Un debate electoral en el que el incumbente afirma que habrá fraude y se niega a decir si reconocerá los resultados en caso de que pierda, en el que se le acusa de maniobras para obstruir el voto de las minorías, presionar al sistema de justicia y a la prensa mientras centenares de niños, la mayoría menores de cinco años, lloran por sus padres, de quienes fueron separados y cuyo paradero ese gobierno desconoce, y todo en medio de tiroteos entre civiles y frecuentes abusos policiales contra un sector de la población.
Un debate así, digo, pareciera propio de una nación subdesarrollada, de régimen híbrido, autoritario, que apenas está empezando a construir su democracia. Esa es la imagen de EE. UU. que Trump proyecta y sería erróneo pensar que su derrota lo solucionará, como si eso, su presidencia, fuera solo un mal sueño, un accidente en un día tonto de ese país.
No lo es. Por eso, “derrotar a Trump no va a terminar con la crisis”, dice Victoria de Grazia, de la Universidad de Columbia: “Él solo es un síntoma. Te enfocas en el hombre y piensas en él como una anormalidad y no en que todas esas estrategias tienen una base en la política reaccionaria estadounidense”.
Sí, remeda a un periodista discapacitado en un mitin, cree que el cambio climático es una mentira china, sugirió que los infectados de covid-19 se inyectaran desinfectante y defiende usar rosquillas como carnada para cazar osos y linternas para cegarlos y dispararles mientras hibernan con sus cachorros, pero no debe olvidarse que con ello satisface a un electorado.
A uno que cree que Hillary dirige una red de pedofilia desde una pizzería y que Biden fue ejecutado en secreto y reemplazado por un holograma. Esa es la cuestión: quizá Trump y la pérdida de prestigio de los EE. UU. son solo síntomas, acentuados, extremos, de algo más de fondo.
Notable declive. En su libro The Post-American World, el periodista Fareed Zakaria reconoce que están perdiendo su control sobre índices clave, como creación de patentes o invenciones científicas, y que están empezando a rezagarse en educación, que es como se construye fuerza de trabajo competitiva.
Hong Kong ahora rivaliza con Nueva York como principal centro financiero y los Emiratos Árabes son el hogar del fondo de inversión más rico. Pero Zakaria lo atribuye, principalmente, al despegue de otros países.
Yo propongo otra cosa: que los imperios caen, aparte de por la emergencia de rivales que los superan, por el colapso interno de su vitalidad nacional, provocado por pulsiones que llevan en su seno como culturas. Como si cada uno arrastrara en su “alma” el germen de su decrepitud. Y el de EE. UU. es su primitivismo.
Los síntomas metastásicos pueden ocultar el cáncer. Para Pinker “los países que combinan mercados libres con más impuestos, gasto social y regulación que Estados Unidos (como Canadá, Nueva Zelanda y Europa occidental) lo derrotan en todos los índices de prosperidad humana, incluidos la delincuencia, esperanza de vida, educación y felicidad”.
Luego añade: “Aunque Estados Unidos tiene el PIB más alto del mundo, cae hasta el puesto 13 en felicidad, al 8 en el índice de desarrollo humano y al 19 en el índice de progreso social”. Así, el país más rico del mundo tiene algunos de los peores índices de pobreza entre las naciones desarrolladas.
La desigualdad de ingresos y riqueza aumentó y es mayor que en casi cualquier otro país desarrollado. La mayor mortalidad infantil en el mundo desarrollado y una expectativa de vida menor y menos saludable que en otras democracias ricas.
Su tasa de encarcelamiento es de las más altas del planeta. Carece de una red sólida de protección social. De fondo, un salvaje darwinismo social: “Tendemos a ver la pobreza en EE. UU. como un fracaso individual, es decir, que las personas no trabajan lo suficiente, están tomando malas decisiones, no tienen suficientes habilidades y ese tipo de cosas”, afirma Mark Rank, reconocido experto en pobreza.
El saldo no es mejor hacia fuera. Podrá escandalizar el matonismo de Trump con Macron, pero le anteceden los portazos a la OMS y a la Unicef, el desprecio de Bush por el multilateralismo y el de Reagan por la Corte Internacional de Justicia.
Sobre la relación con América Latina, son elocuentes don Pepe y Octavio Paz. El primero les dijo: “¿Es que la simple amenaza, potencial, a las libertades vuestras es más grave que el atropello consumado contra las libertades nuestras? Claro, tenéis algunas inversiones en las dictaduras (…). Vuestros generales y almirantes y vuestros funcionarios y magnates reciben allí trato real (…), sobornan con millones a las dinastías imperantes para cazar en sus predios (…). Mientras tanto, nuestras mujeres son atropelladas por sayones, nuestros hombres son castrados en la tortura y nuestros profesores ilustres desparecen tétricamente (…). Cuando algún legislador vuestro llama a todo esto ‘colaboración para combatir el comunismo’, 180 millones de latinoamericanos desean escupir”.
