El tormentoso camino fiscal no es novedoso ni sorprendente. No es novedoso porque los desequilibrios fiscales han sido la tónica durante un siglo o más, ni sorprendente porque lo que estamos viviendo se anticipaba desde la fallida reforma fiscal en la administración Chinchilla y, sobre todo, por la ambivalencia de la administración Solís sobre el tamaño y gravedad del déficit.
La reforma tributaria de diciembre del 2018 fue significativa; sin embargo, siempre se entendió como insuficiente, y así lo dijo en forma clara la entonces ministra Rocío Aguilar.
El problema principal está en el gasto y, dentro de este, en una excesiva burocracia muy bien pagada, cuyas remuneraciones doblan las del sector privado.
La pandemia es solo la gota grande que rebosó el vaso, con mucho sacrificio para el empleado privado y ninguno para el empleado público.
En esta coyuntura, el Banco Central tiene la obligación de ayudar inteligentemente. Su ayuda no evitará la crisis financiera, más tarde o más temprano, si los políticos no actúan ya.
Temo que la población no está consciente de la cercanía del precipicio, si muy al inicio del 2021 no tenemos un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Por ayuda inteligente me refiero a que el Banco no contribuya a aumentar el tamaño de la crisis financiera en ciernes. Ya pecó en 1980-1981 y no debe repetirlo.
No ser foco de más incertidumbre. Equivocarse dos veces en tan corto tiempo es imperdonable. Su mejor servicio hoy es mantenerse en una posición muy sólida para soportar el embate sin ser otro foco de incertidumbre.
Solo de ese modo logrará que las consecuencias de la crisis se vayan manifestando de manera gradual y ordenada.
A mi juicio, la desconfianza y la incertidumbre causadas por la ausencia de consenso político empiezan a reflejarse en los precios de los dólares en el mercado cambiario y en los bonos de Costa Rica en los mercados financieros internacional y local.
El Banco puede equivocarse si cree que se trata solamente de movimientos especulativos pasajeros, y entonces debilitará su posición metiendo más liquidez al mercado y perdiendo reservas internacionales para tratar de mover esos precios a sus valores anteriores.
En las últimas semanas he tenido la impresión de falsos cálculos por parte de mis buenos amigos del Banco Central.
La reforma legal de hace unas pocas semanas, y que ya se está aplicando para autorizar la compra de bonos del Gobierno en el mercado secundario, es uno de esos.
Si es propio del Banco tratar de estabilizar los precios de activos financieros en vez de limitarse a administrar la cantidad de dinero por medio de estas operaciones de mercado abierto, puede ser un asunto discutible.
Lo segundo lo hace para estabilizar los precios de los bienes. Si la herramienta fuera igual de eficiente para estabilizar también los precios de los activos financieros (eso habría que verlo), podría entenderse como una arista de la estabilidad de precios.
Pero, y aquí vienen los peros, si el gobierno mantiene sus finanzas tan comprometidas y no manda señales congruentes de ir en la dirección de la disciplina, entonces, tratar de estabilizar los precios de sus bonos es como echar agua en un canasto. El problema ya no estaría en el ámbito monetario, sino en el fiscal.
Desacierto. Me explico: las operaciones de mercado abierto son un instrumento ortodoxo de la política. No habría tenido problemas de que se hubieran utilizado si, cuando empezó la pandemia, eso hubiera producido un problema de liquidez generalizado. Lo cual no ocurrió porque se flexibilizaron otras cosas, como el encaje y las regulaciones prudenciales.
En estos momentos, sin embargo, cuando los errores fiscales del gobierno se reflejan en un rechazo de los bonos de Costa Rica, que el Banco salga al mercado para estabilizar el precio de estos bonos me parece desacertado.
El pecado original ahora no es monetario ni de desastres naturales, sino clara y típicamente fiscal. Si estoy en lo correcto, entonces estamos frente a simple dominancia fiscal.
Por eso, la facultad para el Banco aprobada este año es espada de doble filo: el inciso modificado que autoriza este tipo de intervención del Banco no delimita los propósitos.
Y el hilo entre un problema de liquidez por cuestiones monetarias y uno meramente fiscal queda tan indefinido que permite interpretar la posibilidad de usar herramientas monetarias para atender problemas fiscales.
Por el mismo camino. Algo parecido ocurre en el mercado de dólares. Lo que el Banco hace se asemeja más a la triste historia de 1980-1981.
Si el riesgo de un colapso fiscal conduce a mayor demanda de dólares, por favor no intervengamos dando falsas esperanzas de que en diciembre el tipo de cambio volverá a ¢600. Dejemos al mercado despertar a la gente del letargo. De lo contrario, no vamos a entender la urgencia de acciones fiscales.
Ah, me olvidaba. Una nota breve sobre el FMI. En condiciones normales (quizá dos o tres años atrás), lo que debe hacerse hoy pudo haber avanzado sin necesidad del FMI.
Me parece que se nos hizo tarde. Ya no, sencillamente no. Al borde del precipicio, un acuerdo con el FMI nos devuelve la credibilidad.
La transición al reordenamiento fiscal podrá llevarse a cabo con menos dolor si hay ayuda externa. Y para ello el FMI es fundamental. Dará confianza a posibles acreedores en esa transición, sobre la existencia de un ajuste fiscal con equidad y eficiencia, como explicó Bernal Jiménez Chavarría en su artículo del 12 de noviembre; un ajuste fiscal duradero, basado en el control de los focos de desequilibrio no corregidos durante décadas.
No tengo un culto hacia el FMI, pero quiero ser pragmático. Ya hemos dado suficiente demostración de incapacidad para resolver el desequilibrio fiscal por nuestra cuenta.
El autor es exgerente del BCCR y socio de Cefsa.