“Antes que con la cédula, la ciudadanía se ejerce con información”, afirmó Gustavo Román Jacobo, asesor político del TSE, en una entrevista que le hicimos recientemente Kevin Casas y yo para Micrófono compartido, de la plataforma de pódcasts DVERGENTE.
Esa afirmación pone en perspectiva la relevancia de la participación electoral frente a la del debate público que nutre y moviliza esa participación. En otras palabras: es deseable mantener altos niveles de involucramiento electoral, pero más deseable aún es tener electores informados y reflexivos, que no vayan a votar como borregos guiados por maquinarias electorales partidistas, sino que participen con criterio y de forma permanente en el debate público en torno a los problemas y las oportunidades del país.
La participación permanente va mucho más allá de reaccionar a cada noticia —cierta o falsa— con una opinión espontánea y visceral, de ser un nodo más de la red alimentadora del flujo de información en infinidad de direcciones; debemos ser conscientes de la responsabilidad que conlleva ser gatekeepers, esa potestad de transmitir o mediar todo tipo de información. En la punta de nuestros dedos tenemos el potencial de contribuir o de atentar contra la convivencia democrática.
Quien logre el control de nuestra mente es quien tiene el poder, dijo Manuel Castells en su obra fundamental Comunicación y poder. La capacidad de construir en las mentes humanas determinado significado que moviliza a las personas a favorecer ciertos valores, intereses y sistemas de dominación, ha superado ampliamente la capacidad de control mediante la coacción. Internet, la inteligencia artificial y el incesante progreso tecnológico ofrecen un arsenal infinito en la batalla por el poder político, ideológico, religioso, económico, cultural y de toda naturaleza.
Aún no terminamos de comprender los efectos de que un mensaje tenga alcance global, nacional, y diversos tamaños de comunidades, hasta las microcomunidades de las cuales somos parte en decenas de grupos y chats. Lo que está claro es que la capacidad de ejercer poder mediante la comunicación masiva ha llegado a niveles de segmentación de filigrana e incide decisivamente en la forma como se construyen y deconstruyen las relaciones de poder en todas las áreas de la vida social. Esto desafía continuamente la democracia, que ya está en situación delicada. Múltiples estudios muestran que la mayoría de los ciudadanos del mundo desdeña a los políticos y a los partidos, y desconfía de sus gobiernos y parlamentos; más aún, la mayoría siente que su gobierno no lo representa.
Trivialización. Dentro de la carrera por sobrevivir, y a sabiendas de que lo que escandaliza atrae más audiencia, muchos medios de comunicación se han decantado por una cobertura predominantemente negativa, que crea un círculo vicioso: mayor cantidad de noticias políticas negativas acrecienta la percepción de ineficacia, agrava la apatía de los ciudadanos, mina la confianza en el sistema político, lo que dificulta la ejecución de políticas públicas, especialmente, si son dolorosas, como la fiscal. A esto se suma que cuando el escándalo es la norma, se trivializa y “pierde el potencial reformador y transformador”.
Advierte Castells que la autocomunicación de masas potencia las prácticas políticas insurgentes, justificadas o no, con fines claros o difusos, como las ocurridas en las recientes semanas. No por casualidad, se han banalizado términos que antes se usaban con suma cautela: gobierno usurpador, golpe de Estado contra “la dictadura” del presidente tal, sacar al presidente, ratas, basura de gobierno, salvar al país, etc. Como la imagen es mucho más poderosa que las palabras, han estallado los videos y memes con contenidos que incluso podrían acarrear responsabilidad penal. Sin escatimar en la distorsión de verdades fácticas, se ataca al gobierno de turno con fines de desestabilización e incluso sediciosos, poniendo en riesgo la institucionalidad democrática.
