Hacer de la política un negocio, he ahí la definición más simple posible de ese antivalor que llamamos corrupción, úlcera supurante en la piel de toda Latinoamérica y muchas otras latitudes. La mercantilización de la política. Hacer de ella un redituable negociazo y pasarse prendido de sus ubres pródigas, compitiendo con una piara insaciable.
Transformar la política en negocio, en renta, en fuente de lucro. El que paga para llegar, llega para cobrar. Repito el axioma: el que paga para llegar, llega para cobrar. Un político que ha invertido ¢100 millones para alcanzar una curul, un puesto de munícipe, de gobernador, de regidor, de miembro del poder judicial o del ejecutivo votará todas aquellas medidas que le beneficien y compensen con creces la inversión hecha en el proceso de alpinismo político, el escalador, el arribista, el parvenu, el mercader de la política. Votará a favor de sus intereses, y para ello es preciso una inversión, el lobbying, la adulación, el ósculo de medias y suelas de zapatos.
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Lobbying es un término políticamente correcto creado por los estadounidenses para designar lo que no es sino mendicación, pedigüeñería y zalamería a la administración pública, legisladores, agencias regulatorias u oficinas gubernamentales. De lobby, vestíbulo, antesala. Dícese del procedimiento consistente en esperar en lobbies, tratando de memorizar las líneas que uno va a repetir ante el dignatario que, graciosamente, ha tenido la benevolencia y magnanimidad infinitas de atendernos.
Patienter, verificar maniáticamente que el nudo de nuestra corbata esté bien hecho, secarse la manteca de la cara, acomodarse el pelo una y otra vez, desintegrar con ferocidad una pastilla de menta para prevenir la halitosis y ensayar en la mente las genuflexiones que habrá de ofrecer a su majestad (sustitúyase, según la circunstancia, por su santidad, su alteza serenísima, su excelencia o su reverencia) al ser conducido ante su presencia.
La práctica es indigna e inherentemente inmoral. Una forma legitimada y socialmente aceptable del tráfico de influencias. Ustedes saben: una de esas cosas que, siendo legales, son antiéticas. Hoy son una respetable profesión: corporaciones, partidos políticos, organizaciones y grupos diversos contratan los servicios de professional lobbyists: vestibuleros, antesaloneros, esperadores en fila o sacadores de citas profesionales. Como dice el Don Juan de Molière: «La hipocresía es un vicio de moda, y todo vicio de moda es considerado virtud».
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Bien para todos. Pero la concepción de la política como negocio es una aberración propia de las democracias enfermas. En realidad, la ciencia (¿o arte?) de la política pretende administrar el poder, de manera tal que una serie de profesionales puedan luchar de consuno para lograr el bonum commune, de santo Tomás de Aquino.
Sin el bonum commune, el bien individual es inconcebible, y estará siempre a merced de los golpes de Estado e insurrecciones diversas. El político es el custodio, el paladín, el defensor del bonum commune. Se corrompe en el instante mismo en que le antepone su propio bienestar.
La política es, en realidad, una especie de sacerdocio, que supone la sistemática postergación del yo, la prorrogación del placer, del confort y del beneficio económico de quien la ejerce. Si alguien pretende hacerse rico, que no lo haga en la ardua lid política.
La política es sacrificio, dejar pasar a todo un pueblo antes que a uno mismo. Sacrificio, sí. Una especie de inmolación social, el don de la propia persona, la renuncia a la bienaventuranza doméstica y la paz del alma. La política es dativa, no posesiva; dación y no apropiación. Vivir para, por y desde los demás. Hay mucho en ella de apostolado. Es una vocación (etimológicamente: un llamado). Un llamado que nos viene desde las entrañas. No es la embriaguez no etílica del poder, el hartazgo del poder, la intoxicación con el poder.
