Siempre me gustaron las palabras del filósofo Wittgenstein respecto a los límites del lenguaje, aquellas que señalan que “sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar”. Muchos hacen una lectura mística de ellas, como una apelación al silencio. Parte de razón hay en eso, pero solo una parte.
A dicho aforismo, habría que contraponer aquellas palabras de la ya casi centenaria poeta Eunice Odio: “Sí, es verdad, pero ¿de qué modo es verdad?”. Es decir, la verdad humana no es autoevidente, sino relativa, es tanto hecho como interpretación y, por tanto, supone ciertas vías de esclarecimiento.
Luna menguante. El escritor se ha vuelto una figura medio circense en la sociedad actual, dispuesto a entretener o a “educar” al público; de lo contrario, se torna en figura menguante encaminada a escribir para unos cuantos que aceptan el reto de leer en profundidad y no de consumir texto, como quien consume helados, zapatos, música o televisión.
Desde mi experiencia de “escritor menguante”, las anteriores palabras de Wittgenstein no terminan de convencerme, pues creo que la buena literatura (o la literatura a secas, no sus sucedáneos) siempre se ha lanzado “sobre lo que no se puede hablar”, ya sea sobre un tabú, un territorio inexplorado, o bien, de real o aparente imposibilidad comunicativa. Si no, ¿qué es lo que nos han enseñado autores como Joyce, Kafka, Beckett, Bernhard o, entre nosotros, autoras como Yolanda Oreamuno o Eunice Odio?
La literatura no se resigna al silencio. Trabaja desde el silencio, este es su matriz, pero sabe que debe darle la vuelta a tanta quietud, acceder a la palabra, dar un salto cualitativo y lograr un discurso tanto o más significativo que el silencio mismo, lo que es mucho decir… o decir muy poco.
Debe hacerlo sin que la palabra literaria se convierta en ruido, pecado mayor de quien escribe. Ruido sobra en este mundo, estamos rodeados por él, contra él nos rebelamos en forma de silencio o de palabra significativa. No hay de otra.
Mística y palabra. Ni siquiera la mística, que se supone el colmo de lo inefable, se conforma con el silencio, al menos en el caso del poeta que atisba la otredad suprema. San Juan de la Cruz sabe que su experiencia sagrada es intransmisible, pero, aun así, recurre al lenguaje para, indirectamente, a través de la palabra poética dar cuenta de aquella. No será lo mismo, pero se hace el intento. Ante lo inefable, no opta por el silencio, y aquí se nota su fibra de escritor.
Octavio Paz indicaba que el silencio del buda se da después de la palabra, no antes. Es un silencio significativo, que comunica, no un callar autista. La palabra literaria, para serlo realmente, y no solo un recuento mimético o didáctico de buenas intenciones o de entretenimientos, debe escribirse, no tanto después del silencio, sino, sobre todo, desde el silencio.
Solo cuando palabra y silencio van de la mano, cuando hay penumbra y ambigüedad, falta de certeza y misterio, es que se genera literatura. Su tiempo es el amanecer o el crepúsculo, nunca el mediodía ni tampoco la medianoche. Ni el blanco ni el negro: los grises.
La extinción de los dinosaurios. Tal vez sea conveniente que ya no hable de literatura para no confundirla con la red de instituciones sociales que dicen representarla (academias, universidades, editoriales, congresos de escritores, revistas, etc.) y deba hablar más bien de escritura, una experiencia individual, no genérica, que sabe que, sobre lo que no se puede hablar, es mejor escribir, siempre y cuando lo escrito no mimetice el habla ruidosa, sino que lo transmute en palabra significante o, como diría la ya citada Eunice, “resplandiciente”.
Los dinosaurios se extinguieron y solo quedan sus fósiles. Gracias a los restos podemos hacernos una idea de aquel mundo desvanecido. Los escritores siguen su ejemplo y menguan hacia el ocaso. Quedan los escribidores, igual que las aves, pequeños descendientes de los dinosaurios: mimetismo, denuncia, manifiesto, didáctica, entretenimiento, diversión, lo que no está mal, excepto cuando le falta lo otro: ese silencio esencial del que salió la palabra y al que eventualmente debe volver para cerrar el círculo semiótico y que dona un nivel de significancia permanente, más allá de la circunstancia histórica o personal.
Los fósiles de esta raza en extinción se encontrarán en los libros impresos, plenos de jeroglíficos, en su mayor parte ininteligibles. Gracias a estos, la humanidad futura (si llega a haberla) podrá incursionar, si hay por ahí algún Champollion curioso, en una dinosáurica humanidad extinta por el impacto de un gigantesco meteorito de técnica y superficialidad. Hacia allá vamos…
El autor es escritor.