Don Enrique Obregón (”El largo día del liberalismo”, La Nación, 14/7/2020) me extiende una invitación a debatir por este medio acerca de las bondades del liberalismo. La acepto gustoso.
Empiezo por contar una anécdota personal. Hace unos 30 años me vi involucrado en un bizarro accidente de tránsito del que, después de un susto inicial, todos los involucrados salimos ilesos y yo, algo desorientado y bastante nervioso.
Era una noche oscura. La calle no tenía alumbrado público y estaba mojada. De una casa vecina salió don Enrique, con su característica cabellera y barba blancas, me tomó de un brazo, y me invitó a pasar.
Dentro me sirvió un vaso con limonada, me ofreció unas palabras de aliento y me prestó el teléfono para que llamara a la Policía de Tránsito, a la Cruz Roja y a mi casa.
Yo, ávido lector de “Página Quince” desde que descubrí los placeres de la lectura de opinión, gracias a su tocayo Benavides, gigante ente gigantes de esta sección, reconocí a Obregón inmediatamente.
Él, a lo sumo, se habrá enterado de que, como buen samaritano, ayudó a un polaquillo pecoso y pelirrojo. Uno, como decía mi tata, al que solo en su casa conocían.
Al Tigre Obregón —así le decía mi papá, y no sé por qué— lo leía yo desde mucho antes y aún lo hago religiosamente. Muchas veces, para discrepar; siempre, para aprender.
Hasta este intercambio, sin embargo, nunca más había vuelto a tener contacto con él ni la oportunidad de agradecerle su generosidad y manifestarle mi aprecio. Con ese bagaje, asumo el reto de responderle.
Herencia. La democracia liberal es, en efecto, un enorme legado del liberalismo político a la humanidad. Los liberales tempranos fueron hombres de su tiempo, esclavistas algunos, machistas otros, pero no por ello menos visionarios.
Es importante reconocerlo en estas épocas convulsas en que, tras el oportuno disfraz de una falsa tolerancia, se escudan groseros intentos por borrar la historia, o las partes de ella que no se conforman a los cánones de los biempensantes de la corrección política.
Afirma don Enrique que la democracia liberal se desarrolló “no porque los liberales lo querían, sino porque no les era posible evitarlo”. Intuyo que lo dice como crítica, pero es que allí radica la belleza de la libertad: no depende de lo que unos cuantos iluminados quieran o pretendan diseñar, sino que se desarrolla de manera autónoma, producto de innumerables interacciones entre miles o millones de personas, sin que nadie las dirija.
Dé libertad a los ciudadanos y ellos desplegarán toda su iniciativa y creatividad para mejorar su condición, de formas que ningún grupo de las más brillantes mentes podría imaginar. Ni siquiera los Founding Fathers de la democracia estadounidense.
El gran mérito de los Founding Fathers fue que establecieron un conjunto de reglas generales muy sencillas, que siguen tan vigentes hoy como hace 245 años. Sin cambiar la Constitución, que sobrevive con apenas un par de decenas de enmiendas a lo largo de dos siglos y medio. Sin segundas repúblicas y sin, mucho menos, repúblicas de quinta, como las que abundan en Latinoamérica.
Reglas que, aun sin proponérselo, terminaron por abolir incluso las más cuestionables prácticas de quienes las promulgaron.
Precisamente por ello es que resulta incomprensible otra afirmación de don Enrique: “Al final quedó claro que la democracia o es social o no es democracia”.
Por el contrario, la democracia o es liberal o no es democracia. Conviven en ella todas las ideologías que abracen los principios —desarrollados en la propia democracia liberal, como bien describe don Enrique— del sufragio universal y la igualdad ante la ley (una persona, un voto), y la soberanía del pueblo.
Conservadores, socialdemócratas, liberales y reformistas tenemos cabida en el seno de la democracia liberal. Pero para sobrevivir, la democracia debe ser liberal; es decir, abierta, tolerante, inclusiva; respetuosa de los individuos que conforman la sociedad.
Apertura comercial. Lamentablemente, la democracia liberal no es suficiente para garantizar la prosperidad de sus ciudadanos. Los países más exitosos del mundo son también los que disfrutan de mayor libertad económica. Para que la democracia liberal sea vehículo de progreso, deber ser apuntalada por un sistema económico liberal.
