Sacar el racismo de las constituciones políticas es empresa temible, pero la vasta mayoría de las naciones del mundo lo han logrado.
Sacarlo de las “prácticas sociales” (Foucault) es bastante más difícil. Sacarlo de la íntima conciencia del ser humano, de los sótanos del pensamiento, de esas mazmorras donde fermenta el prejuicio (lo que precede al juicio), de la lengua y el habla, donde se encarna y enquista cual triquina, es casi imposible.
Un país puede cambiar sus leyes, sin por ello modificar en lo absoluto esa suma de suspicacias, recelos, aprensiones e irracionales repulsiones que constituyen la esencia del racismo.
Toda esa bazofia habita en el subconsciente colectivo de las sociedades, se perpetúa y consolida a lo largo de los siglos y los milenios: es el tanque séptico de nuestro pensamiento.
El racismo es odio, y el odio no es otra cosa que miedo disfrazado. La mayoría de las cosas que odiamos nos inspiran en realidad terror, pero a fin de no admitírnoslo las travestimos de miedo, como fobia.
Nos avergüenza aceptar que les temamos, y preferimos declarar urbi et orbi que las odiamos. La gran aventura humana sobre el planeta puede resumirse de esta manera: aprender a perderles el miedo a la diferencia, a la alteridad, a la pluralidad; aceptarlas y, más aún, celebrarlas, en tanto que son evidencia de la variopinta y caleidoscópica naturaleza humana.
Atavismos barbáricos. Somos hijos del miedo. Herederos de generaciones que crecieron aterrorizadas de todo cuanto era diferente: instintivamente veíamos en la alteridad una amenaza, la posibilidad de la agresión, la invasión, el saqueo, la muerte.
Nos ha tomado casi tres millones de años (desde el Paleolítico inferior) entender que lo diferente no es inherentemente hostil. Seguimos aprendiéndolo. Son atavismos barbáricos que habitan nuestra sangre de simios evolucionados, pues otra cosa no somos.
Para combatir el racismo, tendríamos que comenzar por ejecutar una enorme campaña de sanidad lingüística. Eliminar para siempre expresiones idiomáticas como las siguientes:
“La lista negra”. “Sacar bola negra”. “Me aguarda un negro destino”. “Las piezas negras del ajedrez juegan con la desventaja de una movida de retraso”. “Ya que la hizo negra, que la haga murruca y trompuda”. “¡Qué vida tan negra!”. “¡Qué suerte tan negra!”. “¡Qué alma tan negra!”. “La noche oscura del alma” (san Juan de la Cruz). “La oveja negra”. “El mercado negro”. “Una merienda de negros”. “Hoy trabajé como un negro”. “Dinero negro”. “Un pozo negro”. “Aguas negras”. “Un día negro”. “El gato negro acarrea mala suerte”. “Garbanzo negro”. “La mano negra”. “Tener negras intenciones”. “Nunca falta un negrito en el arroz”.
Léxico racista. Un estudio comparativo de los sinónimos de white (blanco) y black (negro) listados en un diccionario de gran prestigio constató que whiteness tiene 134 sinónimos, 44 de ellos favorables, mientras que blackness tiene 120 sinónimos, 60 desfavorables y ninguno siquiera ligeramente positivo.
El español propone incontables opciones para aludir a los negros: charolitos, morenos, pardos, tizones, chocolates, nápiros, caimitos, zanates, monos, prietos, tiznados, renegridos…
Amigos y amigas: ¿Cómo pretenden ustedes cambiar en algunos años una visión, una concepción, una secuencia de asociaciones que opera en nuestro lenguaje (justo ahí donde se genera el pensamiento: en la palabra) desde hace tantísimos siglos?
Tendríamos que higienizar toda la mitología construida durante milenios en torno al color negro. Remontarnos a la saga de Gilgamesh de la cultura sumeria, a los etruscos, babilonios, fenicios, hititas, egipcios, griegos, romanos… y revisar la historia entera de Occidente, que heredó y cultivó la fatal ecuación: blanco es igual a bueno; negro es igual a malo.
No podemos ni debemos hacerlo. Las estructuras míticas de la civilización occidental sostienen nuestra identidad, nuestra memoria colectiva, nuestra Weltanschauung.
