Muchos ciudadanos recibimos con pesar y preocupación la renuncia de la ministra de Hacienda, Rocío Aguilar.
No tengo la dicha de ser su amigo. La diferencia de edades y rutas en nuestras vidas no lo propiciaron. Sí tuve la suerte de ser testigo de su justificado y acelerado ascenso como joven ejecutiva estrella en los primeros años de Banex. Desde entonces, me ha impresionado su brillante carrera.
Ya en los años noventa, se conocía que, para acelerar nuestro progreso, era indispensable un Estado más eficiente, cambios estructurales y una mejor distribución del gasto público.
Para enfrentar esas claras circunstancias, entre 1990 y 1998, fue aprobada legislación para derogar exoneraciones, los sistemas de pensiones de Hacienda y de diputados se eliminaron y se transformó el sistema de pensiones del magisterio. Pero los problemas persistieron.
Posteriormente, entre 1998 y el 2002, se emitió la Ley de Protección al Trabajador, se generaron recursos para financiar el mantenimiento vial, se aumentó en 10 puntos porcentuales la participación del presupuesto de los sectores prioritarios en los gastos totales sin excluir de ellos el servicio de la deuda y se promulgó legislación para mejorar la recaudación de los tributos, lo cual se cumplió. También se recurrió a concesión de obra pública para financiar la construcción de infraestructura.
Reforma frustrada. Pero no logré la aprobación de otras dos reformas estructurales y hacendarias con las cuales pretendía hacer posibles los objetivos sin recurrir al incremento de impuestos: la apertura de los monopolios de telecomunicaciones, seguros y electricidad, y la venta y cambio por otros activos del BCR, Bicsa, Fanal y el INS sin monopolio.
Como esas circunstancias impedían el financiamiento del Estado y acelerar nuestro desarrollo económico y social, convoqué a los exministros de Hacienda y prepararon un plan para la reforma tributaria, el cual presentamos en el 2002: generalizar el impuesto sobre la renta a todas sus fuentes y transformar el impuesto sobre las ventas en el IVA.
A pesar de los esfuerzos de la administración Pacheco para contar con esa legislación, no se pudo. Una fuerte contracción del gasto en infraestructura y control del aumento del gasto corriente, unido al crecimiento en la economía y la recaudación fiscal, lograron resolver el desequilibrio fiscal. La deuda continuó disminuyendo respecto al PIB y obtuvimos un superávit financiero en el 2007.
Después, vino la gran recesión. El Plan Escudo estimuló debidamente la economía, pero usó medios erróneos, pues creció el gasto corriente, principalmente sueldos y el empleo, en vez de incrementar gastos de capital no recurrentes.
Los gobiernos no consiguieron la aprobación de la reforma tributaria. La administración Chinchilla trató, mas tampoco pudo. Por eso, al inicio del actual gobierno, el país había incurrido durante 10 años no solo en un insostenible déficit financiero, sino también en déficit primario, lo que no había ocurrido en muchos años.
Con lo último, incumplían reiteradamente la Ley de Administración Financiera y Presupuestos Públicos, pues financiaban gasto corriente con endeudamiento.
Administración Alvarado. En lo político, gobernar iba a ser muy difícil para la nueva administración: el multipartidismo y la fragmentación interna de las agrupaciones políticas dificultaban la toma de decisiones, y el gobierno llegó al poder con una muy pequeña fracción parlamentaria.
En lo económico, desde finales del 2015, la producción venía desacelerándose. En esas complicadas circunstancias, Rocío Aguilar asumió la más pesada de las cargas ministeriales. La tarea por delante era de pronósticos reservados.
Veintidós días después de llegar al puesto, fue a la Asamblea Legislativa a dar la cara, ya con un plan bien estructurado. Presentó 11 medidas —algunas ya puestas en práctica— para reducir los pluses, disminuir el crecimiento del gasto corriente y congelar el número de plazas. Señaló la urgente necesidad de incrementar los ingresos y establecer una regla fiscal para controlar las erogaciones futuras.
Poco después, apareció el “hueco fiscal”: el gobierno anterior no incluyó en el presupuesto las autorizaciones necesarias para atender el servicio de la deuda pública, que además se había incrementado en el 2017 con obligaciones a muy corto plazo. En los primeros meses del 2018, la administración que terminaba había servido la deuda sin respaldo del plan de gastos nacionales y sin presentar las reformas presupuestarias requeridas.
La ministra Aguilar no se enteró de esa circunstancia hasta que llegó el momento de efectuar los pagos, que no contaban con autorización presupuestaria. No había tiempo para obtener una modificación.
¿Qué hacer? ¿Defender la posición personal impidiendo los pagos y entrar en suspensión y agravar la precariedad fiscal? Actuar así habría desencadenado una profunda crisis financiera con costos sociales dramáticos. ¿Cuánto tiempo habría tomado revertir la situación?
Aguilar asumió su responsabilidad como jerarca de las finanzas públicas: cumplir los deberes de su cargo en defensa de la Hacienda pública y mantener al día el servicio de la deuda.
Tomó un riesgo político del cual salió muy bien librada, y con honores. Se logró, después de muchos años, la aprobación de medidas de control de gastos y de incremento de los ingresos. Consiguió evitar seguir contrayendo la deuda pública con plazos peligrosos e “intereses obscenos”, obtuvo aprobación para colocar los eurobonos, negoció créditos de apoyo fiscal con instituciones multilaterales, presentó un presupuesto para el 2020 cumpliendo por primera vez la regla fiscal.
Retiro con gloria. La ministra se retira victoriosa. Los resultados del último mes de su gestión son irrefutables.
En setiembre, el país obtuvo un superávit primario mensual, por primera vez desde el 2016. El dato que mejor resume tales resultados es la disminución del déficit primario acumulado a setiembre de 0,5 puntos porcentuales del PIB. Pasó de un 1,9 % del PIB en el 2018 a un 1,4 % en el 2019. Este resultado se produce tanto por aumento de los ingresos como por la reducción de los gastos respecto al PIB. Y es un homenaje de la realidad para la ministra.
Considero jurídicamente cuestionable la resolución de la Contraloría. Ya lo discutirán buenos constitucionalistas y administrativistas. Pero no me cabe duda de que doña Rocío actuó correctamente. Como Antígona, entre la letra de la ley y la obligación de la justicia del derecho natural, escogió el bien común. Un buen orden jurídico debe jerarquizar sus normas para que el bien común sea defendido ante graves peligros, sin por ello abrir la puerta a la arbitrariedad.
Gracias, señora ministra.
El autor es expresidente de la República.