Amo México. Fue el primer país que visité, allá en 1981, y en él he cosechado algunas de mis más exitosas experiencias pianísticas (en 1997 y el 2008).
Tentado, me siento a decir, como Yolanda Oreamuno en su célebre ensayo México es mío (Repertorio Americano, diciembre de 1944), amo la hospitalidad y calidez de la gente, su música, su plástica, su teatro, mucho de su cine y la devoción e integridad arqueológica con que han preservado su patrimonio arquitectónico precolombino y colonial.
Pero México es un país enfermo. Una sociedad aquejada de gravísimas patologías colectivas. Un promedio de diez mujeres son asesinadas cada día.
En un año, los asesinatos ascienden a 3.650. Pero las cosas no quedan ahí. Piensen en las que sobrevivieron a sus verdugos (sus propios cónyuges, la mayoría de las veces), pero quedaron mutiladas, vapuleadas, fracturadas, rencas, mancas, ciegas, quemadas o psíquicamente lesionadas por traumas, pesadillas, terrores, depresiones, miedo y desconfianza radical del ser humano.
No hay palabras para censurar esta atroz locura destructiva, esta vesania, este furor aniquilador, esta ira acéfala, que cual un sunami arrasa todo lo que se le cruza en el camino.
Carnicería. No podemos ya hablar de machismo o de patriarcalismo, y tampoco de misoginia. Son términos que se han quedado cortos para describir las carnicerías a que las mujeres están siendo sometidas en México, tanto en la capital como en las ciudades de provincia.
Se trata de algo mucho más oscuro, abismal, tenebroso y satánico. Por poco, podría hablarse de una fobia a la mujer: la fobia —es decir, el miedo— se traduce en odio.
La mayoría de las cosas que decimos odiar en realidad nos inspiran un miedo profundo. El odio es miedo disfrazado, miedo con el que no sabemos cómo lidiar, miedo no asumido como tal.
¿Miedo a qué? ¿A los recientemente adquiridos y consolidados derechos de la mujer en el seno de una sociedad que la reconoce como sujeto equipotencial y simétrico a los hombres? Es posible, aunque sospecho que este nivel de odio-miedo tiene orígenes más legamosos y atávicos.
El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, una manifestación masiva recorrió las calles del paseo Reforma. En algún momento, un grupo de ellas, abrumadas por tanto dolor e indignadas por tanto silencio, tanta complacencia y tanta indiferencia de las autoridades policiales y legislativas encargadas de poner alto a este holocausto (porque no es menos que eso: recuerden, amigos, que hay muchos tipos de holocaustos), cometieron actos de vandalismo.
Quebraron un par de vitrinas y derribaron el letrero de algún negocio: ¡Huy, qué gran devastación! No hay en este comprensible estallido nada que ni de lejos se compare con las degollinas a que las mujeres están expuestas en México. Por supuesto, no murió nadie, y a lo “peor” que llegaron algunas de las manifestantes fue a descubrir sus senos.
El gesto fue censurado, sin duda, por aquellos mismos hipócritas que esa misma noche estarían sumergidos en el tanque séptico de las páginas porno de sus computadoras.
¿A quién puede importar un par de senos, cuando su desnudez simboliza, alegoriza la desnudez jurídica, la desnudez ciudadana, la desnudez policial a la que la mujer está librada? ¿Es que no les da la cabeza para interpretar la semiótica del gesto y de la imagen?
Muerte por todas partes. Mi querida amiga y gran poeta Laura Gómez subió a su página de Facebook algunos comentarios sobre estos hechos, y por poco se hace lapidar por una manada de primates que se fijaron —¡y cuán bien!— en los senos, pero que jamás han visto las imágenes de las mujeres descuartizadas que la policía ha encontrado en alcantarillas, cloacas, sótanos, siniestras callejas, parques solitarios, barrios miserables y residencias de alcurnia: la matanza a escala industrial de las mujeres en México no es exclusiva de las zonas marginadas, de los anillos de miseria: también es oficiada en las mejores barriadas del Distrito Federal.
Alguien le preguntó a Laura que por qué estas sublevadas mujeres no imitaban el ejemplo de Gandhi, quien, como todos sabemos, logró liderar a la India hacia la independencia del Imperio británico por medios pacíficos, sin disparar una bala, y mediante una revolución pasiva, mediante la resistencia, mediante una serena, controlada, sistemática desobediencia a los mandatos del invasor y el colonialista.
En primer lugar, Gandhi era hombre: eso facilitó en mucho su gestión revolucionaria. Tenía la autoridad que su sociedad confería a los varones: ninguna mujer hubiera podido llevar a cabo tal proeza en la India de los años treinta y cuarenta. En segundo lugar, personajes como Gandhi aparecen en el mundo una vez cada quinientos años.
Es cierto, el modelo de Gandhi inspiró muchos exitosos movimientos de lucha por los derechos civiles, pero es que la mujer mexicana no está en este momento luchando por sus derechos civiles.
Su combate es mucho más básico y perentorio: lucha por su próxima bocanada de aire, lucha para no estar muerta hoy, o mañana o pasado mañana.
¿Qué querían ustedes? ¿Que las manifestantes de ese 8 de marzo recorrieran las calles lanzando petalitos de rosas blancas a diestra y siniestra, en una alegoría floral de su aspiración a vivir en armonía con los hombres?
¡Ya eso fue hecho! ¡Ya cumplieron con ello! ¡Ya ese tipo de manifestaciones líricas fueron ejecutadas! ¡Y todo fue inútil, estéril, perfectamente superfluo! ¡Antes bien, la rabia ciega de flujo piroclástico de los asesinos no hizo sino enconarse más con tales ceremonias!
Además, ¿por qué exigirles a las mujeres mexicanas que emulen el gesto de Gandhi? Si así son las cosas, entonces exijámosles también a los policías mexicanos ser todos como Eliot Ness; a los jueces ser como Perry Mason; y al presidente López Obrador ser como Winston Churchill.
No justifico el vandalismo de las mujeres manifestantes: justificar algo significa declararlo justo, bueno, y en este caso tal cosa es imposible. Pero lo entiendo, y me lo explico fácilmente.
Conjunción de fuerzas. La lucha debe ser llevada a otro nivel, convertirse en un oceánico clamor popular, involucrar a todos los estamentos de la sociedad, convocar a todos los cuerpos médicos de alcance universal, convocar a todos los organismos encargados de vigilar la observancia de los derechos humanos, llamar a todos los organismos mundiales que velan por la paz, la salud y, en particular, por la seguridad ciudadana de las mujeres.
Como bien dice Mercedes Sosa, “solo le pido a Dios que lo injusto no nos sea indiferente”. Cualquiera, en cualquier país del mundo donde viva y opte por el silencio y la indolencia ante estas sangrientas saturnales de la muerte, ante estos obscenos aquelarres goyescos, será cómplice de ellos.
No se vale callar. No se vale el mutismo. No se vale la inactividad. No se vale declararse “no enterado de la situación”. No se vale lavarse las manos como Pilatos.
No se vale “no meterse en los conflictos de otros países” (es un drama que ya estamos sufriendo: del 2007 al 2018 hubo 339 feminicidios en Costa Rica).
No se vale meter la cabeza en un hueco como el avestruz. No se vale aducir que todo es producto del narcotráfico. No se vale decir que ya hay en el Congreso un proyecto de ley para la protección de la mujer que será aprobado en el año 2500. No se vale nada que no sea la acción inmediata y solidaria.
El autor es pianista y escritor.