Las trabajadoras sociales del hospital de beneficencia de Houston, donde yo me hacía tratar por el VIH, organizaron un grupo de apoyo al que asistí entre los años 2003 y 2006.
Como ya lo narré en mi reciente texto sobre este tema, a las reuniones concurrían prostitutas, homosexuales, drogadictos, hemofílicos y toda persona contagiada por la enfermedad. Casi sin excepción, se trataba de pacientes en estado terminal. Algunos de ellos se veían tan agostados, tan cadaverosos —los huesos del cráneo, los pómulos, la estructura ósea de la cara estaba ya expuesta— que no podía resistir mirarlos directamente a los ojos.
Generalmente, escogía un punto en la periferia de sus rostros, afectaba naturalidad, y entablaba diálogo con ellos. La idea original —yo era el paciente más saludable— era que hiciera las veces de motivador. ¡Cuánto sobrevaloraron las trabajadoras sociales mi capacidad de liderazgo, mi ecuanimidad, mi agudeza psicológica y mi talento para transmitir inspiración a aquellos seres crepusculares! ¡Eran ellos quienes terminaban motivándome, ellos quienes me sostenían anímicamente!
Es triste… Trato de recordar sus nombres y veo que todos se han evanescido en el olvido. No recuerdo ni siquiera el nombre de las trabajadoras sociales —dos mujeres extraordinarias, por quienes siento profunda gratitud—. Quizás lo único bueno que logré hacer en ese grupo fue tocar el piano durante las fiestas de Navidad disfrazado de san Nicolás, con el vestido rojo, algodón a guisa de barba y pelo, y considerables cantidades de relleno para mi barriga. Hoy, el relleno no sería en lo absoluto necesario. Eran fiestas alegres. Alegres, sí, aun cuando todos en el grupo sabíamos que nuestros barcos llevaban torpedos incrustados bajo la línea de flotación y no tardaríamos en yacer en el fondo del océano.
Nuestro Forrest Gump. El miembro más notorio del grupo era un enfermo que se propuso, a la manera del encantador personaje cinematográfico Forrest Gump, recorrer a pie la totalidad del estado de Texas… ¡Y lo logró!
Su proeza llegó a oídos de periodistas y su cara salió en la portada de una revista. Era nuestro héroe, nuestra celebrity, nuestra vedet de farándula y nuestro portavoz.
Un hombre simple, sin educación, pero dotado de una beethoveniana fuerza de voluntad. Todos lo admirábamos: era nuestro estandarte. Un día no llegó a la reunión. Llamé intrigado al doctor Johnson, hombre dulce y afable. Me dijo que un tipo de cáncer frecuente entre las personas inmunosupresas, una variedad de la enfermedad particularmente agresiva, se había alojado en su cuerpo.
Quedé abismado en el silencio. Lo perdimos en cuestión de días. Y de nuevo, me duelen los tuétanos del alma al descubrir que soy incapaz de recordar su nombre. Solía decirme Roberto Murillo que era lo primero que uno olvidaba de la gente, y creo que tiene razón.
Tiempo antes de morir. Jugábamos cartas —actividad que nunca me ha interesado, pero me sumaba para pasar tiempo y compartir sonrisas con ellos—. Nunca aprendí (es un esfuerzo histriónico considerable) a fingir la llamada poker face. Por más que me esforzaba, jamás lo logré, y siempre perdí por no saber bluffear a mis contrincantes.
Era cosa que los divertía y conmovía al mismo tiempo: “Sos una persona muy sincera” —me decían—. Lo que no sabían era que el asperger hacía de mí el peor jugador de póker que fuera dable imaginar. Veíamos el Super Bowl con religiosa devoción y un amigo que tenía grabadas todas las peleas de Mike Tyson (ya en los años de nuestras reuniones Dinamita Kid estaba acabado) nos permitía disfrutar de una buena andanada de sopapos y golpes de maza demoledores.
Los rivales de este monstruo rebotaban como peleles de un lado al otro del tinglado… jamás vi cosa igual, y eso que siempre he sido aficionado al boxeo. En algún momento, intenté introducirlos al mundo del ajedrez, pero ellos ya no eran capaces de mantener la concentración que este juego demanda. Se me quedaban dormidos al otro lado del tablero, la cabeza hundida entre sus manos, exhaustos, vencidos. No luchaban contra mí, sino contra un ejército de patógenos oportunistas que colonizaban sus cuerpos y corroían sus órganos.
