Nunca antes sentí miedo de escribir un artículo. Lo he meditado mucho, pero no puedo dejar de decir lo que pienso. No puedo romper la promesa que me hice hace seis años, cuando fui invitado a escribir en «Página quince»: nunca dejar de hablar de lo que creo importante, y siempre hacerlo con claridad y de frente, sin temores ni miramientos.
No podría ver a los ojos a mis hijas, que apenas empiezan su recorrido hacia la vida adulta, y decirles que todo va a estar bien, que el país —con el acuerdo con el FMI— se está poniendo en la senda de la recuperación, y no en la de la argentinización de la economía nacional.
A juzgar por lo que se lee y escucha, lo patriótico y responsable es no cuestionar ni una coma de la propuesta del gobierno hecha al FMI. Analistas, columnistas, opinadores profesionales y ocasionales, editorialistas, directores, conductores, presentadores, banqueros centrales, el presidente de la República, expresidentes, diputados oficialistas y algunos de oposición, ministros de gobierno: todos coinciden en la necesidad de aprobar el acuerdo y las leyes necesarias para su implementación sin dilación, sin cambios y sin mucha discusión. En cinco meses, para ser exactos, y mejor vacunar a los diputados para que no tengan que joderse aprendiendo a usar Zoom y que esta vaina no se nos atrase.
Se está creando un ambiente en el que oponerse —aun sin caer en las estridencias usuales de los defensores de sus propios privilegios— puede y será visto como un acto de alta traición. Oponerse a los términos del acuerdo con el FMI, pareciera, es promover el Armagedón, es estar en contra de la estabilidad cambiaria y de las tasas de interés. Oponerse es, en resumen, estar en contra de Costa Rica.
Un buen acuerdo. Dejemos esto bien claro: yo sí creo que Costa Rica necesita un acuerdo con el FMI y creo que no hay tiempo que perder. Un acuerdo con el FMI, mas no cualquier acuerdo. Uno que marque el principio del fin de las malas prácticas que hemos normalizado en nuestro país a lo largo de muchas décadas.
Uno que nos ofrezca mucho más que una estabilidad fiscal ilusoria, que será apenas pasajera por no resolver los problemas estructurales que nos agobian. Un convenio, en fin, para dar esperanza a los costarricenses de que emergeremos del otro lado de este amargo trance como un país dinámico, de oportunidades para todos y no solo para los enchufados, donde la prosperidad sea una realidad y no una utopía inalcanzable y cada día más lejana. Necesitamos un acuerdo con el FMI, mas no este.
Usted se preguntará de cuáles malas prácticas hablo. No hay que ir muy lejos; los siguientes son todos titulares de primera plana de este diario durante el mes de enero del 2021. «Sobreprecio de ¢17.000 millones en carretera queda impune». «Contraloría frena alza salarial en 119 entidades (Presupuestos para 2021 incumplen restricciones de gasto)». «Mal cálculo del MEP sepulta construcción de 48 escuelas». «A 11 meses de entrega, falta expropiar 440 terrenos en la vía a Limón (Estado solo ha tomado posesión de 83 de 523 necesarios)». «5.000 pensionados de gobierno consumen ¢200.000 millones al año». «ESPH mantendría control de reos pese a fallas y polémico contrato». «Diputados quieren usar dinero de tarifas para indemnizar a buseros». «PUSC propone endeudar al país para subir sueldo de empleados públicos». «Renovación urgente de Caldera queda varada por 6 años».
Lo anterior no es más que un pequeño catálogo de acciones y omisiones que retratan a un Estado incompetente, que gasta sin control, que comete pifias y errores y nadie paga las consecuencias, que se erige como un escollo para la producción, que obstaculiza las medidas necesarias para dinamizar la economía y promover desarrollo, que alimenta privilegios odiosos y carga alegremente al ciudadano con la cuenta de sus propios excesos. Un país, tristemente, en el que campea la impunidad.
¿Y qué tiene que ver todo eso con el FMI? Todo y nada, dependiendo de cómo usted quiera verlo. En el 2018, bajo la amenaza implícita de perder el grado de inversión de las calificadoras de riesgo, adoptamos una reforma fiscal que se sabía timorata e insuficiente, cuyas probabilidades de éxito dependían no solo de la aplicación perfecta e implacable de la regla fiscal, sino también de que no se presentaran nubarrones en el horizonte económico en los siguientes 15 o 20 años.
Lamentablemente, desde el primer día comenzaron los esfuerzos por erosionar los alcances de la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas en lo referente a la contención del gasto. Luego, irrumpió la pandemia, ya no como un nubarrón, sino como una destructora tormenta tropical.
Aquí estamos, apenas dos años después, volviendo a discutir una reforma fiscal. Como entonces, se nos presenta hoy una propuesta que, del lado de los ingresos, castiga el trabajo, el ahorro, el emprendimiento, la inversión y el éxito, mientras que del lado del gasto únicamente propone contención, no recorte. Se trata, de nuevo, de una reforma cuyo éxito dependerá de que todos los astros estén alineados en el firmamento y se mantengan así por lo menos durante quince años.
