Se equivoca el refrán: a la gallina no la matan así de fácil. Pero si la espantan lo suficiente, se va, como la patita de Cri Cri, meneando la colita, culeca, a poner sus huevos de oro en otros lares.
Las últimas semanas han sido horribles para la pobre gallina, los gallos, los pollitos y hasta para los zorros del corral. El desempleo alcanzó su quinto trimestre por encima del 11 %. Con una lectura del 12,4 %, la tasa de desempleo abierto registró su peor nivel en varias décadas.
El déficit financiero, proyectado por el propio gobierno en un 6,2 %, cerró el año en un 7 % del PIB, el más elevado que ha sufrido el país en las últimas nueve administraciones. Más grave aún, el déficit primario, que debía caer según las proyecciones del Banco Central y el Ministerio de Hacienda, pasó del 2,3 % del PIB en el 2018 al 2,8 % en el 2019. A noviembre del año pasado, de hecho, el déficit primario era un 0,1 % menor que en el 2018, pero, como en todo buen verano josefino, Zapote armó la fiesta en diciembre.
Las malas noticias no se hicieron esperar. La agencia calificadora de riesgo Moody’s vino de aguafiestas y nos rebajó la nota, de B1 con perspectiva negativa a B2 con perspectiva estable. Es decir, sin esperanza de que las cosas mejoren en el futuro cercano. B2, recordemos, es cinco niveles por debajo del grado de inversión.
Estamos ahora en la dilecta compañía de Uganda, Ruanda y Nigeria, lo cual difícilmente mejorará la confianza de consumidores y empresarios, máxime en vista de la perspectiva de que, eventualmente, los políticos tradicionales querrán pasarnos la factura de tanta irresponsabilidad fiscal —su irresponsabilidad— volviendo a subir los impuestos. Aunque, por ahora, lo nieguen.
Revelación hacendaria. Mientras eso sucedía en el frente externo, a nuestro ministro de Hacienda se le ocurrió almorzar en un restaurante de Escazú, donde observó un par de camionetas Maserati y concluyó que quienes manejan esos carros o viven en condominios de un millón de dólares solo pueden ser evasores, narcotraficantes o lavadores.
En vez de ir a su despacho y consultar las declaraciones D151 de los últimos años de la agencia vendedora, con lo cual habría sabido exactamente quiénes han comprado esos y otros vehículos de lujo en el país, antes de mancillar reputaciones con ligerezas espetadas en una entrevista radiofónica, el ministro se fue a la Asamblea Legislativa para, entre otras cosas, pedir el levantamiento del secreto bancario, de manera que Hacienda pueda observar a su antojo los movimientos en las cuentas y tarjetas de crédito de todos los costarricenses.
Con la información de la D151 (declaración anual de resumen de clientes, proveedores y gastos específicos) y la del Registro Público de la Propiedad, el ministro habría constatado que la mayoría de los propietarios de Maseratis y condominios de lujo del país son reconocidos empresarios, muchos de ellos dueños de empresas catalogadas como grandes contribuyentes, que son auditadas por Hacienda de manera permanente, y no delincuentes de baja ralea y oscuros negocios.
No se molestó, el ministro, en averiguar que en Costa Rica el secreto bancario puede ser levantado, como corresponde en una sociedad respetuosa de la privacidad de sus ciudadanos, mediante solicitud justificada de las autoridades a un juzgado y que el juez tiene cinco días hábiles para resolver, lo cual es un procedimiento bastante expedito.
Dicho procedimiento es una mínima garantía para los ciudadanos de que no seremos sometidos a chantajes y vendettas mediante el uso de nuestra propia información, pero también de que las autoridades podrán levantarnos los chingos cuando tengan sospechas bien fundadas de que estamos involucrados en alguna actividad ilícita o hemos evadido nuestras obligaciones con el fisco.
Es, en fin, un buen equilibrio entre el derecho constitucional a la privacidad y las necesidades de seguridad y recaudación del Estado.
Coctel explosivo. Sumemos a lo anterior el intento del INVU para expropiar el 10 % de todo terreno de más de 900 metros cuadrados que fuera a ser segregado, dichosamente suspendido debido al clamor popular; los intentos de larga data por empujarnos la extinción de dominio, lo cual permitiría a las autoridades tomar posesión de los activos de cualquier ciudadano con la sola sospecha —sin juicio que lo demuestre— de que provienen de o fueron utilizados en actividades ilegales; la petición a la Corte Plena de una magistrada, más desubicada que un persa en cuento de chinos, de impulsar legislación que permita intervenir teléfonos para descubrir las fuentes informativas de los periodistas, y tenemos un coctel explosivo.
Por si fuera poco, la semana pasada el gobierno fue a meter sus narices en la discusión de la comisión legislativa encargada de dictaminar un proyecto de ley para permitir la formalización —y operación regulada— de las plataformas de transporte colaborativo, como Uber y Didi, con la ingeniosa ocurrencia setentera de declararlas transporte público con el fin de limitar el número de carros que estarán autorizados para brindar el servicio.
Sobre por qué restringir la oferta es una pésima idea, remito al amable lector a mi artículo “CTP: de hermanita perversa a Frankenstein”, publicado en este diario el 9 de febrero del año pasado.
¿Acaso el MOPT no sabe que la falta de trabajo afecta a unos 309.000 costarricenses y que estas plataformas han permitido que alrededor de 30.000 personas resuelvan su situación de desempleo o complementen sus ingresos?
¿Es posible que los ministros del gobierno no hablen entre sí ni con sus subalternos? ¿Acaso Hacienda no entiende que el capital nacional es clave en cualquier esfuerzo de reactivación y, dado que los sectores más dinámicos de la economía disfrutan de exoneraciones, también el capital nacional es el que más aporta a la recaudación?
Contra la gente. Desde el sector privado, y desde la llanura ciudadana, se percibe un embate de los poderes de la República contra el derecho a la privacidad, la libertad de expresión, los esfuerzos honestos por ganarse la vida, hacer empresa, crear riqueza y generar empleo, así como contra la propiedad privada y, en general, contra las libertades individuales.
Esta no es la Costa Rica a la que aspiramos la enorme mayoría de los costarricenses. Esta no es la Costa Rica que buscaba y sabía encontrar sanos equilibrios entre las aspiraciones de sus ciudadanos y los sacrificios que nos exige el pacto social que nos une. Esta no es la Costa Rica armoniosa donde sus gobernantes entendían que del éxito del sector privado dependían el empleo para el mayor número de ciudadanos y la recaudación, y, por ende, la calidad, cantidad y sostenibilidad de los servicios públicos.
Vivimos en una Costa Rica donde sus gobernantes promueven el resentimiento y la división en vez de la cohesión social, y obstaculizan la actividad económica en lugar de facilitarla. Vivimos en una Costa Rica que no genera confianza. Y sin confianza no hay inversión, no hay reactivación y no hay crecimiento económico. Sin confianza no hay paraíso.
Si seguimos por este rumbo, la gallinita se llevará sus huevos de oro a otras latitudes. Sin empresarios, supongo, tampoco habrá evasión. Y todos felices y contentos, buscando comida en los basureros.
El autor es economista.