La lluvia torrencial confunde los verdes, rojos y ocres de la finca, sus árboles y matas de banano, cas, naranja, guayaba, mango, granadilla, aguacate y café. A lo lejos, el galerón acondicionado para refugiados de la guerra en Centroamérica resiste el vendaval. Los perros buscan calentarse echados en el zaguán de la rústica casa campesina de finales del siglo XIX. Adentro, montones de libros y artesanías latinoamericanas parecen sostener el techo más que las paredes de bareque. Suena bucólico, pero es mi recuerdo de muchas tardes en esa sala, que huele a tierra mojada y a café recién chorreado, con don Juan. Cierro los ojos y ahí está, con sus anécdotas o documentadas explicaciones, soltándome sus estruendosas carcajadas acompañadas de boronas de galleta que vuelan por los aires. A veces estoy con Karla, o Andrés, o Hugo, o solo; puede que él esté con su hija Rebeca, pero quien siempre está, sumando al cuadro una mirada dulcísima e inteligente, es doña Doris, su esposa.
Cerca de la medianoche del pasado 16 de octubre, tras cerciorarse de que su voto contra Trump había sido enviado correctamente, falleció este teólogo y pastor evangélico que cariñosamente me hizo su «nieto adoptivo» y marcó mi juventud de formas que incluso ahora, después de años de distancia y disidencias de mi parte, descubro. Al reconocer eso y a celebrar su vida y trabajo en América Latina, la honda huella que deja en miles de personas de diversas generaciones y confesiones, quiero dedicar este último artículo del año.
Nació en New Jersey, Estados Unidos, en 1928, en una familia de origen holandesa. Entre 1946 y 1954 hizo sus estudios de grado y posgrado en historia, literatura bíblica y teología en la Universidad de Columbia y en dos centros de referencia del protestantismo estadounidense: Wheaton College y Fuller Theological Seminary. En el primero de ellos conoció a doña Doris, profesora de griego bíblico, con quien, tras casarse en ese último año, llegó a una Costa Rica que empezaba a ser gobernada por don Pepe. Tras una inmersión en el idioma, la Latin American Mission (que los había traído y que creó el Colegio Monterrey, la radioemisora Faro del Caribe, el campamento y hogar de niños Roblealto, la Clínica Bíblica, la editorial Caribe y la Universidad Bíblica Latinoamericana) los envió como pastores a Santa Cruz, Guanacaste, a cargo de siete congregaciones entre las que don Juan se desplazaba en moto o a caballo. Aquí nacieron sus tres hijos. Uno de ellos, por cierto, se casó con una hija de mi querida profesora del Nuevo Testamento, Irene Foulkes y de su esposo Ricardo (teólogo y pianista de The Juilliard School, la institución de educación superior con la tasa de admisión más baja de EE. UU.). Casualmente, Irene y Ricardo se conocieron en la boda de los Stam, de quienes, por separado, eran amigos de universidad.
Ya en Wheaton, por «eutanasia teológica», había muerto el Stam fundamentalista, pero en las congregaciones de Santa Cruz, llenas de refugiados que huían de Somoza, murió en él también el republicano que creía que Eisenhower era un honorable presbiteriano. En ambos casos, decía don Juan, pesaba la integridad intelectual que obliga a reconocer los hechos, consustancial al amor a la verdad, que es también amor a Dios. Entre 1961 y 1963 y entre 1970 y 1971, completó su formación con un doctorado y estudios posdoctorales en la Universidad de Basilea y en la de Tubinga, bajo la tutela de los más grandes teólogos protestantes y católicos del siglo XX: Moltmann, Cullmann, Barth y Küng.
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Un erudito. Por invitación del Padre Núñez, fue fundador y catedrático de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la UNA, de 1974 a 1994, con periodos de docencia, aparte de en otros centros del país, en EE. UU., Argentina, la India, Holanda, México y otros ocho países. No era un intelectual, era un erudito con una asombrosa capacidad de comunicación, la habilidad y actitud para escuchar y para darse a entender con los más variados públicos. Dialogaba tanto con un recolector de basura en las marchas del 1.° de mayo, como con Juan Diego Moya en una mesa redonda. Su análisis del discurso guerrerista de Bush podía aparecer en el boletín dominical de una iglesita urbano marginal o en, ni más ni menos, que The Nation. Con sus explicaciones sobre el Apocalipsis cautivaba igual a un campesino en Cochabamba que a Fidel Castro, como ocurrió en 2002.
Precisamente, al Apocalipsis, libro radicalmente antiimperialista y uno de los únicos dos del Nuevo Testamento cuya teología no es paulina, dedicó don Juan la mayor de sus obras bibliográficas: su introducción y comentario al Apocalipsis. Cuatro tomos, 1.610 páginas, de exégesis gramático-histórica, fruto de 60 años de riguroso estudio, publicados entre 1999 y 2014. Un hito en la historia de la investigación sobre el último libro de la Biblia. Aunque siguió escribiendo y dando charlas, creo que don Juan supo entonces que su trabajo había terminado.
