El grafómano es el loco manso de la literatura que sufre convencido de que en el mundo no faltan paz, justicia ni alimentos, sino suficientes editores.
“En principio” —como tan bien decimos los cursis—, es inofensivo y vaporoso; flota encerrado en su ático escriturario: pago de letras (id est, sitio de literatura) en el que su torre de marfil es una torre de papel. Es quieto como un reloj de sol y llevadero como uno de pulsera.
El grafómano no mata ni una mosca, ya que para eso tiene a mano el lenguaje. El grafómano nunca siente temor ante una página en blanco; más bien, ocurre al revés.
Para el grafómano, la cosa es escribir porque se tiene mucho que decir al mundo y la expectativa de vida solamente llega a los 82 años, contando los descuentos del partido del vivir: el tercio de la existencia que pasamos durmiendo y sin escribir lo necesario.
Como veremos, hasta en las familias más ágrafas ocurre un tío grafómano, aunque siempre deben explicarles qué es ser grafómano, pues los más viejos de la familia lo confunden con el aparato que hacía sonar los discos: gramófono. A diferencia de los gramófonos, que sonaban bonito, los oradores también dan vueltas, pero sin decir nada.
Entonces, pues, grafómano es quien escribe sin autocontrol alguno, sobre un tobogán de párrafos, a todas las horas y sobre cualquier tema.
Volviendo al grafómano, recordemos la palabras del escritor Abraham Valdelomar, quien retrató así a un orador-diputado: "Gramófono sin regulador”. El grafómano es igual, mas sin inmunidad, sin electricidad y por escrito.
Drama en familia. Ayer, no más, en alguna familia, un tío sepia era un venerable funcionario, respetuoso del qué dirán —que nunca se ocupó de él— y tan formal que hasta los relojes le preguntaban: “¿Qué hora es?”.
De pronto, cierta tarde, el tío reúne a la familia en plan de fin de novela de Agatha Christie, y suelta la oculta verdad: siempre ha ansiado ser escritor, aunque sea grafómano, y está decidido a abandonarlo todo por el arte, pues ya es hora.
Ya entregado a la catarsis, pisándole los talones a la historia de la literatura, el tío añade que, pese a que quizá se olviden de él, ansía ser recordado como poeta, aunque se le marchiten los juegos florales.
Al final, ya tornado en un ropavejero del papel, el tío urde una confusa biblioteca con libros en los que tira su dinero en vez de llevar al estadio a la parentela, que para eso lo visitaba cada domingo.
Empero, firme ya en su ardorosa vocación, el tío ha trocado el estadio por el estudio, y nadie —humano, divino o demiurgo— es capaz de extraerlo de su entusiasta error. "¡No se hable más!”, culmina el tío. La suerte está echada; de espaldas, sí, y riéndose, mas el tío nunca lo sabrá.
Como es obvio, la familia acusa el golpe; nadie estaba preparado para tal conmoción estética. Mientras aún le rompe a la familia los esquemas, el tío reparte sus manuscritos, engendros que ha engendrado en horas de noctívaga ilusión con la péndola informática en la mano.
Los parientes leen los engendros con justo horror y entonces se preguntan por qué el tío, cuando redacta, cohíbe tanto su talento.
Sobras completas. Ya con los años y los desengaños (en otras palabras, los incesables libros del tío), la familia acepta que sí, que tiene un tío grafómano: "¿Qué le vamos a hacer?”.
Además, él quizá podría ganar un premio de novela (todo puede ganar un premio de novela) y sacar a la familia de la pobreza que ha llevado con una dignidad que ya cansa.
El tiempo pasa cuantas veces sea necesario y, en una infausta noche, el tío-creador vuela de visita hacia su Creador. Culmina así su carrera de obstáculos en este valle de lágrimas de risa (gracias al tío).
Empero, hete aquí que, en vez de dejar el papel de un testamento, el tío deja los papeles de sus sobras completas, inéditas, que nunca accedieron al loor de multitudes, sino al olor de naftalina.
Los deudos —como su nombre lo indica, con deudas— acaban vendiendo al peso muerto los precámbricos papeles y la polvorosa biblioteca del buen tío orate.
Sin embargo, debemos comprenderlos: en cuanto a achaques de literatura, los deudos siguen estando más en ayunas que un yogui y, de clásicos, solamente conocen los del fútbol, aunque también saben quién fue Homero: Simpson.
Esdrújula cacógrafa. En fin, todo se le perdona al grafómano —incluso lo que escribe—, mientras no quiera suprimir su anonimato con el error que sería su fama.
No obstante, a veces, las musas son como las llaves: siempre están en otra parte. Sin la dirección técnica de las musas, un día se yergue de la cama para hacerse de fama, despreciando el refrán que aconseja lo contrario: que se tome las cosas con cama.
Uno creía que los refranes saben lo que hacen, pero el grafómano ya ha descubierto que solo existen para echárselos a los demás, y que, para equivocarnos, nos bastamos solos.
Cuando el grafómano edita un libro, los lectores nos convencemos de que le habríamos dado algo de beber a fin de que se quedase dormido para siempre en sus laureles.
Por cierto, como escritor, el grafómano siempre está más verde que sus laureles. En sus pocos e ingratos instantes de autocrítica, el grafómano dice: “Bueno, es verdad, pero denme unos años más, pues nadie nació sabiendo”. Lo que él ignora es que morirá sin haber aprendido.
Lo peor ocurre cuando se sabe que el grafómano es también cacógrafo, de manera que escribe demasiado mucho y demasiado mal; y aquella congestión de esdrújulas termina por enseñarnos que la literatura necesita a veces un acto de piedad y de silencio, que explicaríamos bien si no nos dieran tan poco espacio para desplegar toda la belleza que tanto arde de ansias en el inconsútil corazón del pensamiento.
Primero escribir, luego vivir: “Primum scribere, deinde vivere”, como debió escribir Cicerón si no hubiese perdido el tiempo escribiendo tantas cosas.
El autor es ensayista.