WASHINGTON D. C.– Después de cada matanza en Estados Unidos, dentro y fuera del país todos se preguntan qué hay detrás de este horror típicamente estadounidense. Es verdad que la cantidad total de muertes por arma de fuego en Estados Unidos se redujo con el correr del tiempo, pero los “tiroteos masivos” —aquellos con cuatro víctimas como mínimo— se han vuelto más frecuentes.
Muchos dicen que las matanzas sucesivas del primer fin de semana de agosto en El Paso, Texas, y Dayton, Ohio, permitirán por fin vencer la resistencia del lobby estadounidense de las armas, en particular la Asociación Nacional del Rifle (NRA), que siempre se opuso a que el Congreso apruebe medidas de control. Pero ya hemos oído predicciones similares. Después de la masacre del 14 de diciembre del 2012 en una escuela primaria de Sandy Hook, Connecticut, donde un veinteañero asesinó a 20 alumnos de primer grado y 6 adultos, el entonces presidente Barack Obama, con lágrimas, juró tomar medidas.
A primera vista, aprobar una legislación de control de armas significativa después de una tragedia tan horrenda no tendría que haber sido difícil. Las encuestas mostraban que el 92 % de la gente apoyaba la eliminación de vacíos legales en las normas sobre control de antecedentes de los compradores —que en la actualidad no incluyen la compra en ferias de armas, en Internet o persona a persona— y que el 62 % apoyaba la prohibición de cargadores de gran capacidad. Era difícil no solidarizarse con los padres que, destruidos, habían ido a Washington a pedir esas normas. Pero incluso después de Sandy Hook, el Senado estadounidense votó en contra de dos medidas para endurecer el control de armas.
Para entender el porqué, es necesario tener presente que la política de control de armas emana del mismo principio desfavorable a las mayorías que dio a los estadounidenses el Colegio Electoral. En el Senado, estados mucho menos poblados del oeste, el medio oeste y el sur (hogar de cazadores y de émulos de John Wayne con tendencias conservadoras) tienen la misma representación que estados mucho más grandes como Nueva York y California. Así que aunque la mayoría de los estadounidenses estén a favor de controles más estrictos a las armas, esa posición mayoritaria no se refleja necesariamente en la conformación del Senado.
Al mismo tiempo, los opositores al control de armas han sacado enorme provecho de una interpretación aparentemente absurda de la “Segunda enmienda”, adoptada en 1791, cuyo texto reza: “A well regulated Militia, being necessary to the security of a free State, the right of the people to keep and bear arms, shall not be infringed” (“Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un estado libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas”). Han corrido ríos de tinta sobre el verdadero significado de la enmienda, pero para los defensores del derecho a poseer armas, ni el texto literal ni el contexto histórico de la enmienda importan. Pasan por alto la cláusula introductoria (“a well regulated Militia, being necessary”, con su coma ciertamente extraña) y afirman un “derecho a poseer y portar armas” individual como palabra revelada.
En realidad, la “Segunda enmienda” es un producto de su tiempo, que refleja la necesidad que sentían las excolonias de protegerse de un ejército estatal permanente. Además, las armas de aquel tiempo eran objetos sencillos en comparación con el poder letal de las semiautomáticas y de los cargadores que la NRA considera artículos imprescindibles para los “deportistas”, y que no tienen ningún uso civil apropiado. (No hace falta decir que los fabricantes de armas donaron millones de dólares a la NRA).
El debate sobre el significado de la “Segunda enmienda” había estado en pausa durante casi dos siglos. Pero entonces llegó la histórica decisión por 5 a 4 de la Corte Suprema de los Estados Unidos en District of Columbia vs. Heller (2008), que invalidó la prohibición del Distrito de Columbia a la posesión privada de pistolas en la capital de la nación. Como después de eso la Corte se volvió todavía más conservadora, es posible que toda nueva ley de control de las armas que se someta a su dictamen corra la misma suerte, sobre todo, si Donald Trump es reelegido.
