Hizo muy bien Joe Biden en elegir a Kamala Harris como su vicepresidenta. Puede tomar las riendas de Estados Unidos si Biden muere o se incapacita estando a la cabeza de la Casa Blanca.
Al fin y al cabo, si gana las elecciones de noviembre, comenzaría su mandato con 78 años. Sería el presidente más viejo en llegar a gobernar el país. Solo es tres años y medio mayor que Donald Trump, pero el presidente tiene un aspecto más juvenil, producto, tal vez, del bronceado.
Kamala Harris es, como Biden, una demócrata centrista. Los dos grandes partidos estadounidenses son coaliciones ideológicas.
En el partido demócrata ser de “centro” quiere decir ser un conservador en materia fiscal, como lo eran Bill Clinton y Al Gore, aunque Biden-Kamala tendrían que negociar con los sectores del partido que se hacen llamar “progresistas”.
Estos creen en extender el Medicare a toda la población y en pagar total o parcialmente la cuenta de los estudios universitarios, bajo el argumento de que no se trata de un “gasto”, sino de una “inversión” en el futuro de la nación. Más o menos como ocurre en Europa.
Los cinco grandes. Naturalmente, tanto los demócratas de centro como los progresistas tienden a estar de acuerdo en estos cinco grandes temas:
1. La necesidad de que las iglesias no influyan en los asuntos públicos (aunque el 90 % de los norteamericanos creen en Dios y el 56 % supone que la descripción de la Biblia se ajusta a la verdad).
2. Los derechos reproductivos en manos de la mujer (una expresión que autoriza el aborto).
3. El control de las armas de fuego y el alcance real de la Segunda Enmienda.
4. Las bondades de la migración regulada.
5. Las ventajas del comercio internacional.
En Estados Unidos jamás he escuchado a nadie con peso político real defender las supersticiones marxistas y, mucho menos, proponer una dictadura para solucionar los problemas que inevitablemente existen.
La fortaleza de la democracia estadounidense radica en que ni republicanos ni demócratas, donde se inscribe el 95 % de los electores, tienen como objetivo destruir el sistema que les ha permitido convertirse en la gran potencia que ha sido a lo largo de los siglos XX y XXI. Tal vez esa es la gran diferencia política con Europa. En Estados Unidos no hay Podemos.
Diferenciación. Eso no quiere decir que no haya personas insensibles al dolor ajeno, pero jamás han sido grupos decisivos en la sociedad norteamericana.
Vistosos y estridentes sí, como los dirigentes de Black Lives Matters, capaces de saludar con admiración a Fidel Castro, pero mucho menos que las Panteras Negras de los años sesenta. O como los émulos de Adolfo Hitler, empeñados en una visión racista o supremacista blanca, vinculados al KKK, o sus adversarios del Antifa, tan parecidos a sus enemigos a fuerza de oponérseles.
Por supuesto, republicanos y demócratas evolucionan en la medida en que se producen importantes cambios demográficos o de perspectiva generacional.
Los republicanos fueron el partido de Lincoln, el de la emancipación de los negros. Los demócratas, en cambio, fueron el partido del KKK y de la segregación racial. Sin embargo, los negros están hoy más cerca de los demócratas. Hasta mediados del siglo pasado la mayor parte de los universitarios blancos eran republicanos. Hoy son demócratas.
De alguna manera, el Partido Demócrata se parece más a la sociedad multicultural del siglo XXI que el republicano. Kamala es la mejor prueba de ese multiculturalismo: hija de una india y de un jamaiquino muy cultos, y está felizmente casada con un abogado judío, lo que no deja espacio para la sospecha de antisemitismo. Israel, que ya sabía de la lealtad de Biden, puede también contar con la de su vicepresidenta.
Motivos de elección. ¿Por qué Joe Biden eligió a Kamala Harris? Seguramente porque es muy inteligente y tiene experiencia en campañas políticas, pero también porque es una mujer “de color” que ha elegido ser “afroamericana”.
Un poco como Barack Obama escogió ser un negro americano, pese a tratarse de un hawaiano (un archipiélago absolutamente mezclado que no conoció la esclavitud, pero sí la expansión colonial de Estados Unidos), hijo de un economista negro de Kenia y de una antropóloga blanca, cuyos abuelos blancos lo criaron, presuntamente, como un muchacho de clase media.
La capacidad estadounidense para generar y absorber los cambios es pasmosa. Eso incluye la concepción de lo que antes se llamaba el “discurso”.
Una parte sustancial de la sociedad no logra emocionarse con las historias de Washington, Jefferson y los Padres Fundadores.
Para los negros, eran unos esclavistas desalmados. Para los méxicoamericanos, fueron los imperialistas que les arrancaron la mitad del territorio.
Ese relato “blanco” fue sustituido por otro mucho más aceptable para los afroamericanos y para el aluvión de migrantes de todas las razas y los credos religiosos: el patriotismo constitucional. No hay otro vínculo más significativo que la subordinación a la Constitución del país.
A Estados Unidos se le quiere por haber sido un formidable refugio de migrantes de diversos orígenes que llegaron en busca de libertad y prosperidad.
Es una “patria-resumen-de-las-virtudes-europeas”, incluida la lucha por los derechos humanos. Se le admira por su fortaleza financiera, militar, científica y técnica; por la calidad de sus mejores universidades y los centros de investigación; por su inventiva y por haber sido la locomotora y el sostén del planeta después de la Segunda Guerra Mundial, durante el periodo de la Guerra Fría, mientras la URSS sufría un peligroso espasmo imperial que terminó arruinándola y, finalmente, la liquidó. Ese nuevo relato es el de Kamala. Veremos qué sucede el 3 de noviembre.
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Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor. Su obra más reciente es Sin ir más lejos (Memorias).