El 23 de junio del 2016 comenzó una crónica de anunciado desastre. Con fatídico referendo, un veredicto ajustado de escasa mayoría decidió que el Reino Unido saliera de la Unión Europea (UE) y nació la palabra brexit.
Desde entonces, la disyuntiva entre ruptura abrupta o negociada consume todo el oxígeno de la política británica. La designación de Boris Johnson en el cargo de primer ministro refuerza los peores vaticinios.
Tras la renuncia de David Cameron, premier de la desatinada consulta, Theresa May negoció con Bruselas el mejor acuerdo posible de retirada. Asunto nada sencillo. Todo arreglo necesitaba aprobación unánime de los 27 países restantes, entre ellos, la República de Irlanda.
Eso puso la negociación al rojo vivo porque Irlanda dio por finalizada una guerra civil en su norte aún británico gracias a las fronteras abiertas de la UE. La pertenencia de las dos Irlandas a ese mercado común propiciaba reconciliación política e integración económica.
Con esos antecedentes, estaba claro que Irlanda jamás aceptaría negociar una frontera que la reculara a históricas querellas. Toda posible salida negociada se estrellaría contra esa piedra.
Nació otro nuevo término político, el backstop, concepto prestado del béisbol, que implica que si el Reino Unido quiere una salida negociada, debe comprometerse a dejar abiertas las fronteras en la isla y quedar así en unión aduanera con la UE. Ese es el acuerdo que logró May y hasta ahí llegó.
Esfuerzos inútiles. Por más que defendió que el acuerdo logrado era el único posible, May fue tres veces derrotada en el Parlamento británico. Inútiles fueron sus renovados intentos en Bruselas y Londres.
En ambas capitales topó con cerca irlandesa. En Bruselas, con la República de Irlanda y, en Londres, con el partido unionista irlandés que asegura mayoría al partido conservador.
En la inminencia de plazos, tuvo que pedir prórroga dos veces, hasta verse obligada a dimitir. El partido tory tuvo que buscar nuevo líder para superar el penoso impasse. Nada simple porque si el Parlamento rehúsa aceptar el backstop, también se negará a salir sin acuerdo. ¿Y entonces?
Ante la falta de aprobación parlamentaria británica, el Reino Unido se vio obligado a participar en las elecciones europeas. Curiosa contradicción cuando quería salir. Ahí, se vivió el recrudecimiento de las divisiones británicas, la pervivencia de sentimientos antieuropeos, el surgimiento de un nuevo partido abiertamente brexit y la desesperación del partido conservador por preservar su base política.
La figura alucinante. En esa debacle de pérdida de perspectivas, los tories, poseídos totalmente por los demonios del instante, vieron resurgir en su seno una figura alucinante, corresponsable de este peligroso trance: Boris Johnson. Con él, un divorcio disruptivo con la UE se vuelve un riesgo inminente.
Los primeros pasos de Johnson pusieron el pie en el acelerador hacia el abismo. En las primeras 24 horas realizó una de las remodelaciones de gabinete más despiadadas de la historia británica. “Gabinete del infierno”, calificaron los escoceses a ese grupo homogéneo de euroescépticos intransigentes.
Comenzó la partida, como bluf de arriesgada mano de póker. Johnson apuesta por que los europeos tienen tanto que perder que terminarán cediendo. Apuesta por intimidar a Irlanda para que flaquee. Apuesta y apuesta, en un país al borde de la parálisis política.
Pero si esto fuera juego de póker, Johnson no tiene las mejores cartas. Posee muy pobre respaldo por ser un primer ministro no elegido, sino designado por delegados de partido, menos del 1 % de la población. Esa falta de representación no da para mucho.
Ya en el 2016, la mitad del pueblo británico estaba en contra del brexit. En tres años de incertidumbre, ese número ha aumentado. Los jóvenes, que no votaron entonces, se pronuncian ahora a favor de lazos con la UE. En el Parlamento, la mayoría se ha pronunciado en contra de una salida abrupta. Un segmento del partido tory está dispuesto a bloquear el divorcio irreflexivo que promueve Johnson.
Si a eso agregamos que Escocia se siente tan europea como británica y que la mayoría de los norirlandeses votaron contra el brexit, la semilla de una fragmentación del Reino Unido se abona con aires separatistas. Por eso, a pesar de todos sus aspavientos, el globo de Johnson está lleno de aire.
Costa Rica en medio. Previendo los peores escenarios, el Reino Unido acaba de firmar un acuerdo de asociación con Centroamérica que asegura la estabilidad de nuestro comercio con ese destino, undécimo para Costa Rica. Esas son noticias reconfortantes para nosotros en el torbellino de incertidumbres.
Tiembla, sin embargo, en estas horas de apremio, nuestro afecto nostálgico con un reino al que tanto debemos. Desde las primeras exportaciones de café, que tuvieron que pasar por Chile para llegar a Londres, hasta los préstamos británicos que aseguraron la construcción de nuestro ferrocarril, es mucha la historia y los lazos de amistad que nos unen con la primera democracia de Europa, sumida hoy en el desconcierto.
Esta hora de incertidumbre nos hermana también en la orfandad política. Si dentro de las flacas opciones que teníamos, Costa Rica supo reaccionar a tiempo y unir fuerzas para evitar un gobierno confesional, jamás pensaría yo que el Reino Unido no pueda encontrar una luz de esperanza al final de ese túnel.
¡Ojalá! No lo puedo asegurar. Desdichadamente, lo peor siempre es posible. Lo que pasa en el mundo es demasiado amplio y complejo para respuestas simples. De un tiempo acá, muchos presagios funestos se cumplen. Cuando no, dejan sus garras amenazantes sobre los acontecimientos, como acechanza de terrible inminencia.
Así está el Reino Unido. ¡Nada que celebrar! Boris Johnson, como primer ministro, es uno de los pasos menos propicios para librarse del abismo. No es aún certeza de catástrofe, pero sí indicio severo de peligro que nos debe servir de lección para enfrentar las indecisiones que nos acechan, también a nosotros, perennemente.
La autora es catedrática de la UNED.