Hombres y mujeres cometen una y otra vez el mismo error: en lugar de buscar el poder que nos confiere el amor, buscan el amor que nos depara el poder (y que por supuesto es falso, interesado y durará tanto como el poder que detentamos). Al no saberse dar a querer, muchos políticos, hijos espirituales de Maquiavelo, optan por hacerse temer.
Puesto que no me aman, reinaré por el terror, se dicen. Y esos son los sátrapas y dictadores de todo el mundo: mentes enfermas que no saben hacerse amar, ni siquiera respetar. Porque el respeto se inspira naturalmente, espontáneamente, ante un líder que sepa gobernar con sabiduría y misericordia. Esto es lo que llamamos autoridad. Cosa muy diferente es el autoritarismo: ese se impone por decreto, es la prueba de un fracaso interpersonal, es la evidencia del propio naufragio. Nadie que suscite la admiración espontáneamente necesitará del autoritarismo.
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Difícil labor. En su República, Platón sostiene que la profesión consistente en gobernar una comunidad es tan difícil, tan ardua, tan compleja, que debemos desconfiar por principio de todo ciudadano que se vea demasiado ansioso e impaciente por ejercerla. Según el fundador de la Academia de Atenas, hay que estar pasablemente chiflado para querer comprarse un enjambre de problemas de esa magnitud.
Yo, pianista y escritor que soy, jamás soñé ni soñaré con ser político o detentar así no fuese más que ínfima porción de poder. Mi poder es mi música y mi literatura. En ellas soy más poderoso que Julio César, Alejandro de Macedonia y Napoleón Bonaparte juntos. Salir a escena a tocar un concierto, ¡ay, amigos, si supieran ustedes qué bella sensación! Julio César no se sentiría más pleno atravesando el Rubicón o Napoleón posando sobre el puente de Arcole para el pincel de Antoine-Jean Gros.
Mi piano tiene ochenta y ocho teclas. Cincuenta y dos blancas y treinta y seis negras. Mi idioma tiene veintisiete letras y cinco dígrafos: cinco son vocales, el resto son consonantes. Esos son mis dos imperios. En ellos reino soberano. Soy poseedor de esas riquísimas, inagotables comarcas. ¿Para qué querría hacerme del falso y efímero poder que nos depara la política? ¡Es tan solo un espejismo, una ilusión de poder!
¡Un hombre, una mujer que han esculpido una bella familia, armoniosa y funcional, donde el amor es ley absoluta y el tiempo ha cimentado las más entrañables relaciones, tienen todo el poder que un ser humano tiene derecho a aspirar! Todo lo demás son títulos de falaces glorias, medallas, laureles, diplomas, galardones, reconocimientos, distinciones que no expresan la felicidad de un ser humano. Antes bien, es probable que pongan de manifiesto su esencial, incurable necesidad de halagos.
Hay seres que son mendigos de lisonjas, pordioseros de piropos, limosneros de zalamerías. Necesitan desesperadamente su diaria ración de ellos. Si no la obtienen, entran en estado de delirium tremens: la suya es una adicción, tan patológica e insidiosa como la que más. ¿Es este el poder con que ustedes, amigos lectores, sueñan?
La política requiere, de manera superlativa, un componente de la personalidad humana que se llama espíritu de servicio. La política es eso: servicio. Servir a un pueblo, desde el más humilde de sus labriegos hasta el más acaudalado y fufurufo de sus ciudadanos. Vivir para servir. Postergarlo todo por este mandato supremo. Dar, dar, siempre dar, no tomar. Ser un giver, no un taker.
Tal es mi sentir, tal mi convicción y mi fe. ¿Que soy un lírico, un ingenuo? No, porque no ignoro que esta descripción del quehacer político está completamente divorciada de la realidad de nuestro país. Pero mi texto no es descriptivo, sino prescriptivo. Digo lo que las cosas deberían ser, no lo que son. Y no pierdo la esperanza de que la clase política de nuestro país se depure, se purgue un día de las sanguijuelas y los parásitos que la han enfermado y degradado. Amén.
El autor es pianista y escritor.