Los astros se alinearon y Mario Draghi pudo formar en Italia, por primera vez en la historia, un gobierno de unidad nacional.
Mucha agua tenía que pasar por el río para llegar hasta eso. Italia está postrada por el embate de la pandemia, pero la covid-19 solo ahondó su endémica crisis económica. La Unión Europea le ofrece, ahora, un inmenso fondo de recuperación y sería fatal malgastar esa ayuda. Necesitaba un gobierno confiable y competente para administrarla. Para formarlo, Italia tenía una carta invaluable: Mario Draghi.
Desde hace rato Italia venía cuesta abajo. Cuando se adhirió al euro, la competitividad alemana respondía por esa moneda y ahí quedó compitiendo con una productividad mucho mayor que la suya. Alemania vendía y ofrecía crédito, Italia compraba y se endeudaba. En 1999, Italia y Alemania tenían un nivel de bienestar parecido. Hoy cada italiano produce un 25 % menos que un alemán.
Ningún país de la UE sufre una combinación tan grave de dilemas. Su deuda pública llega al 160 % del PIB. Su servicio frena las políticas de estímulo y eso resulta en un endémico estancamiento. El progreso se ha desmoronado. Esto es cierto sobre todo en el sur, con una productividad un 25 % menor que la del norte.
Calabria parece otro país dentro de la bota italiana, acrecentada la generalizada alienación del Mezzogiorno con el crecido señorío de sus diferentes mafias.
Pero no es cualquier país. Es la tercera economía de la UE. Si hay un país que pone en riesgo la estabilidad de ese bloque, ese es Italia. Pero ni cae en el averno que pronostican expertos ni llega al cielo que pregonan populistas. Vive en precaria inestabilidad. En la cuna de la ópera, si no es drama, no es italiano.
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Crisis políticas. Detrás de sus problemas económicos están sus crisis políticas. En el tiempo que Merkel ha estado en Berlín, por Roma desfilaron nueve gobiernos.
La élite política se formó en la posguerra entre Peppone y don Camillo, figuras que ilustraban las fuerzas enfrentadas de la Guerra Fría: alianzas entre clero, mafia y política para frenar el Partido Comunista de Togliatti.
Eso perdió sentido tras la caída del muro de Berlín y todo el sistema político italiano estalló en pedazos. Un proceso judicial dejó expuesta la corrupción enraizada en Roma.
Con una élite corrupta, la sociedad se fue enviciando de clientelismo. Desde entonces se probó de todo. Italia se dejó seducir por Berlusconi, tuvo gobiernos tecnócratas, intentó cambios estructurales, escogió partidos antisistema. Y cada popularidad duró hasta que llegaba la factura de reformas dolorosas.
Es un panorama sombrío, presto a la demagogia populista. Pero hasta esa llegó y fatigó. El norte puso fe en el populismo de derecha; el sur, en el de izquierda. Como ninguno pudo formar gobierno, lo hicieron entre los dos, jalando para un lado y para el otro, sin llegar a ningún lado.
El fracaso político se reflejó en el estancamiento del bienestar. En el 2019, Italia era más pobre que 20 años atrás (FMI). Ese desmoronamiento del bienestar hizo mella en el alma nacional. Los jóvenes se van. La fecundidad baja. En cuatro años, perdió 500.000 habitantes. Para el 2050 se calcula una contracción del 25 % de la población en edad laboral y un envejecimiento que atenta contra su sistema de salud y pensiones.
Y entonces llegó el virus, como infortunio, pero, curiosamente para Italia, también como promesa.
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Primero fue el infortunio. La covid-19 se ensañó con Italia. Ahí, aprendimos el pánico de servicios de salud desbordados, la angustia de escoger quien vive. Italia nos enseñó a asustarnos. Quedó extinta una generación de nonni. Y si ya estaba mal, la crisis sanitaria la terminó de rendir. La economía se contrajo un 9 %, el desempleo aumentó un 20 %. El FMI advierte de que podría retroceder 23 años. En muchas obras de infraestructura se lee «Incompiuto». Miles de construcciones están abandonadas. Son monumentos a un desperdicio calculado en $9.000 millones.
El estado de ánimo de la familia italiana quedó abatido. No se cree ni en nada ni en nadie. El 84 % se sabe mal, más del 80 % desconfía de los partidos, casi el 70 % no se fía de la Administración Pública y solo el 44 % se fía del Poder Judicial.
Pero la covid-19 llegó también como promesa. La crisis sanitaria ofreció a Italia una salida. La necesidad se convirtió en oportunidad. Aquella UE de austero corazón germánico se ablandó. El dolor colectivo se impuso y se decidió un gigantesco plan de salvamento europeo en el que Italia se llevó la tajada del león. No por su fuerza, sino precisamente por el peligro que representa su debilidad. Ahora el futuro no es imposible.
Curiosamente, los $240.000 millones ofrecidos para Italia, que apenas compensan un año sin turismo, hicieron caer al gobierno. Pero la ocasión del siglo para enrumbar al país también era tentación de hacer fiesta para el clientelismo empresarial. En nadie se confía para administrar bien esos fondos. Entonces surgió la idea de llamar a Draghi.
Confianza para los mercados. Le dicen Super Mario. Combina la bondad serena de Mujica con la experticia económica de Cardoso. Economista con doctorado en el MIT, es keynesiano de escuela y tiene una trayectoria económica más sofisticada que cualquier otro jefe de Estado.
Su liderazgo en el Banco Central Europeo salvó al euro cuando rompió el candado alemán en la banca europea. En la historia quedó su frase: «Whatever it takes». Hacer lo que sea necesario.
Así es él, y eso da confianza a los mercados. Aun así, su mejor carta de presentación es no tener interés alguno en la política italiana. Creó un gobierno de coalición, pero el manejo económico será de los expertos.
Su mandato, el 67.° en Italia desde la guerra, será el primero con casi unanimidad de apoyo. Nadará entre tiburones y lo sabe. Su ventaja es que le tocará gastar, no recortar.
¿Podrá su popularidad actual resistir los tragos amargos que tendrá que recetar? Esa es la apuesta, porque es la última medicina segura para el paciente italiano.
La autora es catedrática de la UNED.