Hay quienes miden el tiempo con el reloj y el calendario. Mucho antes de que se inventaran esos artilugios, desde que la humanidad existe, la luna nos sembró el tiempo en el vientre a las mujeres. “En todas las estaciones y guiadas por la luna… A veces lloran, a veces arrullan, a veces chillan… Siempre llevan” (Cecilia Afonso Esteves). A fuerza de repetirse una y otra vez, nos volvemos una con la luna. Pero no es solo ella la que dicta nuestro tiempo, nuestros tiempos, que no son iguales para todas.
La niñez es más breve para aquellas a quines se la roban. ¡Infinidad de niñas ven su infancia truncada por el deseo de hombres enfermos y la estupidez de sociedades injustas! “Cómo voy a ser ya, niña en tumulto, forma mudable y pura, o simplemente, niña a la ligera, divergente en colores y apta para el adiós a toda hora” (Eunice Odio). Niñez víctima de abuso, niñez violada, niñez impropia, niñez casada, niñez esclavizada, trucada por obligaciones de adulta. Niñez que se fuga a través de la cuchilla de la tía que les mutila el clítoris o del ego de madres que las exhiben en concursos de belleza; niñas maquilladas, sexualizadas, adulteradas.
Muchas aprendemos cuánto duran nueve meses: “Ave que vuela, no: seguro nido. Cauce propicio, cálido camino para el fluir eterno de la especie” (Ángela Figuera), que una vez pasados transforman para siempre nuestra medida, para pautar el tiempo en función del alimento, del sueño, del juego, del desprendimiento.
Así, empiezan a acortarse nuestras marcas: cada tres horas, “huele a mi madre cuando dio su leche, y a mis entrañas cuando yo canto” (Gabriela Mistral), de día y de noche, cada cuatro horas, para dar el néctar sagrado al hijo que salió de las entrañas. Toda madre lleva el tiempo en las venas de sus pechos.
La mayoría de las mujeres del planeta tienen el reloj interno de las horas de comida que preparan diariamente para su familia, varias veces al día. “Las manos de mi madre parecen pájaros en el aire, historias de cocina entre sus alas heridas de hambre” (Peteco Carabajal). Aquellas que no tienen nada, o casi nada, para alimentar a sus hijos llevan otra cuenta: cuántos días han pasado sin comer.
Por su oficio, muchas tienen otras marcas temporales: tras repetir incesantemente sus acciones, las enfermeras y cuidadoras saben muy bien cuándo toca tomar la temperatura, suministrar medicamentos y otros cuidados. “Amanece con pelo largo el día curvo de las mujeres, ¡Qué poco es un solo día, hermanas, qué poco, para que el mundo acumule flores frente a nuestras casas!” (Gioconda Belli).
A aquellas que están a cargo de algún enfermo o adulto mayor de la familia, el tiempo no les pertenece en absoluto… Baño, medicinas, alimentos, baño, medicinas, alimentos, baño, medicinas, alimentos… y se olvidan de ellas mismas. “Así me vivo/ muriendo desde la vida/ cotidianas muertes/ y en ajena presencia de la mía” (Arabella Salaverry).
Para las que laboran fuera de casa, los días equivalen casi a un día y medio. Cierran los ojos varias horas después de su familia y los abren antes. “Quiero una larga estirpe de mujeres valientes, que han escrito poemas después de hacer la cena y han vivido el exilio dentro del dormitorio” (Rosa Berbel). Trabajan en casa destilando amor y trabajan fuera con disciplina; son líderes comunales, activistas ambientales, de derechos humanos, “alma que puede ser una amapola, que puede ser un lirio, una violeta, un peñasco, una selva y una ola” (Alfonsina Storni), hormiguitas incesantes, leonas que luchan por los más vulnerables.
Las que se ven obligadas a entregar a sus hijos para combatir en guerras que ellas no inventaron, las que son carne y sexo para el enemigo, las que ven a sus niños caer alucinados en las redes del crimen, las que, por batallas sin sentido, pierden todo lo que pasaron años construyendo, “asciendo y caigo al fondo de mi alma que reverdece, agónica de luz, imantada de luz. En este ir y venir bate el tiempo las alas, detenido para siempre” (Blanca Varela). Para ellas, el tiempo se paró en el momento cuando perdieron lo más amado.
