El discurso inaugural de Biden fue una ruptura con la tónica habitual de las tomas de posesión. Ni Obama expresó, con esa contundencia, los inmensos desafíos de discriminación racial de su país.
Solo Ulysses Grant y Lyndon Johnson pusieron, antes de Biden, semejante énfasis en la equidad. Pero Biden es el primero en situar expresamente en su mira la derrota de la «supremacía blanca», que califica como atavismo incrustado en la institucionalidad nacional.
Biden marcó el inicio de su mandato con la mayor profusión de decretos presidenciales de la era moderna. Además de celeridad equitativa contra la crisis sanitaria, cada disposición atiende aspectos cruciales de política pública.
En ellos, la atención de los desgarres del tejido social ocuparon un lugar central en su mensaje de investidura: «El avance de la equidad, los derechos civiles, la justicia racial y la igualdad de oportunidades son responsabilidad de todo nuestro gobierno».
De conformidad con sus palabras, se anuncian ya políticas para combatir los impactos de la inequidad racial en vivienda, justicia penal, derecho al voto, atención sanitaria, educación y movilidad económica.
«La equidad racial está entretejida en todos los empeños políticos y no es un compartimento estanco en sí mismo», dijo Cecilia Rouse, primera economista negra que será jefa del Consejo de Asesores Económicos.
Escollo. Esos son sus propósitos. Pero no será juzgado por intenciones, sino por resultados. Esa es la piedra en su zapato. Sus planes contrastan con su debilidad legislativa.
La victoria demócrata en Georgia le permitió paridad en el Senado, con desempate posible gracias al voto de su vicepresidenta. Pero eso no basta para efectuar cambios legales de gran calado. La legislación que necesita amenaza estrellarse contra el obstruccionismo republicano.
El Partido Republicano nació para la oposición. Es lo que mejor hace. Su instrumento es el filibusterismo y Mitch McConnell, ahora líder de la minoría republicana, es su encarnación misma. No habían comenzado las sesiones del nuevo Senado y ya el legislador libraba su primera batalla: la defensa a ultranza del filibusterismo.
Para reorganizar las comisiones, puso como condición que los demócratas se comprometieran a no eliminarlo. Esa extorsión ya pasó. McConnell aceptó el compromiso de dos senadores demócratas de respetarlo y Biden afirmó también que no tiene intención de suprimirlo. La espada de Damocles quedó intacta.
El filibusterismo es una táctica de obstrucción legislativa que en Estados Unidos tiene clara vocación racista. La simple amenaza escrita de hablar sin coto impide la votación de una propuesta de ley. Se requieren 60 votos para detener ese bloqueo. Una administración necesita esa mayoría para impedir que un legislador bloquee la agenda legislativa con esa táctica.
En la práctica. El filibusterismo es una práctica antidemocrática que se combina con la distribución asimétrica del poder. El Senado tiene cien miembros, dos por estado, independientemente de la cantidad de habitantes. Estados que entre ellos alcanzan el 16 % de la población poseen el 50 % de los senadores. Y, como con un 41 % se logra el bloqueo filibustero, la representación de poco más de la décima parte del país decide qué ley pasa y cuál no.
Si eso es aberrante, más lo es la forma en que ha sido utilizado. Es baluarte del dominio de la supremacía blanca contra los avances de los derechos civiles de las minorías.
Desde la abolición de la esclavitud hasta 1964, el filibusterismo solo pudo obstruir derechos civiles. Después se amplió a detener otras legislaciones progresistas. Pensemos en el linchamiento. En los últimos 100 años el Senado vio 200 proyectos de ley en contra y ninguno llegó al voto.
Con McConnell, el filibusterismo de e-mail se volvió «arma de obstrucción masiva», obligando a que casi todos los proyectos necesiten 60 votos.
Obama los tuvo los dos primeros años de gobierno. Después los perdió y, aun con mayoría simple, el filibusterismo lo frenó en seco. Pudo haberlo eliminado porque, como regla legislativa, no está sujeta a filibusterismo. Pero no lo hizo y lo pagó caro.
En sus memorias Una tierra prometida, Obama narra con arrepentimiento no haberse deshecho del filibusterismo cuando pudo.
Sigue vivo. Con el voto de Kamala Harris, la victoria demócrata en Georgia le da a Biden una justa mayoría de 51. Pero para cumplir sus compromisos de gobierno está a merced de contar con 10 votos más. Difícilmente se los darán los republicanos. Por lo pronto el filibusterismo está vivo y coleando.
Biden sabe que los Estados Unidos se encuentran en una encrucijada decisiva, cuyo corazón combina equidad social y superación de un racismo que él tiene el mérito de reconocer en su dimensión estructural.
La restauración de la cohesión nacional y la redención de la disfuncionalidad política son desafíos en los cuales se juega la calidad de la democracia estadounidense y la vigencia del pacto social.
Con propiedad podría decirse que el gobierno de Biden es un interludio decisivo en la historia de Estados Unidos. En el escaso margen de dos años, los electores decidirán la continuidad de sus intentos por mejorar las condiciones de vida de los estadounidenses.
En noviembre del 2022, hay votaciones para la renovación parcial de la Cámara de Representantes y del Senado. Ahí, se jugará mejorar su músculo legislativo o perderá la nimia ventaja que ahora tiene para pasar a la historia y no ser presidente de solo loables intenciones.
Biden confía en su experiencia y en su poder persuasivo para que los republicanos le den una tregua legislativa y no lo acorralen con filibusterismo. Pero se necesitan dos para bailar tango.
Los acontecimientos recientes muestran un Partido Republicano recalcitrante y dispuesto a paralizar a Biden. Si no elimina el filibusterismo, arriesga quedarse paralizado, y en dos años no ganará una administración impotente. Esa es la encrucijada de Biden.
La autora es catedrática de la UNED.