Siempre me he considerado un hombre feminista, alguien partidario de la igualdad jurídica, laboral, de oportunidades y demás entre hombres y mujeres.
Esto ha conllevado apoyar muchas de sus causas contemporáneas, incluidas las más polémicas, como el derecho a abortar dentro de ciertas restricciones, no porque apoye el aborto como tal —algo que éticamente me atribula; prefiero la educación sexual y los anticonceptivos—, sino más bien el derecho de la mujer a decidir si lo hace o no sin penalidades legales.
La mayoría de las mujeres que conozco que han abortado no lo han hecho por gusto ni por “planificación familiar”, sino con una buena dosis de conflicto, incluso de culpa y por circunstancias personales complicadas. La supuesta solución de parir los hijos no deseados y regalarlos no me convence para nada, pues todos los casos que conozco —algunos muy cercanos— en esas condiciones arrastran un trauma insuperable apenas se enteran de la situación en torno a su origen.
Feminismo natural. Mi conciencia feminista no nació tanto por alguna ideología, esto vendría después, sino por mis condiciones familiares. Siendo el único varón entre varias mujeres, desde niño observé la diferencia de trato entre ellas y yo, con una carga mayor de trabajo doméstico en su caso, pues debían aprender los “oficios propios de su sexo”.
A pesar de que siempre hubo empleada doméstica en mi casa, había dos labores infaltables para mí: lustrar mis zapatos y tender la cama. A veces, se acompañaba con recoger las hojas de los árboles del jardín o hacer algunos mandados a la pulpería o a la verdulería.
Lo mío era, sobre todo, estudiar y, como me gustaba, no había problema. Extrañamente, no supuse como naturales las divisiones entre los sexos; me sirvieron para reflexionar sobre su dinámica y reconocer la validez de las quejas femeninas.
No obstante, no todo era miel sobre hojuelas para mí. Mis hermanas gozaban de una libertad sentimental que yo desconocía: podían expresar sus emociones, llorar, tener miedo. Yo no. Como los hombres no lloran, mi blindaje sentimental era mucho mayor que el suyo. Mientras ellas jugaban con libertad en el jardín, yo las observaba melancólico desde la ventana de la biblioteca, pues, como niño, no podía participar en sus juegos femeninos
Feminismo ideológico. Ya en la universidad, apareció el feminismo ideológico, al que apoyé con naturalidad porque reconocía ahí la misma ansia de libertad e igualdad que yo mismo demandaba para mí desde mi recién asumida condición gay.
En aquellos años de fervor político, la libertad era una y total, e incluía a homosexuales y mujeres, pero también a los propios heterosexuales que debían liberarse de su machismo, el cual oprime tanto a unos como a otros, a hombres como a mujeres independientemente de su orientación.
Cuando la vida me puso en la universidad como profesor, la perspectiva sexual de las mujeres estuvo en mi mira de estudio, y compartí empeños con colegas de uno u otro sexo por las vías de los estudios de género o acercamientos psicoanalíticos o posestructuralistas de tipo Foucault. Todo dentro de un ambiente profeminista, libertario, crítico y propositivo, que resultaba muy estimulante intelectualmente hablando.
Con el nuevo siglo, mucho de ese ambiente comenzó a mutar para dar paso a un nuevo feminismo que, más que reivindicador, parece revanchista, que hace suya una lucha de sexos en lugar de la búsqueda de su igualación y convivencia.
En vez de equilibrio y justicia, parece buscar venganza. En vez de un espacio democrático de más libertad para todos, campea el fantasma de cierto totalitarismo sexual. Se queja —con justa razón— de violencia física, pero ejerce violencia simbólica sobre aquellos que no comparten su visión maniquea.
Feminismo fundamentalista. Una de las últimas manifestaciones de este fundamentalismo feminista ha sido las denuncias de acoso sexual en ambientes específicos, como el académico, el artístico, el cinematográfico, entre otros.
En principio, está bien una acción de este tipo respetando el principio de inocencia de los aludidos hasta que se demuestre lo contrario, y con las denunciantes dando la cara. No se vale el anonimato alegando una “revictimización” de las acusadoras para una acción que tendrá para los acusados (tal vez inocentes) consecuencias negativas.
Por otra parte, el acoso no es unidireccional. ¿Qué pasa con el asedio estudiantil a los profesores? ¿Qué pasa con los estudiantes, hombres o mujeres, entusiasmados con sus maestros y que se ofrecen libremente, y que, cuando son rechazados, reaccionan vilipendiándolos? ¿Qué pasa con los estudiantes que, para mejorar su promedio final, se insinúan felinamente? También esto se da y no se quiere hablar de ello. ¿Cómo luchar contra los abusos sin caer en un neopuritanismo sexual, enemigo de la libertad?
Será porque tengo alma de confesor, pero alguna gente se me acerca últimamente y comparte sus penas, no tanto por lo que yo pueda decirles, sino más bien porque los escucho en estos tiempos en que tantos hablan y casi nadie pone atención.
Pues bien, tengo colegas “renunciados” de la universidad que me han escrito, sin yo haber pedido mensaje, sobre su inocencia de los cargos en su contra. Lo último ha sido una colega feminista, atrincherada en mi cubículo, contándome de sus penurias con sus otras compañeras por no coincidir con sus medidas fundamentalistas en la facultad.
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En fin, hay una suerte de atmósfera envenenada en la academia, de persecución y de rechazo al que piensa diferente en estos asuntos sexofeministas, de desconfianza de la biología masculina. Ya no se puede ofrecer cortésmente un aventón a una estudiante de un edificio a otro lejano, o cerrar la puerta del cubículo donde se le atiende o alabar lo bonito de su vestido. Todo está sujeto a desconfianza y recelo.
Por suerte, uno sabe que no todo feminismo es así, que queda todavía ese antiguo de corte libertario que busca, no solo el “empoderamiento” (¿por qué no fortalecimiento?) de las mujeres, sino también la liberación y mejoría de todos los humanos, sin importar su sexo, empezando, claro, por el femenino, que ha sido históricamente el más golpeado. Pero, por lo pronto, parece estar de capa caída, marginado en un rincón por las corifeas fanáticas que lanzan sus alaridos de guerra contra todo hombre y, cuidado, contra las otras mujeres que no piensen como ellas.
El autor es escritor.