“Un fantasma recorre Europa”, decía Marx en 1848. Los espectros de hoy son muchos más. Por Europa, digo la Unión Europea (UE), convertida en símbolo referencial de superación de chovinismos que dividen, enfrentan y paralizan.
Ese impulso de vida condujo a 62 años de construcción de un andamiaje político supranacional. Su empeño encauza un sentido de destino y pertenencia que se opone a la pulsión de muerte escondida detrás del patrioterismo obtuso de intereses nacionalistas, que siempre terminan descalabrando lo propio y lo ajeno.
Pero entre lo dicho y lo hecho, hay enorme trecho. En su arquitectura constructivista, la audacia europea fue más ambiciosa que su prudencia. Puestos a armonizar las brechas económicas, el diseño monetario del euro acentuó, más bien, las asimetrías existentes, en beneficio de los grandes. Es camisa de fuerza para los débiles y abono constante de resentimientos contrarios a sus mismas premisas de cohesión.
El acreedor puso su bota germánica sobre la humillación griega y los intereses bancarios ahogaron a comunidades enteras, asfixiando las políticas sociales de todo el sur del continente. El populismo resultante de la acentuada disparidad de riqueza entre países y de desigualdad de ingresos entre comunidades socava la emoción colectiva de la experiencia europea, intensifica el malestar social y alimenta desapego.
Imprudencia inagotable. Y eso en lo económico, que, sin embargo, por esencial, no agota la imprudencia. La milagrosa liberación pacífica de Europa del Este de las garras rusas redundó en una tentación expansionista comprensible, pero fue más fuerte que la debida consideración a historias y mentalidades apenas en primeros y dubitativos pasos hacia una conciencia democrática previamente inexistente. Partiendo de regímenes totalitarios, los ucases de Bruselas no pueden sustituir los procesos de transición que demanda el paso democrático.
Desde la caída del muro de Berlín, la UE se expandió en pocos años a 13 nuevos miembros. Después de 30 años de reunificación, ni siquiera Alemania ha logrado una entera cohesión con su gemela del este. Nada extraño que regímenes autoritarios y tendencias derechistas extremas formen parte del heterogéneo quilt europeo.
En todo ese proceso y acompañando las disimetrías, la UE se vio atrapada por antiguos pecados de su pasado colonialista. No estaba en su gran visión pacífica y mediadora acompañar a los Estados Unidos, bajo falsas premisas, en su aventura en Irak. En eso se dividió su conciencia, primando, en algunos, reflejos nostálgicos de gran potencia. El fragmentado escenario político islámico quedó sumido en guerras interminables.
Desplazadas por esos conflictos, oleadas humanas vuelcan sus esperanzas en la no siempre cumplida promesa de solidaridad europea. Ya en el 2015, 76 millones de almas buscaban Europa. Fueron inútiles los esfuerzos de la Comisión Europea por un sistema de cuotas que diera respuesta colectiva a una crisis migratoria sin visos de contenerse. Cada país respondió por cuenta propia. La guerra civil en Siria rebosa campos de refugiados en Italia y Grecia.
Chantaje y mutación. La UE llegó al punto de sellar un compromiso de pago a Erdogan a cambio de contener la marejada de desplazados. Abominable precio que reniega del derecho de asilo y la deja en brutal dependencia de Turquía. La sola amenaza de soltar el tapón de refugiados le cierra la boca cada vez que trata de sancionar el giro autoritario de Erdogan.
Las guerras civiles en el Cercano Oriente, las intervenciones militares y la ola migratoria tienen consecuencias políticas. El terrorismo, viejo azote de extremismos de izquierda, ha mutado en su componente islámico. La demanda de seguridad está reduciendo libertades civiles y espoleando la extrema derecha xenófoba con ideologías presuntamente sepultadas bajo los escombros de la guerra.
Trump, en la presidencia de Estados Unidos, la sombra de Putin desmembrando Ucrania y la ruta china de la seda en sus fronteras demandan una capacidad de respuesta colectiva que es imposible alcanzar con su sistema de consensos. A la pérdida de cohesión social se suma ahora el quebranto de cohesión política en temas centrales a la razón de ser de la UE.
Incluso sin todos esos desafíos, el ideal comunitario se ha visto encapsulado en una élite burocrática distante de las preocupaciones de la gente, y diseñada para evadir un acceso real de la ciudadanía. El sentimiento de identidad colectiva se ahoga en una burbuja de 751 eurodiputados a merced del cabildeo corporativo de decenas de miles de lobistas.
El sistema de administración de Bruselas dista mucho de ser un equilibrado “Estado supranacional”. La Comisión Europea, que ejerce como una especie de ejecutivo, es un organismo no elegido. Las esperanzas reformistas de un eje París-Berlín se desdibujan con recelo y desafecto, incluso en los mismos países dominantes donde crecen resentimientos y desconfianza. Entre chalecos amarillos y sindicatos defendiendo fueros, la estrella de Macron no tiene el brillo inicial. Merkel tampoco resultó una socia dispuesta a acompañarle.
Más obstáculos. El brexit llega en el peor momento, debilitando a la UE en el concierto mundial frente al avance geopolítico de China, creciente injerencia rusa y el debilitamiento de la OTAN, a la que Macron declaró en estado de muerte cerebral. La constante amenaza de guerras comerciales y los desafíos planteados por disrupciones tecnológicas se suman al resto de obstáculos en el camino de un ideal que merece sobrevivir a sus propios yerros.
Con todo y sus carencias, la UE es uno de los pilares fundamentales de la paz y el progreso de los pueblos. Yo llamaría ideal ético a ese élan vital surgido de las cenizas de la guerra. La UE es una aspiración histórica cortada a la medida de los tiempos envolventes que vivimos. Nada desmerece que un continente de tradición belicista haya aprendido a negociar y a cooperar. Esa es la gran conquista humana que debe prevalecer por encima de los fantasmas de su desconcierto actual.
La autora es catedrática de la UNED.