John Le Carré piensa que el brexit es “la mayor idiotez y la mayor catástrofe que ha perpetrado el Reino Unido desde la invasión de Suez” (El País, 21/10/2019). Historiadores como Ian Kershaw llegan más lejos y les cuesta encontrar un disparate más grande en toda la historia inglesa, que con altibajos fue construyendo un armonioso estado plurinacional. El brexit es un primer paso hacia su desintegración. Por eso, difícilmente, existe una decisión menos afortunada.
¿Cómo encontrar sentido a ese culebrón interminable? ¿Qué remota cábala racional se esconde detrás de la obsesión de algunos políticos británicos de romper con la Unión Europea (UE)? Lo más cercano a una lógica, si la tuviera, sería reemplazar los lazos comerciales con un vínculo especial con Estados Unidos. Fantasía perversa que America First desmiente.
Si se hace un recuento de tropezones, el primero fue poner a consulta popular un asunto de tanta complejidad y trascendencia histórica. Que la madre de las clases políticas democráticas cometiera ese desatino es inexplicable. Pero, una vez en ese trance, lo realmente imperdonable es no encontrar una salida respetable.
Resultado inesperado. Las cosas parecían sencillas, en el 2016, con el referendo que inició la carrera hacia el abismo. El votante británico tenía que decantarse entre “quedarse o salir”, opciones de aparente sencillez, como lo fue en su momento el “Sí” o el “No” al TLC en Costa Rica.
Hago esta remembranza porque aún me da repelo pensar en la catástrofe en la que estaríamos hoy si el “No” hubiera ganado. Detrás de simplismos semejantes, suele esconderse la esencia del sentido de destino. Así ocurrió en el Reino Unido (RU). Ya vamos por la tercera temporada de esa tragedia convertida en bufonada, con todo y titiritero, de despeinada melena rubia, ojos azules y alma bárbara, como diría Rubén Darío.
En el momento del referendo, el RU cumplía 43 años de tener toda su vida económica, industrial y financiera imbricada en la UE. Pero lo económico no agotaba la madeja de lazos jurídicos, sociales, laborales y migratorios que entretejían con Europa su vida social.
La palabra salir no agotaba la complejidad de amarres que debían romperse. Muchos de ellos llegan tan profundamente al alma británica que al rasgarlos se rompe también la amalgama que convierte a Escocia, Gales, Irlanda del Norte e Inglaterra en un reino “unido”. Parece mentira que ese enjeux no se haga patente hasta ahora.
El mejor acuerdo perdido. A Theresa May le tocó negociar la salida, procurando no salirse del todo. Mal que bien, lo logró. Llegó a un acuerdo que mantenía vínculos comerciales, mientras se negociaba una unión aduanera definitiva. En caso de no lograrlo, Irlanda se aseguraba de no tener fronteras en su isla.
Fue el mejor acuerdo posible. Eso se ve ahora. Pero, después de repetidos intentos, el Parlamento británico no supo aprobarlo. Esa incapacidad de anticipar los efectos de la indecisión precipitó la renuncia de May, con la consecuente designación de Boris Johnson. Fue el peor efecto indeseado y el panorama se oscureció más.
Después de múltiples piruetas, Johnson logró un nuevo convenio con la UE. Obviamente, peor que el anterior, porque el backstop de May no ponía restricciones a las relaciones de Irlanda del Norte y el resto del RU. Si ahora no habrá frontera entre las dos Irlandas, sí la habrá en el mar del Norte y, con ella, entrabamientos al comercio entre las islas.
Queda Irlanda del Norte bajo estándares europeos. El riesgo de un futuro desmembramiento del RU crece. Le Carré calificó ese acuerdo de “una traición a Irlanda del Norte y un clavo más en el ataúd de la unión del Reino Unido”.
Ya arrecian vientos independentistas en Escocia que, puesta a escoger, puede preferir más ser europea que británica. Esos aires también soplan en Gales y una Irlanda del Norte que votó por quedarse se sentirá más en casa con la UE si sus estándares se ajustan a ella y sus mercaderías sufren inspección antes de llegar a costa inglesa.
Más tiempo, más agonía. El 19 de octubre los diputados se negaron a aprobar el acuerdo de Johnson e impusieron discutir los detalles de la ejecución del plan. Eso obligó a Johnson a pedir una prórroga a la fecha límite de salida, el 31 de octubre.
Contra las cuerdas, el 22 de octubre, el Parlamento hizo otra maroma alambicada. Aprobó a grandes rasgos el acuerdo, pero rechazó el calendario de discusión del Ejecutivo, de solo tres días para 110 páginas, que hacía imposible el debido escrutinio de la ley británica más trascendental del último siglo. Sigue la discusión detallada del acuerdo para convertirse en ley. Eso tomará tiempo y la prórroga de la UE seguramente se lo dará, con espacio para enmiendas, incluida la posibilidad de ratificación popular.
La tragicomedia británica llega así a una nueva temporada. Johnson llama a nuevas elecciones para generar un cambio en la relación de fuerzas en el Parlamento. No es tan simple. También para eso necesita mayoría calificada, y sin asentimiento de la oposición, no la tendrá. ¿Qué pasará ahora?
Una posibilidad nada despreciable es que el acuerdo de Johnson sea aprobado. Eso abriría un período de negociación de un TLC, hasta el 31 de diciembre del 2020, plazo imposible para un tratado tan complejo.
Piénsese que la UE duró siete años negociando con Canadá y con Centroamérica, cuatro. Si vence ese período, hay dos opciones: una salida sin acuerdo o una nueva prórroga. Es decir, de nuevo el desastre o la angustia de la espera.
Esto parece no tener fin. Si hubiera elecciones, todo dependerá de las nuevas relaciones de fuerza y esas nadie las puede pronosticar hasta no ver las propuestas de campaña. A la postre, lo mejor que podría pasar sería un nuevo referendo y quedar como antes, pero el desgaste institucional, la fragmentación social, la desinversión, la inseguridad financiera y el desprestigio internacional, eso nadie lo quita.
Por dondequiera que se mire, el RU quedará peor. Todo, sin haber ganado nada. Nunca tanto para tan poco.
La autora es catedrática de la UNED.