Todos sentimos, en una u otra ocasión, la necesidad de encontrar la frase, la fórmula que mejor exprese el sabor íntimo, el sentimiento radical, esencial, que más hondamente define nuestro sentir ante el mundo, ante la coyuntura histórica que nos ha tocado vivir.
La tonalidad de nuestra vida: ¿Si bemol menor? ¿Fa mayor? (“Mi alma están en la menor”, decía Schumann).
Es algo que se encuentra sin buscarlo, pero de lo cual vamos cobrando conciencia a lo largo de muchos años de autoanálisis y de comercio con el ser humano. Por si a alguien le interesa, o en caso de que tal ejercicio fuese considerado útil para algunos, voy ahora a revelar, con un máximo de concisión, de qué manera he experimentado la vida. Lo haré de la manera más fácil y directa: el asíndeton, la enumeración.
Extrañamiento. Sentimiento de no pertenencia. Soledad radical disfrazada de sociabilidad, de sonrisas, de apretones de manos. Soledad atenuada quizás por la palabra de los amigos, pero esencialmente inerradicable. Me siento ajeno a las reglas del juego. ¿Cuáles? No sé, las sociales, las materiales, las económicas, las relacionales, las eróticas, las convivenciales, las diplomáticas, las políticas… ¡Qué sé yo!
Me siento ajeno a la mayoría de los códigos sociales. Puedo, por supuesto, utilizarlos, pero no sin fatiga e incomodidad. Me agota tener que andar colgándome del rostro los mil antifaces que constituyen la gran mascarada de la vida social. Me siento ajeno, ajeno, ajeno a casi todo lo que el mundo juzga importante.
Por encima de todo, experimento la sensación de hablar un lenguaje foráneo, principalmente en el cafetal. Una especie de idiolecto (el “sagotiano”). ¿Desde cuándo? Desde siempre. Ante la palabra ajena, desconocida, el costarricense inculto —un pleonasmo— reacciona mal. Se siente agredido, humillado, expuesto, por poco insultado. “¿Con qué derecho se atreve este señor a infligirme un término cuyo significado desconozco y exponer así mi ignorancia?”. Es la reacción del acomplejadito, del ser chiquitito, asustadizo, cuya ira es correlato de su pequeñez intelectual.
La reacción de una criatura que, en lugar de acoger el nuevo vocablo como un desafío y una oportunidad para aprender, como un ensanchamiento de la vida —cada nueva palabra nos revela provincias inéditas del ser—, pone en acción automáticamente sus mecanismos de autodefensa y supervivencia. En el fondo de todo esto está el miedo, padre de los peores yerros del ser humano.
Idiomas distintos. Entre el cafetal y yo ha habido siempre, esencialmente, un problema de diglosia: no hablamos el mismo idioma. Existe, entre aquellos que me critican y yo, una barrera lingüística. Y ahí seguirá porque yo no tengo ni deseos, ni necesidad, ni razón alguna para cambiar mi manera de expresarme.
Antes bien, sospecho que con el tiempo se hará más rica, más matizada, más polícroma y más sofisticada. No uso mis palabras “de domingo” como un gesto de arrogancia u ostentación. Las uso porque soy un logófilo: un enamorado de la palabra. Es, junto con la música, lo que más amo en el mundo. Pero si a ustedes —o al retrato que ya se han formado de mi persona— les “sirve”, les “conviene” más pensar que en efecto es un gesto de arrogancia y ostentación, pues sigan pensándolo: yo no tengo ningún interés en arrancarlos de su zona de confort, y a mí la popularidad me importa exactamente lo que una bolsa de picaritas.
¿Es mi condición virtud o defecto? No lo sé, y no me interesa determinarlo. “Yo soy como soy” —habría dicho Prévert, en una tautología gloriosa—. Sé que esta no es más que una ilusión retrospectiva frecuente en la gente cursi o ingenua, pero me embarga a menudo el sentimiento de ser anacrónico, de estar mal ubicado histórica y geográficamente.
Habito un mundo que no es mío. Me sé exiliado, tanto en el tiempo como en el espacio. Me siento extraño, y si alguna vez el sentimiento de diferencia radical se ha manifestado con dolor en un hombre, creo poder afirmar que ha sido en mí.
Claro que de esta diferencia se pueden derivar algunas vanas satisfacciones, ocasionales privilegios y hasta demostraciones de admiración. Nada de eso tiene importancia. Yo quiero amor, no admiración, y hacerse amar cuando se es tan radicalmente diferente es cosa asaz difícil, por no decir imposible. “Ser diferente es ser indecente”, decía irónicamente Ortega y Gasset.
Soledad moral. Así pues, intentemos recapitular: diferencia, incompatibilidad, extrañamiento, soledad, diglosia, sentimiento de no pertenencia, de torpeza en el uso de los códigos sociales, de no habitar mi mundo, de exilio, de enajenación, profesar una jerarquía de valores y un orden de prioridades vitales diferentes —ni mejores ni peores— que las del resto de la humanidad.
No hablo de soledad física (jamás me he perdido en el desierto), ni social (no carezco de familia ni de uno que otro amigo, supongo). Hablo de una profunda soledad moral. He ahí la mejor manera que tengo de describir mi experiencia raigal del mundo y de mi lugar en él. No me jacto de ello. Tampoco lo glorifico. Tan solo lo constato. Mi análisis es descriptivo, no prescriptivo.
¿Cuánta gente en el mundo comparte este sentir? Mucha, sin duda. La soledad es la más honda tragedia del hombre contemporáneo. Más diseminada que el hambre, el odio, la guerra, el analfabetismo, la injusticia social. De hecho, todas estas calamidades son, en buena medida, subproductos de ella.
Una soledad que la tecnología y sus satelitales cacharros no ha hecho sino acrecentar. Gente que dice tener cinco mil amigos en Facebook… ¿No convendría redefinir la noción de “amistad”? Pero yo no puedo hablar en nombre del mundo. Debo limitarme a describir la especificidad —si en efecto la hay— de mi soledad. Es cosa que doy por hecha.
El autor es pianista y escritor.