Detrás de escaramuzas cotidianas, entre Estados Unidos y China se despliega la competencia ineludible por la hegemonía mundial. Escondida tras caprichos y distorsionada por la mezquindad de intereses inmediatos, esa rivalidad tiene una trascendencia que definirá, a la postre, el destino humano.
Es difícil apreciar matices en ese gran escenario si los protagonistas pierden la perspectiva. Con políticas autoritarias, China quiere asumir el rol lenitivo que debe tener una potencia emergente en un universo liberal amenazado. Eso no es fácil cuando una conducción errática y pendenciera, en Estados Unidos, contradice las responsabilidades que le competen como piedra angular del sistema multilateral económico y político.
De 1978 a la fecha, la economía de EE. UU. se ha triplicado, el PIB chino se ha multiplicado, en cambio, por cuarenta. Tan acelerado crecimiento tomó al mundo por sorpresa porque disminuyó pobreza, construyó una clase media, edificó ciudades y desarrolló capacidades tecnológicas de primer mundo.
El ingreso per cápita chino sigue siendo 6,5 veces menor que el estadounidense, pero su ritmo de crecimiento es vertiginoso. El dragón asiático despertó y busca su lugar en la cima del mundo.
Fórmula china. El motor de su desarrollo fue el comercio y la inversión extranjera atraída por mano de obra abundante y competitiva. Aprovechó su reconocimiento como economía de mercado, sin realmente serlo. Condicionó las inversiones a transferencias obligadas de tecnología y reforzó su competitividad con un curso monetario manipulado. Ese imán atrajo a todas las multinacionales. La industria de Occidente migró buscando mano de obra barata. Como todos se beneficiaban, China contó con la benevolencia del mundo. Hasta que el malestar provocado por el abandono de viejas zonas industriales tuvo consecuencias imprevistas en las urnas.
En EE. UU., el síntoma más disruptivo fue la elección de Trump. Su grito “América primero” inauguró un curso comercial confrontativo. México y Canadá recibieron los primeros embates con la renegociación de su TLC. Sus aliados europeos y asiáticos recibieron otros ñangazos.
China, caballo de batalla de campaña electoral, fue, sin embargo, el primer país con el cual Trump alcanzó un acuerdo. A dos meses de ejercicio presidencial, Trump se reunió con Xi Jinping y, en 30 días, todo pareció resuelto. Poco sabía el mundo del carácter impredecible de Trump. China lo aprendió de mala manera.
Inicio de la guerra. No había pasado un año cuando ya estaban enfrascados en plena guerra arancelaria, la cual encareció los productos chinos en más de $250.000 millones. Este 5 de agosto, Trump volvió al ataque y anunció una nueva alza de aranceles por más de $300.000 millones adicionales. China vería disminuido su crecimiento por debajo del 6 %, esencial para su sostenibilidad política y social. Esa gota colmó su paciencia y el dragón mostró los dientes.
Si solo fuera arancelaria, la guerra comercial sería demasiado simple. Ahí no tiene China como ganar porque su superávit comercial con EE. UU. es más del doble de todo lo que China le compra. Ese desequilibrio hace al gigante asiático altamente dependiente de EE. UU.
Sus exportaciones son sensibles a toda alza tarifaria que aumente su costo y disminuya su competitividad. De todas maneras, aun con su guerra arancelaria, el déficit estadounidense más bien empeoró porque un impuesto contra China es fiesta para sus vecinos orientales, quienes sustituyen sus exportaciones. Pero una guerra comercial nunca es solo arancelaria.
Armas chinas. El valor competitivo de un país depende también del valor de su moneda. Cuanto más bajo el tipo de cambio, más baratos los productos. Los aranceles estadounidenses pueden ser neutralizados por China bajando el valor del yuan, y ese escenario pareció abrirse.
Una semana después de las más recientes amenazas, el Banco Popular de China dejó que el yuan levemente se devaluara. No fue un mordisco de guerra. Apenas enseñaba los dientes y las bolsas del mundo se estremecieron.
Esa no es la única arma china. Su éxito exportador masivo y sus gigantescas inversiones occidentales han producido un inmenso flujo de divisas. China tiene $4 billones en reservas, la cuarta parte en bonos estadounidenses. Bastaría con deshacerse de esos bonos para sembrar el caos.
De hecho, en la crisis financiera del 2008, Pekín salvó el día a la economía de Estados Unidos manteniéndole el nivel de compra de deuda y le aseguró así su estabilidad macroeconómica. Ahora son otros tiempos. Bajo asedio, China no sería tan complaciente. El mundo se iría por la borda.
No estamos ahí. Trump tiene intereses electorales y no le conviene desatar una crisis mundial. China entiende la peligrosidad de una reelección de Trump y no le hará las cosas fáciles, pero tampoco quiere dispararse en el pie. Una devaluación del yuan disminuiría el rendimiento de las inversiones en China y nada más temeroso que un dólar para salir corriendo. También los consumidores chinos perderían poder adquisitivo en yuanes.
Amenaza mundial. Por otra parte, una guerra de divisas no es tan predecible como una arancelaria. La devaluación del yuan no afectaría solo a EE. UU., sino también a todos los países que verían abaratarse, todavía más, los productos chinos frente a los propios. El mundo entero se sentiría amenazado y tentado también a devaluar. Eso ocurrió justo antes de la Gran Depresión de 1929.
En el teatro del mundo, se despliega esa competencia entre colosos. Precisamente porque es inevitable la pugna por el predominio geopolítico; nada es más importante, en este histórico trance, que un desarrollo ordenado y predecible de esta rivalidad, con participación activa y consensuada del concierto de naciones. Pero irracionalidad, por un lado, y autocracia, por otro, dejan al mundo como mero observador, inoperante entre refriegas tácticas que pueden salirse de curso y arrastrarnos al abismo. Estamos solo en el preludio de una catástrofe evitable. Pero la humanidad no siempre escapa de sus trampas.
La autora es catedrática de la UNED.