Ignoramos por qué, mas hoy dedicamos este “divertimento” a cierto género de la literatura y de la vida: el diario personal; o sea, el confesionario portátil donde el pecador, al sincerarse, se da su propia absolución. Haber pecado lo suficiente ofrece la ventaja de brindar mucho de dónde escoger a la hora del remordimiento, pero, si uno se arrepintiese de todo lo malo que ha hecho, no le quedaría tiempo ni para ser virtuoso. Lo que los malos escritores ignoran es que sus diarios suelen ser más imperdonables que sus vidas.
El diario personal es la novela del yo en la que prevemos quién bailará en tal escenario de papel. El autor de un diario feo es como esa visita que nunca se va, pues siempre tiene otro vacío que añadir a la nada de su verbo; podríamos irnos, aunque sería demasiada crueldad dejarlo solo con sus pensamientos. El mejor título de un diario personal sería: “Yo en mi vida”; el subtítulo: “Cuento a mí mismo”. El diario personal es la forma que tenemos de ser —¡al fin!— el primero de la clase, pero cuando todos nuestros profesores ya se han muerto y cuando muchos compañeros de colegio han aprendido esa misma lección de vida.
Como en el fútbol, el autor de un diario personal está solo con la pelota: grita: “¡Mía!”; se engolosina; supone que tendrá muchos lectores, mas ignora que no habrá nadie en las tribunas. Recordemos una boutade que Jorge Luis Borges oyó del pintoresco Macedonio Fernández a propósito de Victor Hugo: “Salí de ahí con ese gallego insoportable. El lector se ha ido, y él sigue hablando”. Volviendo al deporte-rey: un diario mal escrito es el último autogol de un escritor que, cuando juega con las palabras, pierde.
Los cultos usan palabras raras, que para eso están —los cultos y las palabras—, y dicen "dietario” al diario personal; mas “dietario” sugiere cierto aire a historia de la Dieta, el Parlamento japonés; pero este artículo, porque es desorientado, no se refiere al Japón. Así pues, no decir “dietario”, sino “diario”, sigue siendo más certero y más “amigable”, cual dicen los ingenieros informáticos cuando quieren expresar “manejable”.
Escribir de memoria. El diario personal del inglés Samuel Pepys (1663-1703) es uno de los primeros memorables, y lo sigue el diario de otro inglés y otro Samuel: Johnson (1709-1794), autodidacto que se hacía llamar “doctor” a pesar de lo mucho que sabía. Dos Samueles en el comienzo de los diarios personales revela cierto descuido de la suerte, mas lo que caracteriza a las coincidencias es su falta de imaginación.
Por su parte, y aprovechando que el alemán era el idioma que sabía, Johann Eckermann llevó un diario en alemán de sus conversaciones con Johann Wolfgang von Goethe, que no le gustaron a Jorge Luis Borges, que fue un personaje de un diario de Adolfo Bioy Casares que no gustó a mucha gente; y es que uno no puede agradar a todos aunque haya ofrecido la cortesía de estar muerto.
El filósofo costarricense Roberto Murillo Zamora supone que los diarios personales abundan en Francia, pues, “antes que ser una reflexión sobre Dios o sobre el mundo”, la francesa es una “filosofía del yo” desde Michel de Montaigne y Blaise Pascal. Murillo añade: “El pensamiento francés se encuentra jalonado de magníficos diarios y ‘carnets’” (Páginas escogidas).
El idioma español también habla en diarios personales, aunque menos profusos que los de otras lenguas. ¿Temor a darle vuelta al alma, a exponerla al sol de los curiosos? Tal vez. Un dietarista reluciente, Francisco Umbral, precisa: “Se hace un diario íntimo para recoger la pluralidad instantánea a la vida, ese exceso de belleza no atendida que anda errante por el mundo” (Diario político y sentimental). Esto es: el diario personal es la casa del detalle fugitivo que las novelas desprecian, angustiadas por sus argumentos.
Tras la cerca del lado, vive un género similar: las memorias, que han urdido tan bellos libros de ficción... Las memorias son prácticas, pues todo lo que no nos ha ocurrido en la vida, puede ocurrirnos en nuestras memorias; y es mejor que aparezcamos en las nuestras, pues ya conocemos al autor, que constar en las memorias de los otros porque ellos suelen conocernos mejor que nosotros mismos. La vida es el borrador; las memorias, su edición.
Las memorias son un género literario hecho a cuatro manos: hermosas mentiras escritas en colaboración con nuestro otro yo. Bajo el título de Confesiones, san Agustín y Jean-Jacques Rousseau urdieron sus memorias con una sinceridad tan exagerada que no les envidiamos. Pasarse de la verdad ya es mentir, y siempre hay que dejarles algunos chismes a los biógrafos, cual propinas dadas al buen Caronte, antes de cruzar el río Estigia. La confesión era una flor que arrancaban los verdugos; hoy es literatura.
