Un feminicidio más. Una mujer menos y otra familia doliente. Y más miedo en las calles y en las casas, pero solo para las mujeres.
Estas palabras pudieron haberse escrito por lo menos 6 veces más en este año, y otras 15 en el 2019. Después de cada muerte de una mujer, por el hecho de ser mujer, mientras otras claman justicia, protección y prevención, hay un vacío de voces masculinas preguntando qué vamos a hacer al respecto.
Esas 21 mujeres, y tantas otras antes que ellas, probaron con sus vidas que no hay vestimenta, extracción social, nacionalidad, destino, educación, compañía ni hora del día que ampare a una mujer contra la mano violenta de un hombre que la cree su propiedad, su inferior, conózcala o no.
Las leyes, aunque necesarias para penalizar los crímenes contra la mujer, no atacan con inmediatez el problema medular del feminicidio. Las fuerzas policiales llegarán cuando el hecho ya haya sucedido, para sumar una muerte más a las estadísticas.
La educación de las nuevas generaciones es valiosísima para paliar y erradicar la violencia sexista en el futuro, pero ya existen, y en abundancia, agresores fuera de las aulas.
Ya pasó también el momento para achacar a los medios de comunicación la responsabilidad en primera instancia de impulsar un cambio cultural para al fin valorar a la mujer en equidad.
Estos y otros factores no tratan la cuestión medular del problema: la psique del hombre que se cree con autoridad natural y moral para matar a la mujer por su condición de mujer.
Es hora de dar pasos nuevos y radicales. Somos los hombres de hoy quienes cargamos una tarea pendiente de larga data, de actuar con y entre nosotros mismos para redefinir nuestras masculinidades y desterrar el odio a lo femenino de esa concepción del ser hombre.
Pérdidas. En las raíces de la violencia contra la mujer, hay necesariamente un odio hacia lo femenino, que se manifiesta de muchas formas que no necesariamente desembocan en la violencia, y no solo victimizan a la mujer.
Más bien, hay una serie de grandes pérdidas individuales y sociales cuando el hombre aprende a odiar toda expresión de lo que socialmente entendemos como femenino, de las cuales la máxima es la muerte de una mujer.
Antes de esa gran pérdida está la de un hombre que no sabe lidiar de forma sana con sus frustraciones, pues nunca lo dejaron ni se permitió él mismo explorar sus emociones y sentimientos, mucho menos en conversación franca con sus congéneres. La del hombre que no sabe demostrar ni recibir afecto de otros si este no es agresivo e impersonal.
También pierde un hombre que más allá del trabajo no sabe valerse por sí mismo ni velar por su propia comida y aseo, pues considera que esas tareas jamás serían dignas de un hombre de verdad.
Ahí, perdemos también todos, pues, al no contribuir en su propia casa, se vuelve una carga para sus cohabitantes.
¿Cuánto perdimos también cuando ridiculizamos la intención de un ministro por infundir mayor ternura en la educación de nuestra niñez en las aulas? Quizá desde esa perspectiva habríamos encontrado herramientas más eficaces para frenar el acoso escolar, no desde el castigo, sino desde la empatía y el autoconocimiento preventivos.
Odio y control. Un hombre que interioriza el deber para con la sociedad de negar dentro de sí mismo todo atisbo de lo que clasificamos como femenino aprende también a controlarlo y, por ende, a que puede y debe controlar lo femenino que habita fuera de sí mismo.
Como argumenta la filósofa estadounidense Kate Manne, la misoginia va más allá del odio hacia la mujer y lo femenino, pues también una mujer puede ser misógina y un hombre misógino puede amar a una mujer.
No, la misoginia es el control y el castigo hacia lo que intente cuestionar la superioridad masculina, una manifestación moral para hacer cumplir la ideología del sexismo.
Por eso, a un sector de la población masculina le cayó como un balde de agua fría que se pensara penalizar el acoso sexual callejero.
Ese rechazo a un cambio en el statu quo para dejar de normalizar comentarios que no son ni bienvenidos ni solicitados por las mujeres comparte raíces con los clamores contra el fantasma de la “ideología del género”, con la homofobia y la violencia contra mujeres trans en barrio Amón.
Las comparte también con las agresiones sexuales y los feminicidios, y con la violencia estructural que margina a la mujer del acceso a salarios equitativos y puestos de decisión y poder.
Tareas individuales. Las leyes y las penas tienen resultados limitados para frenar la violencia contra la mujer, pues no hay reglamento que vaya a detener el impulso agresor de un hombre que se cree poseedor del cuerpo y la existencia de una mujer.
No habrá tregua de la violencia contra la mujer hasta que el hombre haga una nueva exégesis de la masculinidad a partir del análisis de sus presentes contradicciones y ambigüedades.
En ese proyecto, las responsabilidades van desde la apertura constante de espacios de diálogo entre nosotros, para explorar el significado de lo masculino, hasta la búsqueda de atención psicológica para resolver conductas y patrones que apuntan hacia la interiorización del sexismo y la misoginia.
Colectivamente sigue siendo urgente reconocer y fortalecer el rol de instituciones que de manera preventiva contribuyen a articular la lucha contra la violencia de género.
Pero individualmente urge asumir el deber de, más allá de frenar actitudes y comportamientos machistas propios y ajenos; asimismo, cuestionar con vehemencia a la persona que los perpetúa y ser insistente en señalar y condenar estas manifestaciones de violencia.
Lamentablemente, estas palabras no tienen valor alguno si entre hombres no las llevamos a la acción. Por tanto, según hayamos avanzado en el espectro de alianza contra la violencia de género, debemos apropiarnos de roles más activos en defensa de la equidad entre hombres y mujeres, y de la erradicación de la violencia contra la mujer.
Sí, el hombre tiene también la responsabilidad de ser policía y juez entre sus familiares y amigos varones para identificar y detener las manifestaciones cotidianas de la misoginia y el sexismo, y mediador entre masculinidades productivas y las rancias, para que estas últimas evolucionen y dejen de ser medio de cultivo de la agresión de género.
El autor es comunicador y administrador.