La desinformación campea en las redes y en las plataformas entre pares, como WhatsApp. Esta última plantea un reto mayor, pues no hay mediación en la transmisión de los mensajes. En varios países, se han dado linchamientos basados en informaciones falsas que circularon vía WhatsApp, lo que forzó a la plataforma a reducir a cinco contactos los mensajes que se pueden reenviar. Pero eso no ha frenado la ola de información falsa o distorsionada que circula en los 29 millones de mensajes que se envían por minuto entre 1.500 millones de usuarios en el mundo.
Samuel Popkin dice que somos “avaros cognitivos”: buscamos información que confirme nuestras creencias y costumbres. Eso, sumado a la ilusión de confianza que nos da tener al emisor en nuestra lista de contactos del celular, juega a favor de la desinformación. ¿Cuántas de las múltiples conversaciones que mantenemos al tiempo en las diversas plataformas refuerzan lo que ya creemos?
Utilización. Es fácil sentirnos pesimistas ante ese escenario. El optimismo sentido tras la fallida Primavera Árabe y campañas políticas esperanzadoras, como la de Obama, quedó atrás ante la intromisión ilegítima en procesos electorales, la multiplicación de fake news y el peligro aún mayor que representan los deep fakes, los algoritmos que introducen sesgos, el sicariato mediático y la venta de información personal de los usuarios de redes con fines comerciales, políticos, etc. El margen de control gubernamental es muy limitado y quizás no sea deseable. Tan odioso es que las corporaciones utilicen arbitrariamente nuestros datos como que los gobiernos de China, Rusia o Cuba limiten el acceso de su pueblo a Internet o a determinados contenidos.
Lo que sí debe hacer el Estado es mantener al pueblo constante y debidamente informado de las políticas públicas que se emiten, así como contrarrestar la desinformación con información oportuna (en lo cual han fallado este y el pasado gobierno). Asimismo, preservar la democracia, fomentar el civismo y la convivencia respetuosa es responsabilidad de todos nosotros y de las organizaciones de las que formamos parte. ¿Cómo podemos hacerlo de forma eficaz?
Una reciente investigación realizada por Ashley Aspillane y Sofía Gross, publicada por el Centro Ash para la Gobernanza Democrática y la Innovación, de Harvard, analizó el impacto positivo de programas de compromiso cívico ejecutados por empresas privadas en Estados Unidos para promover mayor participación en las elecciones de medio período del 2018. A lo largo de un siglo, el porcentaje de votación para elecciones presidenciales estadounidenses no ha alcanzado el 70 % y en su mayoría ni siquiera el 60 %. Las de medio período apenas han llegado, en promedio, al 42 % de votación; sin embargo, en las del 2018 se alcanzó un máximo inédito del 50 % de participación electoral. Si bien son diversas las causas que convergieron para esa votación inusualmente alta, es muy factible que los esfuerzos de más de 400 compañías privadas para motivar a sus empleados y a sus clientes a participar incidiera en el aumento de votantes.
Cambio empresarial. El estudio de Aspillane y Gross se centró en ocho empresas (Blue Cross and Blue Shield de Minnesota, Endeavor, Gap Inc., Patagonia, Snap Inc., Spotify, Target y Twitter ) cuyos directores creen que el esfuerzo favorece tanto la democracia como el entorno de negocios. Las estrategias fueron variadas, desde foros en las empresas hasta campañas masivas de información y de motivación a votar. Aunque las iniciativas no tenían fines comerciales, aparte del aumento en la participación electoral y el empoderamiento cívico de los consumidores, las empresas reportaron crecimiento de la satisfacción de sus empleados y mayor posicionamiento de sus marcas.
Inspirados en ese ejemplo, y conscientes de la crispación social que ha generado la desinformación y la insuficiente educación cívica en Costa Rica, ¿no es buen momento para que las empresas costarricenses se replanteen la forma como invierten sus recursos de responsabilidad social e impacto colectivo y los dirijan a combatir la desinformación, mejorar la formación cívica de sus clientes y a fortalecer la democracia?
La autora es activista cívica.