Toda crisis implica riesgos muy altos, gran incertidumbre y un tiempo muy corto para reaccionar y resolver.
Así, es la covid-19. Un problema que, si bien tiene algunas de las características de otros retos afrontados por la humanidad, es único por tratarse de un choque a todo el sistema —sanitario, económico, social, cultural, familiar, personal, etc.— sin una solución de manual.
Ha necesitado respuestas técnicas, multidisciplinarias y expeditas; a la vez, demanda grandes dosis de liderazgo adaptativo en todas las capas de la sociedad para desarrollar nuevas capacidades que nos permitan navegar en el contexto más volátil que hemos vivido hasta ahora.
Según Ronald Heifetz, fundador del Centro para el Liderazgo Público de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard, y quien acuñó el concepto de liderazgo adaptativo, las crisis se desarrollan en tres fases: la preparatoria, la de emergencia y la adaptativa.
Unos pocos países están aún en la etapa preparatoria. La mayoría, como Costa Rica, estamos en la fase de emergencia, la cual, seguramente, durará varios meses. China, epicentro del virus, es la que más ha avanzado y tal vez está mudando de la emergencia a la adaptación, la fase más extensa y compleja.
Durante la emergencia se disparan los niveles de estrés individuales y sistémicos. Además, salen a la superficie una serie de problemas que estaban dormidos. Contener el estrés del sistema dentro de los límites tolerables es tan esencial como contener la velocidad de contagio dentro de los límites de capacidad de atención sanitaria.
En Costa Rica, no hemos alcanzado el pico más alto de la fase de emergencia. Impedir que ese pico sobrepase una altura inmanejable depende de todos nosotros, no solo de las autoridades de salud.
Problema perverso. La crisis sanitaria es el origen de este wicked problem (problema perverso) y factor primario del estrés sistémico que impuso un cambio súbito de prioridades y respuestas inmediatas cuyo resultado es bastante incierto. Pero, también, hay un elevado estrés económico, social y psicológico que demanda atención; no hay un área de nuestra realidad colectiva e individual que no esté siendo golpeada por el virus, y las soluciones no son exclusivamente técnicas.
Heifetz hace una distinción fundamental entre liderazgo y autoridad. Hay quienes ocupan posiciones de poder y no ejercen ningún liderazgo; hay ejemplos indiscutibles, en especial en nuestro continente, de bufones e irresponsables con autoridad. Lo contrario también existe: personas sin autoridad formal que movilizan a otras a dar lo mejor de sí, a desplegar capacidades que quizás no sabían que tenían y a resolver la parte del problema que les corresponde.
Para Heifetz, no hay líderes, sino personas que ejercen liderazgo en circunstancias que requieren capacidad de adaptación. Por ejemplo, quien organiza a la comunidad para apoyar a los más frágiles, quien usa sus destrezas para bajar la tensión en el seno de su familia, quien no compra más de lo necesario o quien pone sus recursos a disposición de quienes gestionan las operaciones de emergencia.
Más allá de la guía. Cuando ocurre un shock tan dramático, como el causado por la covid-19, el deber de las autoridades es mucho más amplio que proveer dirección, orden y protección. Es esencial que generen seguridad y confianza; además de ordenar cuarentenas y cerrar fronteras, deben crear un entorno de apoyo solidario dentro de la sociedad. Eso se logra con transparencia, unidad y coherencia institucionales, un sentido de dirección claro y capacidad de acción e improvisación en la medida de lo necesario para adaptar las respuestas a los cambios.
El rango de incertidumbre debe reducirse al mínimo, asegurándose de contar con el mayor acervo posible de conocimiento y experticia en las áreas prioritarias para atender la emergencia y anticipar lo que sigue; las autoridades deben pedir ayuda a los sectores de la sociedad donde exista conocimiento, generación de ideas y recursos complementarios.
Dichosamente, los campos privado y académico están tendiendo la mano al gobierno, que debe coordinar ordenadamente la acción colectiva y hacerla visible porque la gente necesita ver ese tipo de acción para no perder la calma y asumir con convicción su propio proceso de adaptación a los cambios (aislamiento, distancia de los seres queridos, alteración de rutinas, futuro incierto, pérdida de trabajo, escasez, no ir al colegio, adquirir destrezas tecnológicas, cuidado de los mayores de la familia, etc.).
Para administrar el desequilibrio, además de conocimiento y capacidad técnica, las autoridades deben mostrar empatía, reconocer los temores y el sufrimiento de la gente, y fortalecer los vínculos de confianza entre el pueblo y la institucionalidad. También, deben identificar y estimular los vínculos determinantes para preservar el tejido social, dar esperanza y bajar la presión. Hay que mantener el estrés general en un nivel productivo, no destructivo.
El ministro de Salud, Daniel Salas, es un ejemplo de autoridad formal que ha mostrado ese tipo de liderazgos. Es competente, creíble y excelente comunicador. El presidente ha hecho bien en darle el protagonismo y las riendas de la situación sanitaria; asimismo, debe cuidarlo para que resista mientras la emergencia lo requiera.
En esta fase, el Ejecutivo y el Legislativo bregan simultáneamente con las otras aristas del problema que ya se están manifestando y anticipan los retos más grandes de la fase posterior, la de adaptación y reconstrucción.
Pasado el pico de la emergencia, lidiaremos con el estrés postraumático, el dolor por las vidas perdidas, la recesión económica, el alto desempleo, la pérdida de unidades productivas y de cadenas de valor locales y globales, el retraso educativo, el aumento de la pobreza y la desigualdad, un estilo de vida mucho más controlado por el Estado e infinidad de otras consecuencias imposibles de enumerar.
Ese tipo de contenciones, así como la empatía y la previsión, también tienen que ejercerlos los empresarios con sus colaboradores, los curas y pastores con su feligresía, los progenitores dentro de las familias, los dirigentes comunales y gremiales, etc. Los niveles de adaptación individual, nacional y mundial que tendremos que manejar durante varios meses probablemente no tienen precedentes. Hoy, la adaptación que debemos asumir es la de respetar las medidas impuestas por las autoridades.
La pandemia pone a prueba la capacidad de respuesta y la solidez de la democracia. Desnuda el cortoplacismo de las dinámicas políticas y sociales, y el culto a la inmediatez. Vivimos en tiempos cuando lo hegemónico es el presente, dice Daniel Innerarity, y hemos dejado de lado la consideración hacia los que vivirán las consecuencias de nuestras decisiones. Hoy, por la covid-19, y más tarde por otras crisis impredecibles, debemos hacer política pública para el futuro. Y aprender a gestionar el presente responsablemente y con nuevas formas de solidaridad.
La autora es activista y escritora.