La última ley importante sobre el control de armas aprobada en Estados Unidos fue la Ley sobre Control de Delitos Violentos (1994), la cual prohibió las armas de asalto. Pero a modo de concesión, dejaba varios vacíos, además de llevar una norma de caducidad que obligaba a renovarla explícitamente a los diez años. Al final, la norma caducó y no fue renovada en el 2004 durante la presidencia de George Bush hijo.
Las estadísticas muestran que las muertes en tiroteos masivos disminuyeron durante los años de la prohibición de armas de asalto y volvieron a aumentar después de que expiró. Si se aprobara una nueva prohibición más estricta, junto con una reducción de la capacidad legal de los cargadores a diez balas (en vez de hasta 100 como es ahora), sería una señal de que Trump y el Congreso realmente quieren frenar las matanzas. Pero es improbable que suceda.
Sin embargo, después de los tiroteos de El Paso y Dayton, Trump empezó a cambiar el tono de sus declaraciones, al indicar que estaría dispuesto a apoyar controles de antecedentes “muy significativos”. Pero ya había dicho lo mismo cuando en febrero del 2018 un hombre armado asesinó a 17 personas en la secundaria Marjory Stoneman Douglas en Parkland, Florida. Poco después se desdijo bajo presión de la NRA (que, vale la pena recordarlo, estuvo implicada en los intentos rusos de ayudar a Trump en la elección del 2016).
Después de las dos últimas masacres, Trump también pidió una “ley de alertas”, que permitiría a los tribunales confiscar en forma temporal armas de fuego a personas consideradas peligrosas para sí mismas o para otras previa advertencia al respecto de un familiar o funcionario policial. Esas leyes ya existen en varios estados, pero muchos conservadores se oponen con el argumento de que no cumplen con el debido proceso. Sin embargo, algunos republicanos destacados, por ejemplo, el senador Lindsey Graham, de Carolina del Sur, consideran que tienen que hacer algo en relación con las matanzas y han comenzado a promover la aprobación de esta clase de leyes.
Por supuesto, ni el control de antecedentes ni una ley de alertas habrían evitado la matanza de Sandy Hook —las armas pertenecían a la madre del tirador, quien fue la primera persona a la que mató—. Pero esas medidas permitirían a Trump y a los republicanos decir que “hicieron algo” en relación con el problema. Por eso, hasta el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell (que obstruye sistemáticamente todo lo que defiendan los demócratas, pero quiere que el Senado permanezca en manos republicanas), dijo que estaba dispuesto a hablar de controles de antecedentes y leyes de alertas.
Trump volvió a enredarse solo. Después de las últimas masacres, se las vio en figurillas para presentarse como un tipo razonable, capaz de apoyar una reforma de la legislación de armas (y quizá ablandar a las mujeres suburbanas, sus enemigas más peligrosas en la cuestión). Pero también muestra una preocupación evidente (y típica) por mantener la lealtad de los votantes rurales que forman una parte importante de su electorado. Además, apostó por el uso de la política racial y del supremacismo blanco como instrumentos para ganar en el 2020. Frente al dilema entre tratar de aplacar a los votantes suburbanos o fortalecer el apoyo de su propio electorado, una y otra vez su instinto lo llevó a elegir lo segundo (aunque no le funcionó muy bien en el 2018).
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Pase lo que pase en los próximos meses, en Estados Unidos hay más armas de fuego en manos privadas que personas, de modo que, en el mejor de los casos, cualquier ley nueva solo tendrá un efecto marginal. Pese a la demanda urgente y desesperada de la opinión pública estadounidense de que los legisladores hicieran algo, el Congreso está en su receso anual de agosto. Y antes de que vuelva a sesionar, pasarán muchas cosas, incluido un cambio en el estado de ánimo nacional.
Elizabeth Drew: periodista y escritora residente en Washington. Su libro más reciente se titula “Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon’s Downfall” (El diario de Washington: Watergate y la caída de Richard Nixon).
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