El segundo escribió acerca de los estadounidenses: “Han fomentado las divisiones entre los países (…), han amenazado con el uso de la fuerza, y no han vacilado en utilizarla cada vez que han visto amenazados sus intereses (…), han sido uno de los mayores obstáculos con que hemos tropezado en nuestro empeño por modernizarnos (…), han sido, en América Latina, los protectores de los tiranos y los aliados de los enemigos de la democracia”. De fondo, un brutal unilateralismo.
Darwinismo social y matonería unilateralista en el trato con sus vecinos. Primitivismo, sentenció Ortega. Para él, EE. UU. era, al igual que Rusia, un caso de “camouflage histórico”; una realidad que no es lo que parece; su aspecto oculta, en vez de declarar, su sustancia. Hay dos realidades que se superponen: una, profunda, efectiva, sustancial; otra, aparente, accidental, de superficie. EE. UU. es “un pueblo primitivo camuflado por los últimos inventos”. Adolece de una especie de puerilidad cultural o actitud infantil hacia la técnica y los aparatos, un entusiasmo y petulancia de pueblo joven sin la memoria acumulada de Europa. Fue lo que recordó, cuenta Thomas Mermall, emérito de la Universidad de Nueva York, cuando escuchó a Rumsfeld, embriagado de optimismo, decir que no necesitaban de “la vieja Europa” para rehacer el mundo a su imagen.
Con pesar, dice este profesor, vio confirmada la dura sentencia de Ortega: “La superioridad norteamericana, un espejismo, su forma de vida, poco digna de emulación, y sus aptitudes para el mando, nulas”. El “paraíso de las masas”, tierra de la “barbarie del especialismo”.
No se trata del rencor de un intelectual español contra un pueblo indiferente a su pensamiento. Desde Waldo Frank hasta los presidentes de las universidades de Harvard y Chicago se rindieron al madrileño. El primero, James Conant, lo invitó dos veces a impartir las prestigiosas conferencias Godkin (ambas las declinó).
El segundo, Maynard Hutchins, convenció al multimillonario Walter Paepcke para que lo invitara al encuentro de la intelectualidad mundial que citó en Aspen, en 1949, y en el que Ortega arrasó.
Desde celebridades como Gary Cooper hasta el propio Paepcke, todos quedaron fascinados con él, a quien este último pidió para el Aspen Institute, como Hutchins para la Universidad de Chicago y la Ford Foundation para la educación en general en los EE. UU., asesoría.
Sus recomendaciones, acogidas con entusiasmo, iban en la misma dirección: el pragmatismo y énfasis técnico de la educación en ese país presentaba un déficit en humanidades.
Modelo mundial. Desde entonces, currículos y presupuestos reflejan un desprecio por las humanidades. En EE. UU. y, por imponerse como modelo, en todo el mundo.
A la postre, pasó lo que pasó. En palabras de Markus Gabriel: a una ciencia sin filosofía le suele seguir una política sin ciencia. Eso es el trumpismo, primitivismo en el país del Silicon Valley. Ve uno las demenciales concentraciones del boogaloo movement y es imposible no recordar Woodstock o el Cane Ridge Revival de 1801, donde, según Bloom, entre fieles cayendo al piso, con espasmos, algunos riendo y otros ladrando, cristalizó la religión estadounidense; esa mezcla de gnosticismo, entusiasmo y orfismo que se disfraza de protestantismo, pero no lo es.
Según el catedrático de Yale, este tipo de creyentes, a partir de la convicción de que Dios los ama de forma personal, no se sienten libres si no están solos ni reconocen, en última instancia, "formar parte de la naturaleza”. En su tosco literalismo, están convencidos de que llevan dentro del pecho una especie de avatar de Jesús, que cohabita ahí con su yo más genuino, porque creen que no es un cuerpo, sino que tienen un cuerpo, pero que es algo eterno y esencial que habita dentro de ese cuerpo.
Por eso, “predicarles la necesidad de lo colectivo es una empresa vana”, porque aunque acostumbren fusionarse en grupo con violenta emocionalidad, “regresan del abismo del éxtasis con el yo fortalecido y todo lo demás devaluado”.
Ese movimiento, no pendular, sino de ignición, entre aislamiento y masificación irracional, es clave. Va del neoliberalismo, que para Villacañas es la antirreligión (religión es religar), al enjambre del Black Friday.
No sé, quizá la ludificación de nuestra era, en la que ellos han sido hegemónicos y el fervor irreflexivo de su religiosidad, o la misma elección de Trump, arquetipo del jugador de casino, según Peter Berger, sean confirmaciones de las observaciones de Ortega.
Después de todo, el triunfo de Trump, para David Remnick, director de The New Yorker, lo fue de “las fuerzas del nativismo”. La incógnita es si fue un accidente o el resultado de un proceso de degeneración que se disimulará por la (esa sí accidental) victoria de Biden; covid-19 de por medio.
El autor es abogado.