Cuenta la conocida fábula que una esforzada hormiga, durante los soleados y cálidos meses del verano, dedicaba largas horas de trabajo, sudando y jadeando, a recolectar y guardar alimentos en la despensa de su casa.
Por allí cerca, vivía un alegre y fiestero grillo, quien día tras día observaba a la hormiga afanarse, mientras él reía y cantaba tocando el violín, disfrutando del sabroso clima. Tiempo después, llegó el gélido invierno. Un día, la trabajadora hormiga, sana y salva en su tibio hogar, descansaba tranquila, esperando que pasara el frío.
De pronto, escuchó que tocaban a la puerta. Abrió y, para su sorpresa, encontró al otrora festivo grillo, tiritando y castañeteando los dientes, debilitado casi hasta el colapso. “No tengo nada para comer”, le confesó con tristeza. "Tú, por otra parte, tienes mucho guardado. ¿Serías tan bondadosa de compartir aunque sea un bocado conmigo?”. La hormiga meditó unos momentos y respondió: “Aún falta mucho para que termine el invierno. Temo que la comida que tengo apenas me alcance. Pero dime, ¿qué hiciste tú durante el estío, que ahora no tienes nada para tu manutención?”.
El grillo, que apenas podía hablar, respondió: “Día y noche, a todos los que veía, les cantaba”. Entonces, la hormiga, antes de cerrarle la puerta en la cara, manifestó implacable: “¿Les cantabas? Me alegro. Pues bien, ¡ahora baila!”.
Moraleja. La moraleja de la historia es obvia: en tiempos de vacas gordas, debemos prepararnos para la posibilidad de que más adelante vengan tiempos de vacas flacas. Y lo cierto es que difícilmente podrían adelgazar más las vacas que durante la presente crisis mundial.
Alrededor del globo, la pandemia de la covid-19 ha obligado a cerrar puertas a entidades y empresas, grandes y pequeñas, que se habían visto obligadas a despedir a sus empleados o a suspender los contratos laborales, con el consecuente desempleo, incertidumbre y hambre de incontables personas.
Por desgracia, diversos estudios han confirmado una dolorosa realidad: por largo tiempo, las personas no han hecho lo de la hormiga, sino lo del grillo; no ahorraron, gastaron como si no hubiera mañana y administraron las finanzas familiares y personales con desenfreno.
Vivieron de prestado o de tarjetas de crédito, en un vano intento por aparentar un estilo de vida de abundancia, en competencia con sus vecinos, quienes, en la mayoría de los casos, están igual o más endeudados.
Dada nuestra generalizada falta de educación en cuestiones de dinero (vea “Analfabetismo financiero”, La Nación, 29/7/2019), estamos aprendiendo ahora una dura lección: contar con reservas de dinero para emergencias no es optativo.
No se trata de algo que tal vez deberíamos hacer o que sería bonito intentar algún día. Simplemente, no hay elección, pues la consecuencia es afrontar un penoso invierno financiero, cuya duración —como sucede hoy— nadie puede pronosticar, quizás, sin medios para llevar un bocado a nuestros dependientes.
Hay países, como el nuestro, que, pese a sus limitados recursos, afortunadamente cuentan con una invaluable red de solidaridad social, en la forma de salud y educación públicas, así como de mecanismos bancarios y de otras índoles que ayudan a suavizar el golpe en los bolsillos de la ciudadanía.
Pero ahora, más que nunca, existe, cuando menos, una enseñanza que debería dejarnos esta historia, y es que, en última instancia, la responsabilidad por nuestro bienestar y el de los nuestros descansa prioritariamente sobre nuestros propios hombros.
En las finanzas personales, contar con acopio de dinero suficiente para imprevistos debe ser invariablemente la prioridad número uno, incluso por encima de pagar deudas, pues estas siempre pueden ser refinanciadas o renegociadas; mientras no contar con recursos para satisfacer las necesidades básicas, especialmente en tiempos cuando el acceso a préstamos suele ser difícil, cuando no imposible, y se haya agotado el crédito disponible mediante tarjetas, es una receta segura para el desastre.
Tiempo y disciplina. Crear una reserva como la que he venido describiendo generalmente no es fácil y requiere tiempo y disciplina. Pero, repito, no es optativo ni se puede postergar a la espera de tiempos mejores.
Para lograrlo, existen diversos mecanismos que se resumen en la vieja y conocida fórmula de aumentar los ingresos, reducir los gastos o, idealmente, ambas cosas.
Para lo anterior, es crucial contar con un presupuesto, pues no se sabe en qué o en cuánto disminuir nuestro consumo si no determinamos primero en qué se gasta nuestro dinero. También, existen formas creativas de mejorar las finanzas, incluidas la venta de objetos en desuso o innecesarios o la creación de un pequeño negocio de productos o servicios.
A veces, basta con recortar un poco en actividades como salir al cine o a comer fuera, así como sustituir ciertos productos caros por otros más económicos.
Cuando tengamos una suma, por pequeña que sea, para comenzar la reserva, debe procurarse mantenerla accesible (en términos financieros, lo más líquida posible), pero no estática (por ejemplo, en una cuenta de ahorros), pues en ese caso el dinero irá perdiendo lentamente su valor debido a la inflación.
Una buena opción es acudir a los fondos de inversión abiertos, de mercado de dinero o de ingreso, para generar una rentabilidad que, idealmente, sea reinvertida para potenciar el crecimiento de lo reservado.
Lo más aconsejable en estos casos es acercarse a los bancos o a otros asesores acreditados para explorar las alternativas.
La situación actual es dura, sin duda, pero pasará. Ojalá la antigua enseñanza que contiene la fábula del grillo y la hormiga sea interiorizada por todos nosotros para que el próximo invierno financiero —que tarde o temprano vendrá, quizás no a escala planetaria, pero sí nacional o personal— no nos tome desprevenidos. Porque, cuando ocurra, nadie querrá tener que volver a bailar a la intemperie para mantenerse caliente.
El autor es abogado.