Las que emigran a otra tierra dejando atrás a sus hijos para ganarse el pan que llenará sus boquitas, “pienso en el umbral donde dejé pasos alegres que ya no llevo, y en el umbral veo una llaga llena de musgo y de silencio” (Gabriela Mistral). Las que dejan su patria, su cultura, sus raíces, ¿cuántos años vivirán en un solo año?, ¿cuántos meses en 30 días?, ¿cuántas horas en cada uno de los días lejos de sus retoños?, ¿y las abuelas que se ven forzadas a ser madres de sus nietos? Madres perennes, madres circulares, viven dos veces la misma vida.
Las que sufren acoso y violencia viven minutos más largos. Diez minutos de gritos y golpes se estiran, se estiran, se estiran hasta parecer el doble o el triple. “Todo cuerpo odia el desgarro, toda ausencia es un primer auxilio. Nadie sabe que es poco hombre hasta que toca a una mujer para romperla” (Oriette D’Angelo). Para una mujer, los minutos que dura una relación sexual forzada son interminables, mientras los de un coito consentido pasan como un suspiro. “Levantad los brazos, hermanas, y hacedlo con toda vuestra fuerza por las que estamos, con furia por las que no están y con esperanza por las que vendrán” (Rosana). Los últimos segundos de conciencia de una mujer acuchillada por su expareja son para pensar en los hijos que deja, para preguntarse quién los cuidará, si la extrañarán, segundos interminables antes de parar de respirar.
Al tiempo que pisamos más fuerte en los espacios públicos, adquirimos independencia económica y nos permitimos ejercer las libertades que nuestras abuelas y madres no tuvieron, los feminicidios aumentan año tras año. “Selláronles sus bocas con pétalos de sangre. Esculpieron sus risas sobre mármoles fríos. Dejaron a sus hijos a solas en el aire, y ya sus ojos ciegos ruedan por los abismos” (Luzmaría Jiménez Faro). En todo el mundo, nos están matando por ser irreverentes, frágiles, autónomas, dependientes, escandalosas, sumisas, respondonas, calladas, sexis…, por ser mujeres nos matan.
Esperamos siglos para vivir solas, para salir solas a la calle, para viajar solas, y seguimos esperando que llegue el tiempo en que podamos vivir, salir y viajar seguras, “hemos salido a las calles sabiendo que somos porque ellas fueron, y que llevamos mil mujeres en las manos acompañándonos y empujando, que ya no callan, que-no-ca-llan y sin callarnos… Sin más silencios. Contra sus Manadas” (Isabel Martín). Pero igual salimos y viajamos, ya no callamos, ahora denunciamos y gritamos: “¡Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía!" (colectivo Lastesis).
Un nuevo 8 de marzo, otra vuelta al sol de un mundo que está en deuda con nosotras, las guardianas de la especie humana, de la naturaleza, del amor, de la paz, de la tradición: “Hubo una vida, una vida que se multiplicó, unas mujeres, dos mujeres, una mujer que partió del silencio y de una noche cíclica y de un centro de caos memorable. He sabido todo desde siempre. Lo juro” (Mía Gallegos).
Penélopes eternas, esperamos siglos para recibir la misma educación que los hombres, para escoger si queremos tener hijos y cuántos, para votar, para ser elegidas —si bien aún hay múltiples barreras para la paridad política y en muchos países todavía ni se plantea esa posibilidad—, y seguimos en espera de que cada una de nosotras, en cualquier trabajo en que se desempeñe, reciba paga justa en igualdad de condiciones. Sin embargo, no esperamos tejiendo y destejiendo: sobre los hombros de las gigantes que nos precedieron, convertimos la espera en conciencia transformadora: “Con los relojes clausurados y los límites abiertos, he despertado hoy a la conciencia” (Xenia Gordienko).
La autora es activista cívica.