No duró mucho tiempo el mundo unipolar bajo égida de Estados Unidos. Fue un corto interregno de medio siglo después de la caída del muro de Berlín.
Nuestra generación presenció ese punto de inflexión de la historia. Veníamos de una confrontación entre sistemas económicos que se disputaban la hegemonía mundial, con propuestas sistémicas alternativas.
Comunismo o capitalismo resumían el dilema que se encapsulaba en la Guerra Fría, bajo la constante amenaza de una hecatombe nuclear.
Eso terminó razonablemente bien. El comunismo soviético se reveló utopía retardataria. Implosionó sin mayores traumas, incapaz de competir con el capitalismo, bajo liderazgo estadounidense.
Su disolución pacífica fue sorprendente y bien recibida. También significó el punto culminante del capitalismo como organización mundial de la producción y, en la mente hegeliana de Fukuyama, el triunfo definitivo de la democracia liberal como sistema político.
El término genérico de globalización sustituyó aquella confrontación y abrió un nuevo capítulo.
En Europa oriental, Asia y ahí, en particular, en China, masas de mano de obra se incorporaron a la maquinaria capitalista globalizada.
Las inversiones buscaron «eficiencia» de costos laborales y tributarios, escapando al fisco o buscando mano de obra barata.
Las industrias se relocalizaron para aprovechar esas condiciones, sobre todo en China, que con visión política premonitoria adaptó su sistema a las necesidades del capital mundial que llegaba a sus costas y se convirtió en la fábrica del mundo.
Precarización laboral. Mientras tanto, regiones enteras de países industrializados quedaron desoladas. La clase obrera occidental quedó debilitada, sin margen de negociación.
Salarios y condiciones laborales se estancaron. La fuerza proletaria quedó diezmada, erosionando los partidos que sustentaban en ella su espacio electoral.
Es el caso de la socialdemocracia europea y también de los demócratas de los Estados Unidos, que se vieron sin piso de soporte social.
Para retener inversiones, los Estados desarrollados precarizaron el mundo laboral, disminuyeron impuestos y desregularon economía y finanzas.
Como resultado, se endeudaron sin respaldo fiscal para políticas redistributivas. La movilidad social se frenó y la clase media mermó.
Las nuevas condiciones del comercio y la producción generaron inmensa riqueza. Pero quedó desigualmente distribuida. Entre 1980 y el 2016, el 1 % de los sectores de mayores ingresos captaron el 27 % del total de las rentas y el 50 % de la población accedió solo al 12 %.
Las sociedades occidentales quedaron fragmentadas, resquebrajada la promesa democrática y rota la cohesión social.
Esas condiciones se disimularon tras una inmensa burbuja financiera que estalló en el 2008. Poco después, comenzaron sus grandes impactos políticos, primero el brexit, luego la victoria de Trump.
Ahora está claro: sin fortalecer las finanzas públicas no se superará la división política, social y territorial resultante.
Fábrica asiática. En Asia, en particular China, el desarrollo ha sido espejo invertido del escape de capitales de Occidente. De todos los países desarrollados llegaron inversiones atraídas por sus condiciones.
Regiones enteras se transformaron en áreas industriales. Los productos chinos invadieron el mundo, cada vez con mayor valor agregado derivado de una sistémica creación de capacidades locales e innovación tecnológica.
Eso facilitó altas y sostenidas tasas de crecimiento. Las exportaciones reforzaron las finanzas del Estado y mientras una parte del mundo se endeudaba, China se convertía en su acreedora.
Por lo menos el 60 % de la deuda total del G20, especialmente de Estados Unidos, está en manos chinas. El Estado chino reforzado invirtió en capital humano, infraestructura e innovación tecnológica.
Millones salieron de la pobreza, creció la clase media y está en un salto tecnológico que apenas empezamos a vislumbrar.
Con 157 millones de personas, China tiene la segunda clase media del mundo. Supera a Estados Unidos en exportación de bienes, desde el 2006; en el 2012, lo sobrepasó en valor agregado y, desde el 2016, su participación en el producto interno bruto mundial (18,2 %) superó a Estados Unidos (15,3 %).
En el 2019, China se convirtió en el primer solicitante de patentes (OMPI). Si unimos estas realidades al fantástico dinamismo tecnológico de Corea del Sur y Japón, es todo un desplazamiento histórico de la innovación hacia Asia. Ahí, la cohesión social y la estabilidad política son otro contraste con Occidente.
Verdadero cambio de siglo. Con ese crecimiento, el mundo unipolar terminó. Es una nueva inflexión histórica, marcada por la incorporación del sudeste asiático como motor del desarrollo mundial, con China, Japón y Corea a la vanguardia.
Trump no entendió la magnitud del cambio de siglo. Lo vio solo en términos de déficit comercial. De todos los yerros de Trump, el de mayor alcance histórico fue confrontar a China, en detrimento de una participación activa en el sudeste asiático.
¡Pero, cuidado! Tampoco estamos en la antesala de otra guerra fría. Eso sería un desastre de entendimiento histórico.
A diferencia de la Unión Soviética, China no se presenta como alternativa contrapuesta a los modelos occidentales. Su estilo de desarrollo no es confrontativo.
Todo lo contrario, asume el multilateralismo de posguerra y refuerza la evolución del mundo hacia un sentido de pertenencia civilizatoria, incluido el cambio climático.
Si Occidente ya no puede sostenerse sin China, sería poco afortunado intentar hacerlo contra ella.
La política exterior de Estados Unidos está en una encrucijada. No cabe en un cerebro cultural moldeado por la impronta de confrontaciones bélicas mirar el surgimiento de China sin la idea preconcebida de enfrentarla.
Joe Biden llega con la ardiente disyuntiva de confrontación o convivencia. No puede seguir la ceguera de Trump, pero tampoco ha planteado aún sus perspectivas en Asia. ¿Qué vientos predominarán en su administración? En ese escenario se juega el siguiente capítulo de la civilización humana.
La autora es catedrática de la UNED.