En el principio, familias y tribus vivían de la caza y la pesca, así como de la recolección de alimentos en bosques y praderas. Cuando agotaban la oferta de un sitio, se trasladaban a otro y eso daba a la naturaleza oportunidad de reponerse.
La tierra era propiedad común o, más bien, de nadie. Más adelante, la humanidad inventó la agricultura y domesticó algunos animales, lo cual la llevó a anidarse, a formar caseríos y pueblos, y así surgieron propietarios y trabajadores.
En el interior de las familias, se producía prácticamente todo lo necesario para la subsistencia, y si había algún intercambio, era de sobros. En la Baja Edad Media, se constituyeron guildas para producir y comerciar lo requerido por sus miembros. El tráfico seguía siendo pequeño, de sobrantes.
Pero la necesidad de especializarse en la producción de aquello en que se tuviera ventaja comparativa, promovió el comercio. No era necesario producir todo en la familia, sino solo algunas cosas que permitieran conseguir los recursos financieros para comprar lo que era más barato hallar fuera.
Esa división del trabajo dio origen a empresas que satisfacían a cabalidad una gran necesidad social y aceleró el crecimiento económico.
Capitalismo. Carlos Marx, el mayor crítico del capitalismo, es quien mejor y más poéticamente lo ha alabado. En el Manifiesto comunista (1848), escribió: “La burguesía, con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la adaptación para el cultivo de continentes enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?”.
Hacia 1950, las verdulerías de pueblo tenían, en un solo sitio, cómodamente dispuestos para sus clientes, productos provenientes de muchos lugares del país. También las tiendas y pulperías, donde vendían cosas traídas del extranjero. Todos ganaban.
“Pulpería Las Brisas. Juan Montero e hijos”, decía un rótulo. El pulpero era un empresario, especializado en conocer personalmente a su clientela y en asumir riesgos de todo tipo —en particular financieros— para servirle.
El pulpero honraba sus compromisos, pues respondía por su conducta porque no había separación alguna entre la empresa y él.
Sociedades anónimas. Pero desde tiempo atrás, había comenzado a tomar fuerza una interesante forma de organización económica: la sociedad anónima, figura legal que limita la responsabilidad de los dueños al capital aportado y no más allá. Si la empresa entra en problemas, el dueño, a lo sumo, perderá su aporte de capital.
Los negocios de las sociedades anónimas crecieron y dieron origen a otro fenómeno: aparecieron los administradores profesionales.
Los administradores profesionales, gerentes, ingenieros, etc., tuvieron enorme poder de decisión en los negocios sin ser sus propietarios. Se separó la propiedad de la administración. En teoría, los administradores velan por el interés de los dueños, pero fue necesario adoptar adecuados esquemas de “gobierno corporativo” para que, en efecto, sirvieran al interés de los accionistas y no al suyo propio.
Una empresa es lo que es en función de las oportunidades y limitaciones presentes en el entorno. Conforme aparecieron más y más actores, algunos procesos (por ej., entrega de mercaderías, mantenimiento y seguridad de instalaciones, registros contables) se contrataron con otras empresas o personas físicas que los producían más barato fuera (outsourcing).
En la actualidad, las cadenas de valor son grandísimas. Un enorme cantidad de productos y servicios comerciados en un país tienen componentes de muchos otros. Piezas producidas por Intel en Costa Rica forman parte de aparatos fabricados en China o Singapur.
Friedman y la modernidad. “La única función social del empresario”, sostuvo a principios de la década de los sesenta Milton Friedman, de la Universidad de Chicago, “es utilizar los recursos puestos a su disposición de modo que produzcan los máximos beneficios, actuando siempre conforme a las reglas de juego y no incurriendo en fraude ni en engaños”.
Buy cheap, sell dear (compre barato, venda caro) fue la regla que debía seguirse, pues al proceder de esa manera se hace pleno uso de las cosas abundantes y se dedican a fines apetecidos por los compañeros de creación. Nada malo tiene comprar papas a un precio bajo en Cartago o cebollas en Salitral y venderlas después a un precio superior en Liberia o Puntarenas.
Sin embargo, hace una semana, unos 180 presidentes de las más prestigiosas empresas del mundo —entre ellas Apple, Amazon, Walmart y JPMorgan Chase & Co.— suscribieron un documento titulado “Enunciado del objetivo de una corporación”, en el cual indican que si bien las empresas deben buscar utilidades para sus dueños (shareholders), que aportan los recursos para invertir, crecer e innovar, deben tener en cuenta “lo que conviene a otros interesados (stakeholders)”, entre los que citan a sus clientes, empleados, proveedores y a las comunidades donde operan, entre otros.
Ante ello, Friedman, fallecido en el 2006, habría corrido a repetir las razones por las cuales no solo consideró innecesario llenar de otros objetivos las empresas, sino también lo improcedente de hacerlo.
A su juicio, las empresas son solo instrumentos de sus dueños; no tienen “responsabilidades sociales”, pues quienes las tienen son aquellos.
Por su parte, los administradores no deberían desviarse del objetivo de producir utilidades máximas por cuanto no tienen forma de conocer cuáles son los objetivos sociales. Además, si debieran promover objetivos de interés general, se convertirían en servidores públicos; no podrían ser nombrados como lo son, sino ser elegidos por la ciudadanía, como los munícipes.
Y, para complicar más las cosas, ¿debe un empresario responder por las actuaciones de todos los participantes en la cadena de valor del bien o servicio final que vende, aunque no sepa quiénes son y dónde están?
En su búsqueda del máximo beneficio, las empresas dan empleo, pagan salarios, crean incesantemente nuevos productos y servicios que llenan necesidades de sus clientes —de otra forma no podrían venderlos—, pagan impuestos a los que el Estado da el uso que la sociedad decida.
No se debe esperar más de ellas, dijo Friedman. Lo único que procede es asegurarse de que operen en competencia, no como monopolios porque podrían tomar ventaja de sus clientes.
Entra en escena la empresa estatal. El razonamiento anterior se ha concentrado en las empresas privadas, en particular, en las sociedades anónimas. Pero en el mundo también hay empresas de propiedad estatal (Recope, ICE, bancos ) que se rigen por otras reglas porque solo pueden hacer lo que sus leyes constitutivas les manden.
No pueden, sin violar la ley, gastar los recursos puestos a su disposición en bailongos, fiestas con carne de primera y toro mecánico, ni nada parecido. Y, sobre todo, debe tenerse gran cuidado de que un grupo especial de interesados, sus propios empleados, no le den vuelta al rótulo y antepongan sus intereses a los de la sociedad que están llamados a tutelar.
El autor es economista.