Los múltiples efectos y la ubicuidad de la pandemia nos tomaron por sorpresa. La necesidad de reaccionar rápidamente a la emergencia se impuso ineludible, como una avalancha.
El factor sanitario acaparó una tajada enorme de nuestra atención individual y colectiva. Apenas se asentó un poquito el polvo, pasamos a hablar de la economía, del desempleo y del hambre.
Información, opiniones, reportes y proyectos para tratar de evitar el colapso inundan los medios, las redes, los chats y las conferencias virtuales.
Todo muy necesario. Las víctimas por contagio, como las pérdidas de empleo y el cierre de empresas, se contabilizan diariamente. Sin duda, es prioritario y urgente construir una hoja de ruta para atender esta tragedia.
Hay otro drama ocurriendo todos los días, pero está casi ausente en la conversación nacional. Me refiero al efecto de la pandemia sobre lo que podríamos llamar la generación de la covid-19: nuestros niños y adolescentes, en cuyas memorias y corazones quedarán grabados estos meses, y quizás años, como una época que les cambió la vida para siempre.
Como les ocurrió a quienes crecían durante la Gran Depresión o a quienes les ha tocado vivir en países donde han sufrido hambrunas o flagelos de otros tipos.
No puedo evitar pensar con tristeza en la generación perdida de los años 80 en Costa Rica, esa cohorte de niños y adolescentes que cayeron en la pobreza y vieron truncadas sus oportunidades de educación y movilidad social.
Un 68 % de los estudiantes matriculados en primaria y secundaria, en 1984, no terminaron sus estudios; ellos y sus familias aún arrastran las consecuencias de esa exclusión.
Alteración del mañana. Mientras los niños y jóvenes corren menos riesgo que los adultos mayores, otras disrupciones de la pandemia afectan significativamente su calidad de vida y oportunidades futuras.
Más allá del peligro de contagio y la escasez de alimentos, la crisis amenaza el bienestar integral de nuestros menores, los adultos del mañana.
Las estructuras sociales que les dan contención han sufrido una interrupción brusca inédita en este país pacífico y democrático.
Todas las rutinas han cambiado. La incertidumbre se respira en el aire. Padres y madres que han perdido su trabajo o su fuente de ingresos están confinados en la casa, angustiados y, probablemente, frustrados.
El hambre empieza a crear una horrible sensación de vacío en los estómagos de mucha gente. ¿Cuánto va a acrecentarse la violencia doméstica debido al necesario confinamiento?
Las crisis perjudican más a las niñas que a los niños. A muchas se les exige que asuman labores de cuidado y tareas domésticas.
El abuso sexual tiende a aumentar en este tipo de situaciones. ¿Y las uniones impropias producto de la tensión derivada del confinamiento? ¿Cuántas jovencitas preferirán irse a vivir con su “novio” mayor de edad que quedarse en casa?
En los últimos cinco años, ha disminuido la cantidad de bebés nacidos de niñas y adolescentes, pero la última cifra reportada por el INEC sigue siendo muy alta: más de 4.000 nacimientos de madres menores de 18 años y 7 de niñas de menos de 13 años. Tristemente, estos números podrían aumentar de nuevo debido al encierro, a la paralización del curso lectivo y al posible aumento de la pobreza.
Circunstancias de cuidado. La normalidad que conocían ya no existe. Si bien no toda la gente lo cumple ni toda puede por razones de espacio, el distanciamiento físico afecta emocionalmente a los niños.
Los parques municipales han tenido que clausurarse y miles de viviendas no tienen jardín. ¿Cuántos han dejado de jugar con sus amigos o de recibir abrazos de los abuelos? ¿Cuántos están forzados a pasar dentro de sus viviendas muchas más horas de lo que estaban acostumbrados? ¿Cuánto habrá aumentado la cantidad de horas pegados a una pantalla?
Según la Unicef, además del estrés psicológico, en tiempos de crisis como esta, se exacerba el riesgo de sufrir maltrato, abuso o explotación, y el descuido de los menores. También, las probabilidades de exclusión social, en particular de quienes ya están en situación vulnerable. Recordemos que 470.000 menores viven en pobreza en Costa Rica, de los cuales un 12 % sufre pobreza extrema.
En América Latina y el Caribe, más del 95 % de los niños y muchachos matriculados —aproximadamente 154 millones— están temporalmente fuera de las escuelas, cerradas a causa de la covid-19.
En Costa Rica, cerca de un millón empezaron el curso lectivo 2020. Desde el 16 de marzo, la inmensa mayoría de ellos no reciben lecciones.
Su proceso educativo se interrumpió una vez más. Son los mismos estudiantes que en el 2018 perdieron tres meses de clases por la larga huelga de maestros y que el año pasado sufrieron varias huelgas intermitentes.
Solo un número mínimo de centros educativos, mayoritariamente privados, cuentan con capacidad para continuar el curso mediante teleeducación.
Las brechas económica y digital no solo perjudican a los centros educativos, sino también a la población estudiantil: no toda cuenta con los recursos tecnológicos y un entorno que reúna las condiciones apropiadas para seguir formándose virtualmente. ¿Cuántos de esos chicos no van a volver a clases cuando reabran las escuelas y colegios? ¿Qué están planificando e implementando para prevenir una deserción monumental?
Distintos daños. Para los niños en riesgo de exclusión, la suspensión de clases acarrea otras privaciones, como perder la alimentación escolar (aun si hay comedores escolares y Cidáis abiertos, no todos los beneficiarios llegan a ellos por múltiples razones), actividades de recreación y extracurriculares, y el apoyo pedagógico y emocional.
La pandemia no tendrá las mismas consecuencias en los niños. El ambiente donde viven, las condiciones socioeconómicas, la zona geográfica, sus vulnerabilidades particulares y decenas de otros factores deben ser tomados en cuenta e incorporados en la estrategia nacional para afrontar los efectos a corto y largo plazo de la pandemia.
Prevenir, mitigar, atender y resolver las situaciones emergentes y futuras no es tarea solo de los progenitores, del Patronato Nacional de la Infancia o del Ministerio de Educación.
La Alianza para la Protección de la Niñez en Acciones Humanitarias emitió un manual de estándares mínimos que ofrece mucha luz sobre las medidas de prevención y atención que se deben tomar en situaciones como la actual. Una es la estrategia y el abordaje multisectorial y multidisciplinario de la situación de los menores considerando la diversidad de riesgos y las situaciones particulares.
Mitigar las consecuencias negativas para el bienestar y el desarrollo de la niñez y adolescencia es un mandato constitucional y de varios tratados internacionales. Pero es, sobre todo, un imperativo ético para la sociedad y el Estado.
El reto de ofrecer a nuestra niñez y adolescencia las mejores condiciones de vida es enorme en tiempos normales, más aún, en una pandemia. Es urgente, pues compromete nuestro presente y futuro.
La coyuntura demanda política pública con visión holística e intergeneracional. Aprendamos de la historia. No permitamos que la generación de la covid-19 pase a ser una generación perdida, como la de los 80.
La autora es escritora y activista.