El 3 de diciembre el país aceptó tomar un trago amargo, llamado Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, cuyos efectos más desagradables la ciudadanía aún no percibe ni podrá dimensionar hasta el segundo semestre, cuando empiece a cobrarse el impuesto sobre el valor agregado.
Fue el precio de muchos años de irresponsabilidad acumulada, tanto de quienes nos gobernaron y gastaron a manos llenas lo que no había en las arcas, como de los políticos de oposición quienes, en vez de señalar un mejor sendero, se dedicaron a oponerse por oponerse y con su actitud facilitaron la irresponsabilidad fiscal de los gobernantes.
Pero fue también la medicina que se pudo conseguir a la carrera para paliar los más incómodos síntomas de una grave enfermedad, comprando apenas tiempo para buscar un remedio que ataque sus causas y, ojalá, erradicarla.
El gasto público pasó de ser el 14,7 % del PIB en el 2007, al 20,7 % en el 2017, y pasamos de tener un superávit fiscal del 0,58 % a un déficit del 6,2 % en el mismo período. Debería resultar evidente, entonces, que el cáncer de las finanzas estatales es el desmedido crecimiento del gasto público y el endeudamiento incurrido para sostenerlo.
A pesar de sus defectos, la reforma aprobada tuvo sus aspectos redentores. Por primera vez en décadas, se discutió y aprobó un proyecto que hace un esfuerzo por controlar el gasto al acotar algunos de los pluses de los funcionarios gubernamentales (anualidades, dedicación exclusiva, prohibición, cesantía, etc.), y establecer una regla fiscal que, de acatarse, reduciría el gasto público como proporción del PIB.
Temor justificado. Cuando las agencias calificadoras de riesgo castigaron la valoración de nuestra deuda soberana, señalaron como una de sus preocupaciones el llamado “riesgo de implementación”: que la reforma, sobre todo en lo referente al control del gasto, no se llegue a ejecutar en su totalidad. Conocen la tuza con la que se rascan.
A cuatro meses de aprobada la ley, dichos riesgos ya se están materializando. Primero fueron los rectores de las universidades, representados por Marcelo Prieto, de la UTN, quien espetó la siguiente joya ante los diputados de la comisión legislativa especial que estudia el uso del FEES: “Las universidades públicas no están sujetas a la ley del gobierno”.
Las leyes no son del gobierno, son de la República, y todo rector, aunque lo sea de una universidad técnica, debe saberlo. Ninguno de sus pares del Consejo Nacional de Rectores lo corrigió, haciéndose cómplices y partícipes de la atrocidad. Algunos, incluso, la complementaron con otras estulticias de su propia cosecha.
Tampoco la Caja Costarricense de Seguro Social se quiere ver en la penosa situación de tener que cumplir la ley, pero lo hace con otro nivel de cinismo: la administración acordó con los sindicatos mantener intactos los privilegios modificados por la reforma fiscal, pero al público le asegura que no se estaría incumpliendo la ley. En un universo paralelo, tal vez.
La Junta de Protección Social, que en el 2017 destinó ¢2,32 a pagar pluses por cada colón pagado en salarios, anuncia que mantendrá vigentes las anualidades de lujo y pagos por quinquenio que la reforma fiscal específicamente abolió. Lo hace con el argumento espurio de que su convención colectiva está al nivel de la Constitución Política, a pesar de que la Procuraduría General de la República aclaró, mediante el criterio número C-060-2019, que las convenciones pueden ser modificadas por ley porque su rango es inferior.
Plena desobediencia. Finalmente, y no menos importante, la Corte Plena decidió que los cambios introducidos por la reforma fiscal en materia de remuneraciones serán aplicados únicamente a los funcionarios que hayan ingresado al Poder Judicial después de la entrada en vigor de la ley 9635, manteniendo intactos los odiosos privilegios para los más de 13.700 funcionarios que ya estaban en su abultada planilla antes del 5 de diciembre del 2018.
La Corte Plena se basó en el criterio de su director jurídico —juez y parte interesada a la vez—, según el cual los incentivos fueron creados por reglamento o acuerdo de la propia Corte, por lo que se mantienen incólumes “hasta tanto no se disponga lo contrario por parte de la Corte”. En otras palabras, la institución llamada a garantizar la correcta interpretación, aplicación y cumplimiento de la ley se considera a sí misma por encima de la ley.
En estos y otros casos, los funcionarios ya no defienden los privilegios adquiridos hasta hoy, sino un supuesto, pero ilegítimo, derecho a que dichas prebendas sigan creciendo sin control ni relación con la realidad económica del país.
Esta rebelión, la mera pretensión de que ciertas instituciones y funcionarios están exentos de cumplir la ley, representa una amenaza a la supervivencia de nuestra democracia, basada en el principio de igualdad ante la ley. Esto es tan importante que es necesario reiterar: el peligro para la democracia liberal y republicana de la no implementación de la reforma es mucho más significativo que su mera consecuencia económica.
El artículo 11 constitucional señala que “los funcionarios públicos son simples depositarios de la autoridad” y “están obligados a cumplir los deberes que la ley les impone”. El artículo 33, por su parte, establece que “toda persona es igual ante la ley”. El constituyente lo tenía bien claro: nadie está por encima de ella. Ni tribunales, ni universidades, ni mucho menos magistrados, rectores, médicos o burócratas.
Si la sociedad costarricense no logra resolver esta crisis —que es política, de valores y de gestión pública— y hace prevalecer tan fundamental principio, la calificación que nos puedan dar Fitch o Moody’s, y su impacto en el costo del endeudamiento público y privado, carecerán de relevancia comparados con la pérdida de legitimidad de los gobernantes, el desmoronamiento de la confianza en la institucionalidad, el riesgo del ascenso del populismo y el derrumbe de la democracia.
Sujeción a las leyes. Hace más de tres siglos lo señaló John Locke con meridiana claridad: la libertad en sociedad depende de que las personas estén sujetas a leyes iguales para todos. También agregó: esas leyes deben ser creadas por la legislatura y deben evitar al máximo la imposición de restricciones a la libertad.
Más de trescientos años de desarrollo teórico y normativo del concepto del imperio de la ley (rule of law) y su importancia para la preservación de la libertad, nos enseñan que la sana convivencia democrática se acaba cuando una sociedad permite que se legitimen diferencias ante la ley, como las que pretenden quienes actúan hoy como los cerdos de la granja orwelliana que llamamos Costa Rica.
Siendo así, solo me queda hacer las del burro Benjamín —por cierto, el único animal de la granja que sabía leer— y recordar una vez más que la ley consagra la igualdad de todos ante la ley, pero que en esta finca unos animales son más iguales que otros.
El papel me resulta natural; después de todo, me lo dijo un profesor universitario de muy ingrata memoria, cuando me llamó Moisés y lo corregí: “Eliécer, Moisés, Jacobo, Abraham —me dijo— da lo mismo”. Benjamín también.
El autor es economista.