A mediados de noviembre pasado, fue presentado el Vigésimo Quinto Informe sobre el Estado de la Nación. Una emisora regional me invitó a una entrevista para hablar sobre el origen del Programa. Acepté de buen grado responder a la pregunta, pero les propuse agregar otra: ¿Cuánto ha cambiado el país a lo largo de estos años? A esto último, dedico este artículo, luego de rebuscar los indicadores de Costa Rica a largo plazo.
El primer informe, en 1995, mostró que el país había emprendido una ruta —luego de los años cuarenta y casi sin desviaciones— de crecimiento económico, progreso social y perfeccionamiento de las instituciones como ningún otro de América Latina. Hubo retos que no venció y nuevos desafíos emergieron, por supuesto.
Repasemos algunos datos: con una población cercana a los 700.000 en 1950 (poco más de 150.000 en lo que fue el área metropolitana en 1940), Costa Rica recibió el año 1990 con poco más de 3 millones de habitantes (unos 800.000 en la Gran Área Metropolitana).
La tasa de fecundidad pasó de 7, en 1950, a 3,2 en 1990; la esperanza de vida al nacer, de 47 años a 77; la mortalidad infantil bajó de 123 a 15 por cada mil nacidos; se multiplicó casi por tres el producto interno bruto (PIB) por persona; las exportaciones aumentaron de $56 millones a $1.000 millones; la mitad de la población económicamente activa se desempeñaba en el sector agrícola, pero ya en 1990 solo una cuarta parte efectuaba esas labores; la tasa de analfabetismo se redujo del 27 % al 7 %; la fuerza de trabajo femenina que era del 15 % se duplicó; la cobertura forestal se redujo del 75 % al 22 % del territorio.
Por otra parte, la seguridad social cubría al 8 % en 1950 y en 1990 saltó al 82 %; la pobreza a largo plazo bajó, de ser característica de la mayoría de la población, para llegar en años previos a la crisis de 1980 a un 20 %.
Luego de la crisis, de nuevo fue mayoritaria y, en 1990, un 27 % de los hogares estaban en esa condición. Una crisis de corta duración, 1980-1981, aunque con profundas implicaciones, las cuales arrastramos hasta hoy. Cuando menos, un millón de personas no culminaron la educación secundaria y pasaron a engrosar el grupo de los no calificados o en elevados niveles de pobreza y desigualdad.
La crisis de los años ochenta, que se da en un influyente contexto de conflicto político-militar centroamericano, le deparó al país la tendencia de emprender nuevas fórmulas de desarrollo para superar la estrechez del mercado nacional, de la agroexportación (café, banano y carne) y la tardía y limitada sustitución de importaciones.
De nuevo. De 1990 en adelante, los cambios fueron notables y persistentes. La población se incrementó de 3 millones a 5 millones; la tasa de fecundidad siguió descendiendo para llegar a 1,7, es decir, por debajo del rango de reemplazo; casi la mitad de la población está, y se mueve, cuando puede, en la GAM.
El porcentaje de población urbana pasó de ser la mitad, en 1990, al 73 %. La esperanza de vida al nacer creció para llegar a los 80 años y la población adulta mayor es la que más rápido aumenta.
La escolaridad promedio en 1990 registraba apenas 7,2 años y subió a 9; siguen pesando los excluidos del pasado, a quienes el país no se ha propuesto incorporarlos a la educación.
Ciertamente, ha cambiado la estructura de población: más en preescolar (incremento de la cobertura, aunque insuficiente), menos en primaria (efecto de la caída en la tasa de fecundidad y alguna baja en la cobertura) y casi tres veces más población universitaria, desde 1990.
El PIB por persona casi se multiplicó por cuatro, pero peor distribuido; las exportaciones se multiplicaron por 5.
Si en 1990 el 25 % de la población estaba en actividades agrícolas y el 18 % en industriales, hoy, entre las dos apenas llegan a un 20 %, y la inmensa mayoría (79 %) está en servicios. Cerca de mitad en la informalidad.
Conflicto distributivo. Una época que se inició con la consolidación de un nuevo estilo de desarrollo se encuentra hoy enzarzada en crecientes conflictos distributivos sobre posesiones y posiciones.
El crecimiento por sí solo resultó insuficiente. La advertencia sobre la necesidad de combinar metas económicas y sociales para salir del atascadero era, además de ética, extremadamente realista: crecimiento y estabilidad con fortalecimiento de la inversión social y la redistribución del ingreso, en favor de los más pobres.
Pero solo hubo avance parcial en algunas partes de ese conjunto; en otras, se involucionó. La economía continuó siendo el eslabón débil del desarrollo humano sostenible de Costa Rica.
El indudable progreso para alcanzar estabilidad y diversificación económica, el dinamismo exportador y la atracción de inversiones fueron insuficientes para impulsar una nueva época de rápido desarrollo incluyente, sin rezagados o excluidos, como muestran los actuales niveles de pobreza y desempleo; también, nuevos desafíos ambientales asociados a la vida urbana y la convivencia emergen con gran fuerza.
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El autor es economista.