El liberalismo económico, contrario a lo que muchos creen, no está divorciado de la justicia social. Ninguna sociedad ha alcanzado la prosperidad negando oportunidades a sus miembros.
El acceso a servicios de salud y educación de calidad son necesarios para garantizar que todos los ciudadanos estén en condiciones de aprovechar las oportunidades que la vida les presenta.
No en vano fue durante el gobierno de Jesús Jiménez, en 1869, cuando se incorporó a la Constitución Política el concepto de que la educación de ambos sexos “es obligatoria, gratuita y costeada por el Estado”.
Y fue otro liberal, Mauro Fernández —nombrado secretario de instrucción en 1885 por Bernardo Soto—, quien impulsó la gran reforma educativa del siglo XIX, otorgando al Estado el control de las políticas y la administración educativa, ampliando la educación secundaria y procurando la separación de la enseñanza de la influencia religiosa.
Una vasta literatura demuestra que una sociedad en la cual la propiedad de los recursos productivos se concentra en pocas manos no alcanzará las tasas de crecimiento y prosperidad como otra donde hay una mejor distribución de la riqueza.
Un país donde para obtener un crédito es más importante tener conocidos que un proyecto sólido, en el que obtener un permiso de funcionamiento es más fácil si hay “patas” que si se cumple la normativa, es un país condenado a la mediocridad económica y al nadadito de perro. Y es un país que condena a la pobreza a los desenchufados.
Distribución de la riqueza. Lo anterior no justifica, sin embargo, abrazar la ligereza de don Pepe Figueres citada por Obregón: “En una democracia, la riqueza es producida por todos y, en consecuencia, debe ser distribuida equitativamente entre todos”.
La sociedad debe procurar mejorar la distribución de la riqueza, pero no con medidas confiscatorias, porque ello resulta en un desincentivo para la generación de riqueza, un alivio apenas temporal para los beneficiarios de la generosidad estatal y un paulatino empobrecimiento de la sociedad en general.
El sistema educativo debería ser la principal herramienta de movilidad social, pero en Costa Rica, más bien, profundiza las brechas. No es lo mismo ser estudiante de una escuela en zona urbana que de una en zona rural, y aun dentro de las regiones urbanas, no es lo mismo ser alumno de un colegio de barrio de clase media que de uno de zona urbano-marginal. Capítulo aparte merece la elitista educación pública universitaria.
El índice de libertad humana (ILH), proyecto conjunto del Instituto Fraser de Canadá, el Instituto Cato de Estados Unidos y la alemana Fundación Friedrich Naumann para la Libertad, evalúa el desempeño de 162 países, con base en 76 indicadores de libertad individual, civil y económica.
Según el estudio más reciente (2019), los países en el cuartil superior (el top 25 %) del ILH tuvieron un ingreso per cápita promedio de $40.171 en el 2017. Costa Rica ocupó el puesto 43 del mundo, ubicada en el segundo cuartil, que tuvo un ingreso per cápita promedio de $13.649. La diferencia es abismal. Este índice, por cierto, encuentra que existe una fuerte correlación entre libertad humana y democracia.
La maraña regulatoria también obstaculiza la movilidad social, porque está diseñada para preservar el statu quo descrito unos párrafos arriba, y no para promover el emprendimiento, la innovación y el crecimiento.
Precisamente, donde peor califica nuestro país en el ILH es en la carga regulatoria, pues ocupó el puesto 124. En lo específico, las regulaciones de los mercados crediticios nos colocan en el puesto 130; las del mercado laboral, en el 96; y las regulaciones para los negocios, en el 85.
Para prosperar, Costa Rica necesita más libertad económica, no más socialismo, aunque sea de la variedad democrática. Don Enrique, que no logra sacudirse la confianza marxista en el determinismo histórico, cree que “el liberalismo será la fuente del futuro socialismo, consecuencia de la evolución natural democrática”.
No, don Enrique. El socialismo no sería la consecuencia de la evolución de la democracia. Sería una tragedia, y los datos lo demuestran.
El autor es economista.