La hora de la venganza. En las memorias, el autor sale bien peinado, listo para la foto que le ha tomado su ingenuo editor, quien no pierde la esperanza de perder dinero. La foto es necesaria, pues hay memorias tan aburridas que los lectores exigen que el autor dé la cara. Además, la foto nos garantiza que pidamos el autógrafo a un escritor equivocado. Esta confusión no debe preocuparnos, pues fallar de autor es solamente añadir otro error al libro.
Solicitar que un mal escritor nos firme un ejemplar de su espantoso libro, es como exigir a un delincuente que vuelva al lugar del crimen. En un caso extremo, podemos solicitarle que nos firme el libro con la condición de que nosotros escribamos luego la dedicatoria. El arte de redactar dedicatorias se llama nuncupatorio. Quien escribe dedicatorias bonitas es un artista nuncupatorio, y es que “hay gente pa’ too”, como dijo un torero cuando le explicaron que José Ortega y Gasset era filósofo.
Algunas memorias se redactaron para que otros las leyeran después de haber muerto el memorialista: son las “memorias póstumas”, generalmente escritas con mala leche en los establos de la venganza. Esta mala fe demuestra que se escribe para la posteridad cuando se sufre la incómoda sospecha de que el presente está en otra cosa (es verdad).
Las memorias póstumas son los libros viudos de su autor, como las del viceconde François-René de Chateaubriand: memorias románticas como un bolero cebollero, aunque mucho mejor escritas. Él las tituló Memorias de ultratumba; o sea, de intención póstuma, mas las vendió a destiempo (en vida), y sus compradores empezaron pronto a difundirlas en periódicos para incomodidad del vizconde y sus amigos, quienes rápidamente dejaron de serlo. ¿Cómo perder amigos?: escribiendo memorias póstumas y publicándolas antes de morir para comprobar cómo van las ventas.
Las de Ultratumba son casi falsas memorias, pues Chateaubriand “recrea”; id est, inventa, añade, decora... Sesenta años después de una estancia en Florida, ¿quién puede recordar “unas moscas relucientes que se eclipsaban al pasar por las irradiaciones de la Luna”? (libro VIII, capítulo 4). A ciertas memorias —como a ciertos políticos—, la hora de la verdad no les dura ni un minuto. En todo caso, el vizconde de Chateaubriand hizo literatura: gran literatura y libros cursados de libros. ¿Cómo podría un romántico dejar de amarse a sí mismo? Para eso se es romántico, claro está. El romántico es el hombre de su vida.
Naufragio de bitácoras. Casi por último, del siglo XX nos viene otro género de la confesión: la entrevista a fondo, ventana indiscreta hacia jardines ajenos. Sin embargo, tal empeño no siempre es fácil: en general, cuando se conversa con un político, la entrevista a fondo es como la persecución de una anguila enjabonada que un periodista ingenuo procura atrapar en un estanque de aceite. Se llama “entrevista a fondo” porque a los políticos hay que entrar allí a buscarlos, mas los políticos son como las llaves: siempre están en otra parte, y son tan inocentes que nunca perdonarán a Herodes.
La tradición de los diarios y del yo ha vuelto con la tecnología, y se llama “bitácora”. La democracia universal de la Internet es una congestión de ellas. Se dice que la mejor forma de contrarrestar las bitácoras es inferir una propia para que los demás sepan cómo duelen; mas tal contraataque sería como la lectura de un mal libro: pasar las páginas es empeorar las cosas.
Los demasiados autores de bitácoras gritan en pos de la atención ajena cual náufragos que intentan subirse al bote de la fama: nunca sabremos cómo hacen para firmar sus escritos y seguir siendo anónimos. Los bitacoreros son tan confundibles que el anonimato los protege menos que sus nombres.
En fin, ya casi al fin, recordemos a un deleitoso patriarca de la memoria, del reflejo: “Yo mismo soy la materia de mi libro” (sus Ensayos). Tal escribió el francés Michel de Montaigne en 1580, visitándose cada tarde, como, años ha, los primos nos visitaban cuando, en la familia, únicamente nosotros teníamos televisor.
Las bitácoras de hoy nos recuerdan lo antiguo que somos los modernos, parados en una estación a la espera del tren de la celebridad con las flores de papel de nuestras memorias en las manos. Quisimos pasar a la historia, mas la historia pasó primero. Es una lástima: si hubiésemos llegado antes, ya estaríamos en viaje hacia la eternidad.
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El autor es ensayista.