Los estatutos universitarios estatales deberían incluir un requisito para aspirar a las rectorías: recibir una corta charla, cuando menos, de lo que significa la autonomía universitaria, pues es triste constatar que los actuales rectores lo desconocen.
En su respuesta a mi artículo «La leyenda urbana de la autonomía universitaria» («Página quince», 24/2/2021), en vez de argumentos jurídicos, citan lugares comunes y se cuidan de no mencionar ex profeso los dos artículos que contradicen palmariamente sus peregrinos cuentos: el artículo 191 de la Constitución, que establece el principio de que las instituciones estatales, incluidas las universidades, desde luego, forman parte de él, porque son financiadas con fondos de los contribuyentes, están sujetas a un régimen estatutario en materia de personal. ¡Lástima que Rodrigo Facio, creador de esa norma, no está vivo para que se lo explique pacientemente!
Tampoco citan el artículo 88 de la carta magna, donde dice que la Asamblea Legislativa, cuando regule materias que son competencia de las universidades, previamente debe consultar a los respectivos consejos universitarios.
Lo anterior significa que el órgano legislativo tiene competencia inclusive para regular materias propias de los centros de estudios superiores, con la condición de que, previamente, oiga el parecer de sus máximos órganos administrativos.
Si la ley regula y, por ende, limita las materias atribuidas a las universidades, con mayor razón otras normas constitucionales, además de que la Constitución debe interpretarse como un todo armónico y no de manera aislada, como proceden los rectores, lo cual se justifica por su desconocimiento supino de los prolegómenos del derecho.
Facetas. ¿Por qué los rectores no citan y analizan los artículos constitucionales que contradicen su errada y acomodaticia tesis sobre la autonomía universitaria?
Recordemos que la autonomía universitaria tiene tres facetas: la académica, la financiera y la funcional. La primera tiene como limitación el no ser ejercida para cometer delitos contra el honor de terceras personas. En todo lo demás, es libérrima y es por la que se luchó en Córdoba, en 1918, bajo la dirección del ilustre José Ingenieros.
La financiera está garantizada por el situado constitucional, consagrado en el numeral 85 de la carta política. Fue justamente por esta faceta de la autonomía por la que lucharon varios constituyentes con ahínco en 1949, con Fernando Baudrit Solera a la cabeza. Y, en buena hora, porque una universidad que dependa de los humores del Ejecutivo o del Legislativo en materia de financiación no podrá nunca ejercer a cabalidad su autonomía académica. Sin embargo, cabe aclarar que, como todo ente y órgano estatales, las universidades están también sujetas a las normas constitucionales relativas a la formación presupuestaria, a su aprobación y a los límites al gasto público.
La autonomía funcional es la más amplia que consagra nuestra Constitución para las instituciones descentralizadas, pues les otorga autonomía organizativa, política y administrativa. Empero, no alcanza para dotarla de la soberanía limitada que les conceden los rectores.
La primera, de la cual únicamente gozan las universidades, permite autodeterminar sus estructuras organizativas con independencia de la Asamblea Legislativa. Por tanto, una ley no establece, por ejemplo, que el rector es el órgano supremo de la jerarquía universitaria, porque la determinación es resorte exclusivo de las universidades.
La autonomía política se traduce, en primer lugar, en la citada autonomía académica y en la discrecionalidad de las universidades para fijar sus fines y metas. Para ilustrarlo: las universidades, en el ejercicio de esta autonomía, están facultadas para determinar cuáles carreras imparten, cuáles modalidades de enseñanza potenciar (presencial, a distancia, etc.). Es decir, cada una es libre de determinar la forma como presta sus servicios de educación superior sin injerencias, ni siquiera de la Asamblea Legislativa, aunque el texto expreso del artículo 88 plantea una duda al respecto.
También está dotada de autonomía administrativa, que se traduce en administrar su personal (nombrarlo, sancionarlo, despedirlo, etc.) e invertir, dentro del ámbito de sus competencias, los fondos públicos puestos a su disposición.
Limitaciones. El ejercicio de estas competencias debe lógica y necesariamente respetar el ordenamiento jurídico en las distintas materias. Las universidades no podrían, por ejemplo, en el supuesto ejercicio de esta autonomía administrativa, soslayar los procedimientos de contratación administrativa, dejar de someter sus presupuestos a la aprobación de la Contraloría o negarse a pagar los salarios mínimos establecidos por el órgano competente.
Entre tales limitaciones, dicho sea de paso, está la sujeción estricta a la regla fiscal, a pesar de que pretenden evitarla porque sí. Es elemental considerar, porque lo indica la realidad, que las universidades requieren una regulación especial en materia de personal, cuando se refiere al sector académico.
Los funcionarios administrativos, por el contrario, deben ser tratados como cualquier otro servidor estatal, incluido el recibir el salario global y no negociar ventajas económicas mediante convenios colectivos (laudos, arreglos directos, convenciones).
En cuanto a los docentes, debe dictarse un régimen especial, que tome en cuenta sus particularidades, pero respetando los principios fundamentales de la ley de empleo público, como el salario global y la prohibición de crear pluses a través de la negociación colectiva.
Es necesario establecer un régimen de incentivos por resultados, es decir, que profesores e investigadores reciban bonos anualmente, ya sea en efectivo o en especie, como años sabáticos, becas para investigación o viajes a seminarios, por haber hecho publicaciones en revistas reconocidas internacionalmente o por haber efectuado investigaciones de primera calidad, a escala nacional o internacional.
La creatividad debe ser estimulada, pues es la razón de ser de la academia; sin embargo, tales reconocimientos debieran otorgarse casuísticamente y no convertirlos en parte del salario, para evitar que las remuneraciones crezcan de manera desmesurada.
Coordinación. El salario global por categorías deberá ser determinado por una comisión integrada por la Dirección de Servicio Civil y las autoridades universitarias, dadas sus particulares complejidades.
La posición pública de las autoridades universitarias, no obstante, se centra exclusivamente en mantener sus actuales privilegios salariales y no en mejorar la prestación del servicio público a su cargo.
La lección ética que dieron los estudiantes del Instituto Tecnológico, al negarse a ser comparsas en una manifestación que nada tenía que ver con la autonomía universitaria y mucho con la defensa de una burguesía salarial, hay que resaltarla.
Nos dice que no todo está perdido en los yermos actuales. Todavía hay esperanza de que en el futuro tengamos ciudadanos con sentido crítico y espíritu de servicio, que lucharán por el mejoramiento de la verdadera autonomía universitaria y no solo por mantener privilegios salariales.
El autor es abogado constitucionalista.