Como teatro de dimensiones globales, la humanidad contempla los capítulos finales del drama de las elecciones de Estados Unidos.
Es una obra de alto suspenso. En ese escenario se juega todo. Ahí, se decidirá la siguiente fase de la historia humana. Más allá de su institucionalidad, por primera vez desde la independencia, la capacidad de autodefensa de la democracia representativa está a prueba.
No es poca cosa. Todo un paradigma se estremece frente al avance alternativo de otros sistemas de gobierno. El peligro de la continuidad de Trump causaría un daño irreparable. La atención del mundo a una posible tragedia está plenamente justificada.
La más reciente entrega de esta historia es la publicación del libro Rage. En 18 grabaciones, en palabras del mismo Trump, el periodista que derribó a Nixon presenta su retrato.
Es “el gobierno de Donald, por Donald y para Donald” (Dana Milbank, 10/9/2020). Trump es testigo de cargo contra él mismo. Confesó a Woodward que era consciente del peligro de la pandemia desde el comienzo. “Es algo mortal, respiras el aire y se transmite, más mortal que la gripe”, dice su voz, grabada el 7 de febrero.
¡Claro que lo sabía! El 28 de enero se lo dijo Robert O’Brien, su asesor de seguridad nacional: “Esta será la mayor amenaza a la seguridad nacional durante su presidencia”.
Lo que siguió es una de las más dolorosas tragedias de la historia. Trump decidió minimizar el riesgo e incitar acontecimientos propiciadores de contagio. El 10 de febrero manifestó: “El virus desaparecerá milagrosamente en abril”. Y el 24 de marzo, con el contagio rugiendo, anunció la reapertura del país, tres semanas después.
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Costo en vidas. Ninguna de sus declaraciones era lo que realmente pensaba. En la grabación del 19 de marzo, lo admitió. “Siempre quise restarle importancia”. Con su misma voz confesó una abierta y flagrante mentira. Con 6,4 millones de contagios y más de 192.000 fallecidos, la pandemia ha costado ya más vidas a los Estados Unidos que todas las guerras juntas, en las que ha participado desde 1945.
Esas dañinas políticas sanitarias, fundadas en tan confesadas mentiras, de nefastas pérdidas humanas y materiales, serían más que suficientes para negarle un segundo mandato.
Richard Nixon renunció porque mintió, aunque nadie resultó herido. Bastó con no poder confiar más en su palabra para sacarlo de su cargo. En el caso de Trump eso no es evidente.
A hoy, el Washington Post contabiliza más de 20.000 mentiras de Trump. Eso no ha mermado el 40 % de votantes de su inquebrantable base electoral. Pero, hasta ahora, quien ha dicho que miente es la prensa independiente.
A esa, los fanáticos de Trump no dan crédito. Esta vez es su misma voz la que no puede ser refutada. Él confiesa, de viva voz, que miente. Mucho se presume que esta exposición sí puede salirle cara. No estoy completamente segura.
Azuzando resentimientos y rencores, Trump ha forjado una base de fanatismo ciego en la población blanca de baja escolaridad, que siente que está perdiendo hegemonía.
La propaganda de odio y miedo que Trump atiza resuena en ellos. Es su marca. En esa burbuja se refugian. A diferencia de una cosmovisión coherente, que no tiene, Trump induce demonios de realidades delirantes. En ellas no cala la sensatez.
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Pocos originan tragedias. Que esto sea posible en niveles masivos de población está demostrado, una y otra vez. Ocurrió en Alemania, en su segmento obrero industrial desempleado, donde el Führer capitalizó resentimientos. Era solo un 30 % de la población alemana, pero fue suficiente para la tragedia.
En Estados Unidos ocurre algo parecido. El New York Times (24/8/2020) reporta que el 30 % de los republicanos que perdieron su empleo aseguran estar económicamente mejor que hace un año. ¿Perdón? Es asombroso cómo hasta la propia percepción de vida está subyugada al pensamiento tribal.
Es la distorsión de la realidad como comportamiento de clan y explica el inequívoco apoyo a Trump de un sector impermeable a toda evidencia.
Ese tribalismo tiene bases demográficas y culturales. En un mundo donde el conocimiento decide el perfil del progreso humano y existe una demografía de crecimiento de minorías, el pánico a la pérdida de la hegemonía del hombre blanco tiene asidero, sobre todo en periferias atrasadas y en segmentos cuya baja escolaridad les da escasa movilidad. Es casi la definición sociológica y psicológica de la base de Trump.
Con esa base, incitar al odio y atizar el miedo es su único camino a la reelección. Atrás quedaron las fantasías de grandeza. La edad de oro se esfumó con pandemia y crisis económica.
Trump ya no intenta siquiera transmitir esperanza de tiempos mejores. Se limita a pintar pesadillas, ciudades en llamas y a Joe Biden como títere de extremistas. Para sus fanáticos, ese mensaje de miedo y amargura es suficiente. Ellos lo ven todo injusto. El rencor los domina.
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Salida. Biden encarna exactamente lo opuesto. Reconciliación contra división, empatía frente a resentimiento. Biden extiende brazos, no alza puños. Es algo más de carácter que programático.
Joe Biden se presenta como antípoda de Trump: humildad ante su arrogancia, sensibilidad frente a su crueldad, diversidad frente a la exclusión y, como afirman amigos y rivales, simple decencia.
Eso no está ni a la derecha ni a la izquierda. Representa un retorno a la normalidad equilibrada en contraste con el permanente caos. Entre esos escenarios se decidirán los votantes en noviembre.
Por encima de otras posibilidades, como supresión de votos, intimidación en las urnas, negación de la victoria y caos en el período de transición, hoy por hoy, todo apunta a un reforzamiento de Biden.
Trump no tiene mucho margen de nuevos respaldos. No entre mujeres, minorías y una tercera edad indignada por el peligro al que fue expuesta.
Todo se decidirá probablemente en Michigan, Wisconsin y Pensilvania, donde se perfila mayor participación. El 40 % que respalda a Trump, instigados por el miedo, tendrán que superar ahí las voces de esperanza.
La autora es catedrática de la UNED.