La editora de “Opinión” de La Nación, Guiselly Mora, y los economistas colaboradores de “Página quince”, Eli Feinzaig, Dennis Meléndez, Luis Mesalles y Thelmo Vargas, creemos que las medidas tomadas por el gobierno para ayudar a las empresas privadas deben ir más allá de propiciar cuentas por pagar.
La mayoría de las empresas privadas del país —que generan el 86 % de los empleos— y sus trabajadores enfrentan crecientes penurias económicas y financieras producto de la pandemia del coronavirus, con un efecto dominó sobre sus familias.
En consecuencia, el Estado debe ser solidario y reducir fuertemente sus gastos (cerrar temporalmente instituciones que no satisfagan un fin social, reducir jornadas laborales y sus respectivas remuneraciones, cortar horas extras, eliminar gastos superfluos, etc.).
La reducción de gastos debe servir para ayudar al sector privado y abaratar el costo de vida a quienes se desempeñan en grandes o pequeñas compañías, así como en instituciones estatales, porque todos resultarán afectados por la mengua en sus ingresos, producto de las medidas de los empleadores y las que proponemos debe tomar el gobierno con carácter urgente.
Acciones como la moratoria para el pago de impuestos, la flexibilización de horarios laborables, ajuste de tasas de interés y otras más carecen de un ingrediente tan eficaz como una vacuna: la solidaridad.
Sin ánimo de exagerar, tal vez desde 1856 no ha habido, como ahora, una ocasión cuando sea más necesario unirse para pelear contra un temible enemigo común y recordar que “si hay patadas, hay pa’ todos” o, como reza el refrán inglés, what’s sauce for the goose is sauce for the gander, adaptado al español como “lo que es bueno para el ganso lo es para la gansa”.
Así como muchas empresas privadas deberán optar por pagar medio tiempo o ajustar aún más las jornadas, con miras a no despedir a sus empleados, mientras dure la calamidad, el Estado costarricense está obligado a hacer lo mismo.
Si estas medidas se hubieran adoptado hace tiempo, el virus no nos habría tomado en una precaria coyuntura económica y Costa Rica estaría en condiciones, incluso, de crear seguros de desempleo.
Cierre técnico de instituciones. Prácticamente la mitad del Estado puede reducirse sin acrecentar el desempleo. Estados Unidos, la gran potencia mundial, acude al cierre de la administración cuando el Congreso no aprueba los presupuestos del Estado, y solo quedan en funcionamiento los servicios esenciales. El Gobierno Federal ha recurrido a este instrumento permitido por su ley, por lo menos, en 19 ocasiones desde 1976, ¡y el país nunca colapsó!
Siguiendo esa línea, ministerios como el de Cultura y Relaciones Exteriores, o instituciones como el Banhvi, el INVU, el Inder, el Icoder, el Inamu, el INA, la Aresep, el IFAM, el Fonabe y, de seguro, el 90 % de las reuniones de juntas directivas, además de otras más cuyas funciones en este momento no son estratégicas, tienen amplio espacio de maniobra para rebajar la jornada de trabajo y, consecuentemente, también el salario de sus funcionarios hasta un 50 %, porque el estado de emergencia nacional lo requiere.
Entes cuyos trabajadores están laborando a distancia cuentan con la capacidad de reducir los sueldos a la mitad, y en esta canasta entran los empleados de las universidades y los maestros y profesores, quienes permanecen en sus hogares sin desempeñar función alguna de forma remota.
Si quienes atienden los comedores escolares se vieran obligados a dejar sus puestos por capricho de los sindicatos, debe aplicárseles la misma deducción y buscar una manera de contratar el servicio de alimentación a terceros, que podría tornarse más necesario aún si el desempleo aumenta, como se estima.
Según informó el Ministerio de Trabajo, solo el 26,8 % de los empleados públicos laboran desde sus casas, pese a la emergencia nacional y a que se emitió una directriz con el fin de que los funcionarios en puestos teletrabajables no se presenten a las oficinas por el riesgo sanitario para el país entero.
Perdón de obligaciones. En esta tesitura económica mundial, el ahorro servirá para condonar, en lugar de diferir, durante tres, y hasta cuatro meses, el pago de impuestos y cargas sociales de las empresas con caídas en sus ingresos debido a la pandemia, entre las cuales están las pymes, los bares, los restaurantes y los cines, por citar algunas, pero serán más.
Los negocios, en general, van a resultar perjudicados, de una u otra forma, entre estos los 450 grandes contribuyentes porque las familias dejarán de consumir determinados productos, ya sea por economía o escasez.
Los autobuseros ya están sintiendo la baja en la cantidad de pasajeros, situación que se agravará en la medida en que se impongan mayores restricciones a los movimientos de los ciudadanos, pero no se justifica la restricción de itinerarios, lo cual es contraproducente en la presente crisis, principalmente porque sus tarifas no han disminuido a pesar de la baja en los combustibles.
Hay más. Entre las acciones solidarias que le corresponden al Estado, y servirán para aliviar la carga al sector privado, se cuenta el abaratar (cuando menos momentáneamente) las tarifas eléctricas, lo cual ha perjudicado a los industriales desde tiempos inmemoriales.
Las cargas sociales pueden disminuir igualmente para toda actividad económica si se resta temporalmente —aunque lo ideal sería de forma permanente— el pago al INA, al IFAM y al Banco Popular. En el caso de este último, un banco ya suficientemente capitalizado. Solo se mantendría el aporte al Régimen Obligatorio de Pensiones Complementarias, monto que, dicho sea de paso, debería ir directamente a la operadora de pensiones de cada cotizante.
¿De dónde sacar más? Del congelamiento de aumentos salariales y pluses, de la prohibición de la reposición de plazas en todo el sector público (excepto puestos indispensables, como médicos, enfermeras, policías), etc.
Medidas como las aquí propuestas sí constituyen un esfuerzo para lograr mantener el empleo, y si tuvieran algún efecto en el déficit fiscal sería mínimo. La cuestión es vivir hoy para pelear otro día.
El sector privado no debe llevar sobre sus hombros la carga total de una “guerra mundial” contra un enemigo invisible que nos amenaza a todos por igual, sin distingo de edad, sexo y doctrinas económicas o políticas que favorezcan las personas.
El coronavirus podría quedarse por mucho tiempo, por lo cual el mundo entero deberá hacer acopio de todas sus fuerzas creativas para sobrevivir en el nuevo orden impuesto por este evento.
Ya nadie piensa en cómo los robots van a desplazar la mano de obra ni cuáles oficios y profesiones tienen más probabilidades de desaparecer. De repente, deus ex machina, todos somos iguales, independientemente de si somos empleados públicos o privados.
Le corresponde al Estado, por tanto, defender la justa distribución del sacrificio necesario para afrontar la crisis, aunque se opongan los representantes de los empleados públicos y los mismos de siempre.