Torpedeo interno. Como si esto no fuera motivo suficiente de preocupación, abundan en la Asamblea Legislativa intentos por diluir el esfuerzo de contención del gasto, sin siquiera haber entrado a discutir el convenio con el Fondo: desde las propuestas para aumentar salarios a los funcionarios con la entrada en vigor de la ley de empleo público, hasta la moción para sacar a algunas entidades de dicha ley, pasando por entronizar la posibilidad de negociar convenciones colectivas, que darían al traste con el principio del salario único en la función pública; las iniciativas son muchas y muy variadas, pero de efectos muy nocivos.
Mientras no exista un compromiso serio con la reducción permanente del gasto, lo que queda es otro paquete fiscal más, que únicamente facilitará prolongar el bacanal. Alcanzará para recuperar temporalmente la confianza de los mercados internacionales, pero ello servirá primordialmente para abaratar el crédito y permitir a los gobiernos seguir gastando y derrochando, con lo cual pierde credibilidad la nueva promesa de contención como vía para disminuir el peso relativo del gasto en el PIB.
No basta con un convenio pensado solo para recuperar la confianza de los mercados. El inversionista inteligente sabrá interpretar que el alivio fiscal es pasajero, y adecuará su oferta de fondos prestables en consecuencia. Por un tiempo, nuestro gobierno podrá conseguir financiamiento en mejores condiciones que las actuales, pero seguirá pagando una prima de riesgo país superior a las de otras naciones con similar calificación crediticia. Ni soñar con una emisión como la que en noviembre logró colocar Perú, de bonos a 101 años, con una tasa de interés del 3,23 %, similar a la que el FMI está dispuesto a ofrecer a Costa Rica para una operación de 3 años.
El inversionista nacional —el que tiene aquí sus fábricas, sus tiendas y almacenes, sus centros de servicios, sus sodas, cafeterías y restaurantes, sus hoteles, pulperías, peluquerías y talleres mecánicos; el que genera empleo y bienestar en todos los rincones del país— sentirá cada vez menos confianza y más pesimismo, ya que un nuevo paquete de impuestos que no ataque en su raíz los excesos del Estado nos condenará a un ciclo «argentino» de auge y caída repetitivo, con la consecuente necesidad de volver a subir los impuestos cada vez que nos acerquemos al precipicio. Como hace dos años. Como ahora.
Un acuerdo con el FMI no es un programa de reactivación económica, eso está claro. Pero la forma que se escoja para corregir el desbalance fiscal puede impulsar u obstaculizar la actividad productiva.
Como toda subida de impuestos, la que ahora se propone tendrá el efecto de contraer la actividad económica a corto y mediano plazo. Un país con desempleo galopante y pobreza creciente debería buscar generar la confianza necesaria para dinamizar la actividad productiva, y no solo para convencer a inversionistas de comprar bonos del Gobierno.
Generación de confianza. Para que el ajuste fiscal ayude a impulsar la reactivación, debe ser, entonces, un instrumento de generación de confianza. Una reforma que en su componente de gasto público únicamente busca contenerlo en forma pasajera más bien profundizará la desconfianza. Es el caso de la propuesta del gobierno que, al depender en buena medida de la aplicación de la regla fiscal, permitirá acelerar el ritmo de crecimiento del gasto apenas la relación deuda/PIB caiga por debajo del 60 %, y dejará de restringir su crecimiento cuando sea inferior al 50 %. Por este motivo, es vital que el ajuste fiscal se apoye en una reducción permanente —no contención— del gasto.
Lo anterior es posible únicamente con una reforma estructural del Estado que tenga por objetivo mejorar la eficiencia del gasto (evitar duplicaciones fusionando entidades y programas, y cerrar aquellos que se han tornado obsoletos), promover una mejor gobernanza y una mejor formulación de política pública. Todo programa o entidad que desaparezca —ya sea por fusión u obsolescencia— representa líneas del presupuesto que dejarán de existir, con lo cual la base del gasto será menor —ceteris paribus— cuando desaparezcan las medidas de contención de la regla fiscal.
No hacerlo de esta forma nos hace incurrir en el riesgo —ya materializado en Costa Rica— de que el recorte se haga en programas sociales e inversiones de capital, mientras que el gasto corriente sigue su trayectoria ascendente.
Es importante promover el debate, y no solo porque de esto depende que evitemos la argentinización de nuestra economía. Por el bien de la democracia, debemos evitar la consolidación de un ambiente de inevitabilidad alrededor de la propuesta del gobierno y combatir con todas nuestras fuerzas los intentos por imponer un «pensamiento único aceptable y honorable», que persigue impedir la libre expresión, ahogar las voces disidentes y clausurar el debate político. A eso le temo.
El autor es economista.