Muchos de ellos morían un par de semanas o quizás un mes después de ingresar a nuestro grupo. Fueron aves de paso. Tristes aves de paso con las que tuve el privilegio de sonreír y charlar siquiera un momento. Apenas el tiempo necesario para bendecir o maldecir la vida: fui testigo y voz de ambas reacciones.
En los más lúcidos de mis días —me preparaba para ello—, les contaba mi historia de vida, los inducía a la reflexión, al disfrute pleno del instante presente y evocaba a san Agustín, quien sostiene que del pasado y del futuro no se puede predicar absolutamente nada, excepto que ya no son. Solo tenemos el presente —un “momento de distensión”, lo llama el águila de Hipona— que se desgrana a velocidad vertiginosa y nos deja apenas el dulce aroma de su ausencia.
La esperanza. Pero a ellos no les interesaba san Agustín. Algunos estaban tan vapuleados, tan agostados por la enfermedad, que solo anhelaban morir: así me lo decían, con absoluta naturalidad, sin amargura, sin el menor tremendismo.
Otros todavía se aferraban a la esperanza de las pastillas, de los tratamientos experimentales… Los ejemplares doctores Johnson y Gathe no les ocultaban la gravedad de su situación, pero tampoco los privaban de esa arma innata, de esa herramienta indispensable en la vida del ser humano que es la esperanza.
Ningún médico en el mundo, por eminente que sea, tiene el derecho de robarle a un paciente su esperanza y dejarlo librado a la intemperie metafísica.
Al salir de las reuniones del grupo de apoyo, me sentía siempre más alto, más noble, más puro, más bueno. Eran bellas personas. Armadas de todo lo que define al ser humano: dignidad, nobleza, compasión, solidaridad, bonhomía y una sinceridad a un tiempo conmovedora y devastadora: quien no tiene más que unas semanas de vida, no tiene ya nada que ocultarle al mundo.
La muerte nos hace desaprender la mentira, el fingimiento, y tira por el suelo todas nuestras caretas. Y fue al desgaire de estas fragmentadas reminiscencias, de estos conatos de autobiografías que me fui enterando de lo que fueron sus terribles existencias. ¡Y yo que creía conocer lo que es el dolor me daba cuenta de no ser más que un merodeador de los humanos abismos, un visitante del infierno con visa de turista!
A todos los perdí. Es imposible que sobreviva alguno de ellos. Me dieron su tesoro, me hicieron albacea y depositario de él, y partieron. Homosexuales rechazados y anatematizados por sus familias; mujeres que ejercían la prostitución desde que eran niñas porque a ello las forzaron sus familias; drogadictos que optaron por el artificial paraíso de la intoxicación porque no soportaban el infierno de sus familias.
Siempre la familia, sí, ese locus amoenus donde se supone deberíamos aprender el amor, y que a menudo se convierte, antes bien, en el sórdido laboratorio donde hierve, en tubos de ensayo, todo el dolor, toda la agresión, toda la crueldad que cargaremos por el resto de nuestras vidas.
Siempre presentes. Gracias, amigos, ahora por siempre innominados. Sombras, fantasmas, retazos de un pasado sangrante. Gracias, sí, por haberme enseñado todo lo bello que tiene el ser humano y la necesidad de preservar la dignidad, aun cuando nuestro cuerpo esté cubierto de úlceras y abscesos supurantes, y no sea ya más que un boceto desdibujándose en el lienzo del tiempo; aun cuando hayamos tomado caminos equivocados, careciendo de las migajitas de pan de Pulgarcito para reencontrar el sendero a casa.
Tuve con ellos más intimidad y niveles de comunicación más hondos que los que sostenía con las grandes eminencias académicas de la Universidad Rice. Ellos fueron mi escuela, la más poderosa, auténtica, titánica imagen del ser humano que la vida me ha deparado.
Como diría Baudelaire: “¡Oh, Dios, dame la fuerza y el coraje de contemplar mi corazón y mi cuerpo sin asco!”.
El autor es pianista y escritor.