La política es una actividad que nos obliga con mucha frecuencia a concentrar nuestra atención en situaciones conflictivas o potencialmente conflictivas. Tenemos la falsa creencia de que la política es el terreno en el cual las conductas de los seres humanos, lo mismo que los acontecimientos, están exclusivamente condicionados por el deseo de poder y por la competencia, muchas veces irracional, entre grupos y entre individuos. A menudo, permitimos que la política sea percibida como una actividad en la que se deben dejar de lado los goces de la vida y las emociones de las personas. De acuerdo con esta falsa percepción, la política no deja espacio para las expresiones de sentimientos como la bondad, la tolerancia, la sensibilidad, la generosidad, la cortesía, el amor, la angustia, la soledad, la tristeza o el dolor.
Mentiría si dijera que no tuve que atravesar por momentos difíciles en los años que viví de alguna forma vinculado con la política costarricense y que nunca tuve que hacer de tripas corazón en medio de un pasaje sinuoso de mi vida. Sin embargo, trabajé con pasión y vocación durante más de 45 años, motivado por amor a mi país.
Amor. Por amor, sí, un sentimiento del cual usualmente no hablamos. Estamos acostumbrados a escuchar o a hablar del amor romántico. Durante siglos nos hemos enriquecido con alusiones a los amores y desamores de la humanidad. Hemos escuchado y hablado del amor a la naturaleza, a los animales, al arte, a la literatura y a tantas otras cosas, pero no estamos acostumbrados a leer o escuchar a un político hablar sobre el amor.
En estos años que recorrí los caminos de la política sin importar el papel que desempeñara, sin importar cuán áridas fueran las obligaciones que ese papel me impuso, el ansia de apreciar y ayudar a los demás fue siempre el telón de fondo de mis actos y mis pensamientos. Tuve muchas oportunidades para hacer lo que consideré correcto y, como cualquier ser humano, también cometí errores, pero siempre actué de buena fe y con la idea de hacer lo mejor para Costa Rica.
Por esa razón, me cuesta admitir como natural en la política, o en cualquier otra actividad, que los seres humanos actúen conscientemente con maldad, con rencor, con envidia, con mezquindad. Pero la vida es así y si alguien lo sabe soy yo. Esta es la mayor perversión que puede existir en el comportamiento de las personas y es, justamente, la tergiversación del significado del amor.
Hay actividades y propósitos humanos que son perversos por naturaleza, aunque muchas veces se pretenda defenderlos con falsas pruebas de amor. Por ejemplo, hay en nuestro tiempo quienes intentan justificar el asesinato, la tortura y hasta el genocidio como demostraciones de amor. Amor a la patria, amor a la clase, amor a la tribu, amor a la religión, amor a la democracia, amor a la libertad y a toda otra clase de abstracciones que, en cuanto se les utiliza para justificar el crimen, la muerte o la injusticia, resultan perversas, pues son la esencia del mal.
No se puede amar a la patria odiando la patria ajena; no se puede amar a nuestra religión odiando la religión ajena; no podemos amar nuestra lengua o nuestra cultura odiando la lengua y la cultura ajenas. No se puede amar y odiar a la vez. Quien odia, no ama.
Disfraz. También es inadmisible que las sociedades cometan la perversión de institucionalizar afectos que, disfrazados de amor, tengan como finalidad intrínseca o accidental, la degradación de la vida. Hay formas del nacionalismo, del misticismo, del sectarismo, de la intolerancia, del fanatismo racial, de la arrogancia lingüística o cultural que, bajo el falso disfraz del amor, no son sino meros símbolos que incitan a la destrucción y a la muerte. Hay religiones, visiones del mundo, sistemas filosóficos y propuestas de desarrollo económico que en su esencia o por sus resultados niegan el respeto a la vida y, por ello, son lo opuesto al amor. Cualquier sistema o programa que adoptemos para explicar o promover ese sentimiento debe incluir un capítulo dedicado al rechazo de aquellas instituciones y aquellos proyectos humanos, de naturaleza perversa, que se sirven de la apariencia para ocultar sus verdaderos fines de muerte y destrucción.
El amor irrestricto a un líder puede llevar al crimen; el amor desmesurado a una raza puede conducir al genocidio; el amor irreflexivo al Estado puede conducir a la explotación y a la tortura; el amor fanático a una religión puede llevarnos a encender las hogueras donde arderán nuestros semejantes; el amor acrítico a un sistema de ideas puede conducir al terror y al asesinato. En suma, el amor parcializado, el amor egoísta, el amor ciego pueden ser la expresión del odio, la expresión del mal.
Reto. Estoy convencido de que el verdadero amor, el que expresa el bien, solo se practica en la medida en que seamos capaces de comprender el punto de vista del otro, del que no piensa ni ve el mundo como nosotros. Es fácil sentir amor por quien se nos asemeja, sentir y declarar amor por quienes comparten nuestra visión del mundo, nuestra lengua, nuestra cultura, nuestros afectos patrióticos, nuestra ideología. El verdadero reto se encuentra en el llamado a la comprensión y el respeto hacia el otro, de quien por razones puramente accidentales no habla como nosotros, no ora como nosotros, tiene un concepto de la belleza diferente al nuestro o lleva el rostro y el espíritu marcado por creencias diferentes a las nuestras.
En los últimos años, hemos visto a ciertos gobernantes con tendencias autoritarias usar con frecuencia las palabras “Por amor a…” como una patente de corso para legitimar una agenda antidemocrática o violentar los derechos humanos. Una y otra vez, muchos de nuestros países han cruzado la frontera entre los líderes populares y los líderes populistas; entre un presidente que le sirve a la gente y un presidente que se sirve de la gente. Pero un presidente que se sirve de la gente no ama a su pueblo.
Le entregué los mejores años de mi vida al país y, en lugar de arrepentirme, lo agradezco profundamente. Luego de haber dado mis primeros pasos en la política, estoy seguro de que me siento satisfecho y bendecido con la vida que guio mis pasos al lugar más hermoso que jamás he visto: al corazón de Costa Rica.
Memoria. Creo que a los hombres, como a los pueblos, el tiempo les da un número limitado de recuerdos. ¡Hay tantos pasos que se pierden en los callejones del olvido! Días que se vuelven espejos de otros días, momentos que se empañan como vidrios en la niebla. De todos los eventos que conforman una historia, ¿cuántos podremos evocar en el párrafo final de nuestras vidas? Yo no sé qué palabras compondrán mi último pensamiento, solo sé que más de 45 años de servirle al país se salvarán entre las grietas del tiempo.
Aunque vengan rostros nuevos a mi mente, o vengan luces nuevas a invadir mi memoria, no podrán borrar el recuerdo de haber contado con la confianza de los costarricenses en dos ocasiones. Yo no sé los paisajes que aguardan detrás de las montañas del tiempo. Solo sé que el mundo ríe cuando uno puede levantar la frente al cielo y decir con orgullo: ¡Bendita sea la vida porque me permitió habitar durante más de 45 años este vértice de la historia! ¡Bendita sea la vida porque Dios me guio siempre por el sendero de la rectitud, de la honestidad y del amor! ¡Bendita sea la vida por haberme dado el honor de servirle a los costarricenses y por la dicha de construir, junto a ellos, mis sueños!
El autor es expresidente de la República.