CAMBRIDGE– Imagine que va conduciendo por un camino y llega a una bifurcación. No está seguro hacia dónde ir, así que gira a la derecha. Después de un rato, el camino pasa de pavimentado a tierra, se llena de baches y se vuelve empinado.
La primera cosa que le viene a la cabeza es que debería haber girado a la izquierda. Pero, a decir verdad, usted no sabe si eso lo habría llevado a una calle ciega. Así es como muchos —dentro y fuera de Venezuela— se sienten sobre el país.
Después de todo, la estrategia de máxima presión a la dictadura, del expresidente de Estados Unidos Donald Trump, reflejada en infinidad de sanciones impuestas al país, ni restablecieron la democracia ni resolvieron la catastrófica crisis económica y humanitaria del país.
Según el Fondo Monetario Internacional, el PIB de Venezuela en el 2020 cayó más del 75 % por debajo de su nivel en el 2013, un colapso sin precedentes a escala global en tiempos de paz (y peor que el impacto de la mayoría de las guerras). No es ninguna sorpresa que más de cinco millones de personas, alrededor del 15 % de la población, hayan abandonado el país desde el 2015.
Con Trump fuera de la presidencia, la administración del presidente Joe Biden anunció una política exterior centrada en la defensa de la democracia. ¿Cómo debería lidiar con Venezuela, considerando que los esfuerzos anteriores para restablecer la democracia y la prosperidad no han dado resultados?
El régimen de Venezuela le dio la espalda a la democracia electoral cuando perdió la capacidad de ganar elecciones. En el 2010, la oposición ganó el control de gobiernos locales en los principales estados y ciudades del país, solo para ver cómo su poder y sus presupuestos se vaciaban, en tanto se creaban en su lugar estructuras paralelas, controladas por el fundador del régimen, el presidente Hugo Chávez.
Luego de la muerte de Chávez, en el 2013, su sucesor, Nicolás Maduro, avanzó aún más. En el 2015, después de que la oposición ganó una mayoría de dos tercios en la Asamblea Nacional, los asambleístas salientes usaron su última sesión para llenar inconstitucionalmente la Corte Suprema con magistrados afines al régimen, y esta Corte luego despojó a la Asamblea de sus poderes. En el 2016, la Corte también eliminó el derecho constitucional de convocar un referendo revocatorio de mandato contra el presidente y en el 2017 autorizó la creación de una Asamblea paralela.
Con la ruta electoral cerrada, los venezolanos tomaron las calles, lo que derivó en una persecución violenta, que, según la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional, incluyó crímenes de lesa humanidad.
Si bien esta presión obligó al gobierno a aceptar negociaciones en tres ocasiones —lideradas por el Vaticano en el 2017, por la República Dominicana en el 2018 y por Noruega en el 2019—, ninguna trajo el retorno a la democracia. Por el contrario, unos negociadores terminaron exiliados, mientras otros, como Fernando Albán, en octubre del 2018, terminaron muertos mientras estaban en custodia policial.
Asimismo, al haber perdido tan rotundamente en las urnas, el régimen decidió que nunca más permitiría elecciones competitivas. La elección presidencial de mayo del 2018 y la elección parlamentaria de diciembre del 2020 fueron tan escandalosamente injustas que la oposición las boicoteó y la mayoría de las democracias del mundo se negaron a reconocer los resultados.
Cuando el mandato de Maduro expiró en enero del 2019, unos 60 países decidieron reconocer a Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional elegida en el 2015, como mandatario interino. Ahora que el mandato de esa Asamblea Nacional también expiró y no ha sido reconocida la nueva, el problema de legitimidad debilitó el respaldo internacional a Guaidó, especialmente en Europa.
En este contexto, un coro de analistas viene diciendo que el desempeño catastrófico de la economía venezolana se debe a las sanciones internacionales (no estamos de acuerdo): en lugar de presión, sostienen, lo que el país necesita son negociaciones.
Esta visión ingenua no entiende lo que sucede. El problema fundamental en Venezuela es que la camarilla gobernante tiene poco que ganar con una negociación: su «mejor alternativa a un acuerdo negociado» (MAAN) es mejor de lo que conseguirían permitiendo elecciones libres y justas. Las promesas de beneficios futuros, como reglas para el reparto del poder, nunca parecen tan atractivas como un pájaro en mano.
La experiencia de las negociaciones anteriores demuestra que el no reconocimiento internacional (que le impide a Maduro controlar los activos de Venezuela en el exterior) y las sanciones son las únicas fuentes de presión sobre el gobierno. Por ello, el único camino hacia una negociación es hacer que el statu quo sea tan desagradable para la camarilla gobernante que su unidad se desmorone.
Solo un empeoramiento de su MAAN les dará motivos para negociar. Esa es exactamente la estrategia seguida por la comunidad internacional que condujo al acuerdo nuclear iraní del 2015 y al fin del apartheid sudafricano a principios de los años noventa.
El no reconocimiento y las sanciones son elementos fundamentales de una estrategia para restablecer la democracia en Venezuela. Es necesario fortalecer las sanciones haciendo que sean más multilaterales y más agobiantes para la élite, garantizando que no afecten a los venezolanos comunes que, en ciertos casos, han resultado perjudicados.
Esto se puede arreglar. Pero es importante recordar dos datos: primero, el mayor colapso mundial en la historia de las importaciones de alimentos y medicamentos en algún país del mundo sucedió en Venezuela en el 2016, antes de las sanciones económicas de la administración Trump.
Segundo, las sanciones obligaron al régimen a abandonar sus esfuerzos por monopolizar el comercio internacional. La subsiguiente liberalización del tipo de cambio y de los precios hizo aumentar la disponibilidad de alimentos y medicamentos importados, no disminuirla.
Para fortalecer a la sociedad, la comunidad internacional debe ayudar al gobierno de Guaidó a transferir ayuda, como lo hizo a los trabajadores de la salud en setiembre del 2020, eludiendo el bloqueo de Maduro. También existe la tecnología para que el gobierno de Guaidó entregue documentos de identidad electrónicos a los ciudadanos, y privar al régimen de un mecanismo para despojar a los ciudadanos de sus derechos.
Estas tecnologías también podrían ayudar a resolver el problema de la legitimidad. En diciembre del 2020, la saliente Asamblea Nacional organizó elecciones por Internet, donde los ciudadanos podían votar por medio de teléfonos inteligentes. Esta misma tecnología podría utilizarse para elegir a la persona que sería reconocida internacionalmente como el presidente interino de Venezuela, y que se mantendría en funciones hasta que se logre restablecer la democracia.
Biden dijo recientemente al G7: «La democracia no sucede por accidente. Tenemos que defenderla, pelear por ella, fortalecerla, renovarla». En el caso de Venezuela, esto exige una estrategia clara para afligir a los cómodos y reconfortar a los afligidos. El camino puede ser irregular y empinado, pero, a diferencia de la ruta alternativa —negociaciones sin sanciones—, puede conducir a alguna parte.
Ricardo Hausmann: exministro de Planificación de Venezuela y ex economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y director del Harvard Growth Lab.
José Ramón Morales Arilla está cursando un doctorado en Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.
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