El “crimen de odio” es la forma victimista del delito de difamación. Un proyecto de ley multipartidario pretende incluir el “crimen de odio” en el Código Penal. Según informó La Nación (14/5/2019), “el objetivo del proyecto es prevenir y castigar las exclusiones fundamentadas, por ejemplos, en razones de nacionalidad, sexo, origen étnico racial, color, orientación sexual, idioma, religión, afiliación gremial, opiniones políticas, posición socioeconómica, condición migratoria o discapacidad”.
Se entiende el buenismo de los promotores de aquella iniciativa, pero, “considerando en frío, imparcialmente”, debemos evaluar si ganaríamos de aprobarse tal proyecto. En realidad, perderíamos, pues es negativa toda norma que nada nuevo agregue a la legislación vigente, y que restrinja la libertad de expresión y de prensa.
El proyecto adolece de un error conceptual: exclusión no siempre es odio; puede excluirse sin odiar. Excluir a las mujeres (por razones de sexo) de un equipo de fútbol masculino no equivale a odiar a las mujeres. También, suponemos, excluir a los hombres (por razones de sexo) del Instituto Nacional de la Mujer no implica odiar a los hombres (en el Inamu trabajan nueve mujeres por cada hombre). Si tal proyecto fuese ley, las “excluidas” y los “excluidos” podrían denunciar al equipo y al Inamu y ganar en la demanda.
Más victimismo. La idea de penar los “crímenes de odio” no es nueva. Aunque haya antecedentes, se extendió durante la segunda posguerra mundial, cuando varios países europeos establecieron el delito de la negación del Holocausto. En Francia también es un delito negar el genocidio armenio, aunque no lo es en Israel. Así pues, en tales casos, es un delito negar que algo ocurrió: “delito” irracional, pues no pude ser un crimen negar que hubo algo. Ciertas personas niegan que Jesús haya existido; por tanto, también serían culpables de “crimen de odio” en perjuicio del cristianismo. (¿Será un crimen antiselenita negar que llegamos a la Luna?)
La moda de sancionar los “crímenes de odio” se ha difundido en el mundo occidental desde hace unos años, cuando adquirieron fuerza las “identidades”: sexuales, raciales, nacionales, étnicas, religiosas, etcétera. Cada una reclamó leyes que la protejan contra el “odio” que imaginaban sufrir. No les parecieron suficientes las normas que penan la difamación, sino que exigieron inventar el “crimen de odio”, especie de la difamación recién descubierta en la selva del delito.
La ocurrencia de inventar el “crimen de odio” es también una forma de satisfacer el victimismo, actitud de ciertos grupos que se sienten ofendidos más allá de los agravios: exageran. Obviamente, es algo subjetivo calificar el grado de una ofensa, pero el victimismo siempre tiende al alza: 500 %. Por ejemplo, la “apropiación cultural” denuncia que el grupo X “roba” al grupo Z si X usa un peinado típico de Z, pero Z sí usa una escoba o un teléfono inventados por el grupo X, y no le roba. Los “copitos de nieve” (snowflakes) se ofenden por todo, y todo es todo.
Pobre Paquita. Ya de por sí es difícil la calificación judicial de una injuria o de una difamación, pero más difícil será fallar contra los autores de un “crimen de odio” dadas la amplitud y la vaguedad de los aspectos “protegidos” (color, religión, opiniones políticas, posición socioeconómica, etcétera). Por cierto, ¿puede haber “crimen de odio” contra las opiniones políticas?r
Imaginemos que un grupo religioso entra en la lucha política y hace campaña contra el matrimonio intrasexual (mal llamado “igualitario”). ¿Puede tal grupo ser acusado de “crimen de odio”? Sí, obviamente, pues su prédica afecta los intereses de otros grupos. A la inversa, un partido que postule el Estado laico puede ser denunciado por “crimen de odio” por los objetores de dicho Estado.
Algo más pintoresco: Paquita la del Barrio podría ser denunciada por “crimen de odio” ya que predica la denigración del hombre al llamar “rata de dos patas” a uno en una canción hembrista (hay machismo y hay hembrismo); podría, además, exigirse que tal composición deje de difundirse y que se quemen sus discos para que Paquita ya no torne al barrio.
¿No sería bueno también denunciar a quienes celebran tan odiosa ofensa? Sí; ya que estamos en esto, vayamos por el todo. (De paso sea dicho, “denigrar” proviene de “negro”.)
Penal de ley. El proteccionismo del “crimen de odio” facilita la comisión de injusticias. Por ejemplo, si un hombre blanco heterosexual y uno negro homosexual pelean a causa de un choque de vehículos, el negro podría acusar al blanco de “odio”, pero el blanco no podría hacer lo mismo, pues el hombre blanco heterosexual ya es la única persona carente de protección especial.
En varios países, la ley de violencia doméstica protege a priori a la mujer, pero no al hombre (aunque haya sido la víctima), pues se le supone machismo, una forma de odio “por razón de sexo”. A la inversa, aunque los defensores del proyecto no lo admitan, también habrá “crimen de odio sexual” por discriminación contra un hombre si gana un concurso y no le dan el empleo “porque falta una mujer” (esto ya ha ocurrido en Austria).
En el proyecto de ley comentado, se agazapa la manía antiliberal de reducir y amenazar la libertad de pensamiento, de expresión y de prensa, ejercidas responsablemente y según las leyes actuales. Estas ya castigan la formulación de amenazas y los delitos contra el honor: la calumnia, la injuria y la difamación (incluso, podrían aumentarse las penas).
Vivir en libertad y democracia es aceptar riesgos; es obligarnos a oír lo que nos displace: refutemos lo oído si hace falta, pero no seamos “copitos de nieve”. El “delito de odio” nada aporta al derecho y es rerrecorrer el camino haciéndose los justicieros. No importa lo que digan las Naciones Unidas, que dicen muchas cosas: el proyecto de ley de “crímenes de odio” es más peligroso que útil. La del “odio” sería una nueva ley penal, aunque penal-fútbol: para el soleado aplauso de las tribunas.
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El autor es ensayista.