribuir los permisos entre gente de sus comunidades.
Ottón Solís denunció el hecho, pero los diputados del Partido Unidad Social Cristiana dijeron estar dispuestos a aceptar el pacto de los liberacionistas a cambio de la prorrogación de 5.000 permisos dados por ellos en la administración de Rafael Ángel Calderón Fournier.
La consulta hecha por este diario en 1997 al Registro Civil y al Registro de la Propiedad determinó el parentesco de 14 personas con el recomendado y 10, aunque dijeron estar en la lipidia, poseían hasta siete propiedades a su nombre.
Las placas fueron, usemos el pretérito perfecto simple para ser optimistas, el bitcóin con el cual se pagaban los favores políticos.
Uber les aguó la fiesta. Por lo menos 22.000 personas “que pasaban por una difícil situación económica”, como afirmó el exdiputado Roberto Zumbado, han hallado en Uber un medio de supervivencia.
Que Uber debe pagar impuestos, sí. Que los llamados “socios colaboradores” deben estar asegurados, sí. Toda persona física o jurídica con actividad lucrativa —deberían incluirse las cooperativas— está obligada a pagar impuestos y contribuir a la seguridad social. Existe suficiente normativa para que Uber u otras empresas de esta naturaleza operen en Costa Rica.
Una nueva ley no debe tener como propósito perpetuar un oligopolio, sino nivelar la competencia entre los taxis tradicionales, los porteadores, los basados en aplicaciones y otros por venir. Debe existir igualdad en visitas a Riteve, en pago de pólizas, en horarios, en obligatoriedad del registro, etcétera.
La actividad debe ser individual y para controlarla están los ministerios de Transportes y de Trabajo, y la recién fortalecida Comisión para la Promoción de la Competencia (Coprocom), los cuales ya es hora de que se pongan a trabajar a favor del usuario, no de grupos privilegiados.
A contracorriente. En el libro The Future of Employment, se cita el ejemplo de William Lee, quien inventó en 1589 una máquina para aliviar a los trabajadores de tejer a mano. En busca de inscribir la patente, viajó a Londres donde había alquilado un edificio para que su máquina fuera vista por la reina Isabel I.
Para su decepción, su majestad estaba preocupada por el efecto que tendría el invento en el empleo y se negó a otorgarle la patente. “Tú apuntas alto, Lee. Considera lo que la invención podría hacer a mis pobres súbditos. Seguramente les traería ruina al privarlos de empleo haciéndolos mendigos”. Lee siguió adelante y ya sabemos cómo termina la historia.
No es prohibiendo ni combatiendo la disrupción como avanzará la sociedad. Los chinos, en lugar de luchar contra la tecnología estadounidense, la copian y la mejoran.
Al presidente y a los nueve miembros de la Comisión de Asuntos Económicos les hace falta darse una vuelta por La Reforma, donde verán, con mucho pesar, como nuestro Silicon Valley existe tras los barrotes de las celdas.
Los presos están desarrollando aplicaciones para usarlas con motivos perversos. Debemos preguntarnos: ¿Por qué los reos pueden “innovar” y quienes están fuera no?
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Guiselly Mora es editora de Opinión de La Nación.