Solo el graznido de los zanates y el latido de mi corazón, mientras camino a toda prisa por la ciudad desierta, acompañan mis pasos.
Ni un alma, como en el mejor de los cuentos de Edgar Allan Poe, se asoma a los umbrales. Ni un eco en los oscuros callejones.
Los perros deambulan flacos buscando sobras, que ya no existen, cerca de los cuerpos de los gatos que han muerto en estos días.
Hace dos semanas, nos fuimos los últimos que no hicimos caso a encerrarnos en las casas con bolsas de arroz, frijoles, café y azúcar. ¿Quién quería encerrarse junto a cadáveres de ancianos? Pero se organizaron y cavaron fosas colectivas en los barrios y en las esquinas.
Ya no hay luz en muchas casas porque nadie trabaja para que le den un salario. Se volvió al canfín y la leña.
Un hombre vestido con buzo amarillo pasa con un carretón cargado de leña una vez a la semana.
El hilo de agua sale por las mañanas porque es un recurso proveniente de los cañones de la selva y en esta sigue su vida con la fuerza de la cumbia.
Especies proliferan gloriosamente y las canchas de golf y los jardines se truecan en predios enmontados donde crecerán bosques.
Nos dijeron que la peste no duraría mucho, pero cuando veo al grupo de tepezcuintles acercarse a la fuente del parque Morazán, temo que se equivocaron.
Pareciera, más bien, el comienzo de una nueva era, similar a la contada en aquella película, Cuando el destino nos alcance, ¿se llamaba?
No sé, no recuerdo bien. Es como si mi mente se centrara solo en vivir un día a la vez y, para ello, borrara todo lo demás.
Por eso, voy por el libro. Necesito recuperarlo, no solo por mí, sino por toda mi comunidad. Es necesario que se lo entregue a mi hijo. Él sabrá qué hacer.
Un revoloteo parte el silencio. Cruzan el cielo cientos de zanates en formación militar. Parece que cada día son más inteligentes. Han ocupado los árboles más grandes y el techo de algunas azoteas. Casi podría decirse que aprendieron a hablar, pero no me detengo a escucharlos.
Empiezo a correr, debo llegar a la colina donde antes se encontraba la Penitenciaria y, luego, el Museo de los Niños.
El edificio está abandonado, y de su puerta principal salen una gallina y dos chanchos. Sé que el libro está en la biblioteca. Me cuesta respirar con el casco protector puesto. No puedo detenerme, ya casi llego a la entrada, un rayo cae a un costado y las primeras lluvias del año inauguran la noche.
Por ahora, este cuento no tiene fin, a no ser que me pidan terminarlo. Es solo un ejemplo de las posibilidades que ofrece la ficción.
Mientras escribo, estoy en cuarentena, como todos, en mi casa, sin salir desde hace días. Sentada frente a mi computadora, imagino un personaje que corre fuera y busca un libro.
Mi costumbre es escribir desde hace cuarenta años y quise compartir esta posibilidad creativa con ustedes, pues, también, como todos, busco recursos para resistir estos días. Así que, con este ejemplo, les comparto el recurso de la invención, de la imaginación, que es ilimitado, gratuito y, además, protector y restaurador de la mente.
Podemos escribir ficción o no escribirla. Imaginarla para nosotros mismos o contarla a los otros. Contarnos cuentos, como antes en los corredores. Ahora, podemos narrar cuentos en los salones, las habitaciones o las redes.
El tiempo pasará volando si lo hacemos, si imaginamos por un momento que podemos viajar, volar, correr, construir, visitar el pasado, cambiar el presente y vislumbrar el futuro sin salir de la casa, entre otros muchos tours de la mente y las emociones.
También, nos es posible volver a sentir la gracia de los buenos recuerdos y, con ellos, los abrazos y los besos que nos esperan. ¡Ánimo!
La autora es filósofa.