No vamos a “editar” la ópera Der Freischütz de Weber para que Samiel (satán) no sea llamado “el cazador negro”, sino, más bien, “el cazador afrogermano”: ¡Sería el colmo del ridículo!
Respeto por la igualdad real. Lo que sí podemos hacer es exaltar y divulgar el genio de la negritud, tal cual lo han encarnado figuras egregias en diversas áreas de la cultura.
Es de ese purísimo surtidor de donde debemos sacar las armas para librar esta lucha. Saber que, como reformadores sociales, hombres de palabra y acción, el mundo no ha visto nunca a nadie de la jerarquía de Nelson Mandela, Martin Luther King o Malcolm X.
Saber que la historia de la música sería inconcebible sin el jazz, y este fue íntegramente creado por la negritud estadounidense que supo irrigarlo con los jugos nutricios de su natal África.
Louis Armstrong, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Nat King Cole, Marian Anderson, Jessye Norman, Sammy Davis júnior, Dizzy Gillespie, Wynton Marsalis y Scott Joplin son figuras señeras en la evolución musical del siglo XX.
Saber que los boxeadores Jack Johnson, Joe Louis, Muhammad Alí, Joe Frazier, George Foreman, Sugar Ray Leonard, Ken Norton y Teófilo Stevenson jalonaron la historia de este deporte e hicieron de él un espectáculo de masas.
Saber que entre los más grandes héroes olímpicos se cuenta Jesse Owens, quien frustró, con sus cuatro medallas de oro, la apoteosis del Übermensch ario soñado por Hitler para las olimpíadas nazis de Berlín 1936 y, luego, evocar a gigantes como Carl Lewis, Lebron James, Michael Jordan, Serena Williams, Tiger Woods.
¿Y el fútbol? Ahí tienen al mejor de todos los tiempos: Pelé, pero también Didí, Mbappé, Weah, Ronaldinho, Djalma Santos, Roger Milla, Trésor… y paremos de enumerar nombres ilustres, porque en este deporte la presencia negra es incuantificable.
En el arte de las letras y Hollywood. Pero hay otro tinglado, el de las letras, en el que la negritud ha producido figuras que no merecen menos que nuestra prosternación: la ganadora de los premios Pulitzer y Nobel Toni Morrison, Léopold Sédar Senghor, Aimé Césaire, Maryse Condé, Amos Tutuola, Ahmadou Kourouma, Amma Darko, Chinua Achebe… todos y todas plumas para la posteridad.
¿Y qué decir del auge de los grandes actores negros de Hollywood? El pionero Sidney Poitier y sus seguidores Denzel Washington, Samuel Jackson, James Earl Jones, Michael Clark Duncan, Morgan Freeman, Halle Berry… son legión, cada uno más talentoso y carismático que el anterior, y muchos de ellos exitosos también en las grandes piezas del teatro clásico.
El racismo no va a desaparecer purgando el lenguaje de toda expresión que aluda al color negro de manera negativa. El color negro tiene, como todo símbolo, valencias diversas, algunas negativas, otras positivas.
No tiene caso zurrársela contra los símbolos, las mitologías, el lenguaje (aunque, por supuesto, todo insulto debe ser castigado), la literatura, tres millones de años de historia y sedimentación mítica, en suma, contra la palabra.
La negritud debe abrevar de sus propias culturas, de las inmensas figuras con que han ennoblecido a la especie humana. Buscar en ese filón sus recursos morales su autoestima, su combustible para seguir adelante en esta aventura que es la historia humana.
Empuñar el hecho incontrovertible de que su aporte a la civilización ha sido inmensurable. Enorgullecerse de él. Alzarlo cual estandarte, y saber que la historia del mundo es inconcebible sin su contribución, doblemente gloriosa puesto que fue prodigada desde la discriminación y la marginalidad.
Aliméntense de su propia grandeza, amigos, que ella sea su inspiración y su venero de energía. Cada vez que algún imbécil los agreda, recuerden que la historia de la criatura humana sobre la tierra, sin ustedes, sería un erial, un páramo yerto.
El autor es pianista y escritor.