Desacuerdos. A mediados de la primera década del siglo, tuve mi primer desacuerdo fuerte con él. El primero de dos. Muy amargos, pero, vistos en perspectiva, claramente generados por una especie de adolescencia intelectual en la que, además de necesitar «emancipármele», mi Sitz im Leben había cambiado, y cambiada mi circunstancia, cambiaba yo. Nos distanció mi mayor liberalismo político y teológico, lo primero en relación con nuestra antagónica valoración del régimen cubano, y lo segundo respecto de nuestra distinta estimación de la relevancia de las escrituras a la hora de considerar las distintas manifestaciones comportamentales de la sexualidad humana. Todavía me asombra y conmueve que a pesar de esos enfrentamientos (y de que sé que defraudé su sueño para mi futuro, que me compartió en mayo de 2005), siempre me hizo sentir querido y respetado.
De sus enseñanzas atesoro la recurrente sobre la ética del discurso teológico. Don Juan insistía en la crucial diferencia entre fe y credulidad. La fe se examina. Una fe que no se cuestiona, que no duda, es una fe muerta, temerosa, defensiva y potencialmente agresiva. «Examinarlo todo, retener lo bueno», la máxima de Pablo era también la suya. Recordaba que, como dice el salmo «Dios ama la verdad en lo íntimo» y subrayaba la mayor carga conceptual del Emeth hebreo sobre el Alétheia griego: más allá de coherencia proposicional, implica autenticidad existencial. El colmo de la traición a este compromiso cristiano con la verdad, lo acusaba en el fundamentalismo evangélico. No solo por creer que la «verdad absoluta» está al alcance de los seres humanos y es la suya (ignorando que Pablo advierte que «ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo», que ahora conocemos «de manera imperfecta»), sino, además, porque en idolátrica veneración de ese constructo ideológico que es su sistema de creencias, están dispuestos a irrespetar y descuidar las verdades empíricas y la veracidad en el debate.
En pro de la verdad. Uno de muchos episodios lo ilustra: En 1975 la revista Christianity Today (la más importante en su tipo, fundada por Billy Graham) publicó un artículo que atribuía (de forma verificablemente falsa) opiniones al teólogo protestante de la liberación Rubem Alves. Don Juan le escribió al director señalándole la falsedad y explicándole las graves consecuencias que esta podría acarrearle a Alves a manos del gobierno militar en Brasil. El director defendió el artículo, ridiculizó a Alves y se negó a publicar la nota de don Juan. Cuando este insistió con otra carta que ya hacía imposible no reconocer los infundios del texto publicado, el director contestó que había una diferencia entre decir «algo falso con malicia deliberada» y «estar honestamente equivocado». Añadía que dudaba mucho que el autor del artículo «escribiera algo que tuviera malicia», por lo que si don Juan «creía» que el fulano «carecía de integridad», debía «comunicarse directamente con él. Si usted tiene algo contra su hermano, debe resolverlo al nivel personal». Nunca rectificaron ni publicaron la carta de don Juan.
El compromiso incondicional con la verdad, para don Juan, exigía escuchar atentamente a aquellos con quienes se discrepa con el ánimo de comprender lo que de cierto haya en sus argumentos, ser intransigente con las imposturas de los correligionarios y con los puntos débiles de nuestras propias ideas, reconocer sin demora las afirmaciones erradas que uno haya hecho, ser dolorosamente honesto consigo mismo y dejar caer cualquier tradicionalismo o autoridad que, para sostenerse en pie, requiera el disimulo de la verdad. Hasta ahora que escribo este artículo trazo el vínculo entre todo ello y mi entusiasta dedicación al tema de la posverdad. ¡Gracias querido abuelo!
«Solo un ateo puede ser un buen cristiano», escribió Ernst Bloch, que insistía en la corriente desteocratizadora que atravesaba toda la Biblia. Era uno de los filósofos favoritos de don Juan. Recordando su vida (su militancia en defensa de los derechos humanos, inescindible de su labor docente en contextos tan peligrosos como la Nicaragua bajo el fuego de la Contra; Guatemala y El Salvador bajo sus regímenes de seguridad nacional, o Argentina en plena dictadura militar) y dándole la vuelta a la frase de Bloch, pienso que quizá solo un cristiano puede ser radicalmente revolucionario. Don Juan creía firmemente ser parte de una revolución que alumbrará un nuevo día de justicia, paz y reconciliación para la humanidad y la creación toda. Más aún, estaba confiado en que sobre la Historia, con mayúscula, se abría un horizonte de esperanza por la gracia de un Dios que había aceptado compartir nuestro dolor para hacernos partícipes de su gloria. De esa convicción nacía tanto su compromiso inquebrantable con la justicia como su desbordante y contagiosa alegría. Por eso, aunque lo quise mucho, sobre todo, me cuesta pensar en alguien a quien envidiara más.
El autor es abogado.