Hegel decía que mientras en el mundo haya un esclavo ningún hombre tiene derecho de ser feliz. La frase perturba, toca nervios expuestos de nuestra psique y nuestra moral. También, creo profundamente en la reflexión dostoievskiana: «Todos somos, en mayor o menor medida, de lejos o de cerca, responsables del mal que asola al mundo».
Es preciso asumir responsabilidad, sí. Es preciso incluso asumir responsabilidad por los que no asumen responsabilidad. Su indiferencia y abulia social nos atañen.
China, Rusia y los Estados Unidos se arman. Las ojivas nucleares en el mundo alcanzan unas 6.300, según números conservadores. Las armas nucleares brotan por doquier como flores malignas, perversos botones y retoños de una primavera engañosa, que no traerá el reverdecer de la vida, sino cantaradas de muerte.
En la película El sacrificio (1986), del gran director ruso Andréi Tarkovski, vemos a un hombre desesperado, que pacta con Dios sacrificar a toda su familia si interviene para evitar un apocalipsis nuclear. Pero Dios no va a intervenir. Dios no es un padre intervencionista, injerencista y, menos aún, autoritarista. Nos dio el don de la libertad. Es el más preciado que sea dado concebir, un verdadero acto de amor, pero al hacerlo, en cierto modo, se amarró las manos a sí mismo.
¿Que sus hijos están jugando con revólveres cargados? Pues que jueguen hasta que se maten. Tal era el precio de la libertad. Dios, por momentos, nos hace el efecto de un padre indiferente, denunciable ante el PANI por abandono y negligencia paterna. Pero esa es una mera ilusión. Tenemos libertad, conciencia, autodeterminación, libre albedrío, sindéresis: la capacidad de distinguir el bien del mal.
Contamos con todo el equipo ético necesario para nuestra armónica convivencia en el planeta, pero estamos fracasando, nos estamos hundiendo… tal vez Dios sobreestimó nuestra madurez, madera ética y lucidez.
Seres violentos. Hemos prodigado violencia a manos llenas. Violencia entre los pueblos, entre el padre y el hijo, entre el esposo y la esposa. La violencia de nuestra irracional cruzada por la destrucción del planeta. Violencia entre las clases sociales, entre las etnias, entre las religiones, entre las ideologías, entre las familias, entre hombre y mujer…
Franҫoise Héritier, antropóloga, etnóloga y feminista francesa, dejó pasmada a la comunidad filosófica mundial cuando definió al ser humano como la única especie animal que asesina a sus hembras. Esto es monstruoso y sonrojante.
El odio de los hombres hacia las mujeres no puede sino ser lo que, en el fondo, son todos los odios: una máscara del miedo. Creo que en algún sitio de su psique, los hombres experimentan un miedo cerval por las mujeres. Se sienten fascinados por ellas, sí, pero también les temen.
Son un mysterium tremendum, mysterium fascinosum. Conjeturo que su capacidad de concepción tiene mucho que ver con ese irracional terror. ¿Cómo no habría de inspirar miedo un ser en cuyo vientre coagula la vida? ¿Un ser dueño de la vida y la muerte? ¿Una criatura dotada de tan portentosa facultad? Y el miedo, como siempre, se traviste de odio. Ese odio fermenta en las galerías subconscientes de nuestro ser, y el día menos pensado estalla como violencia pura, bestial, incoercible.
La periodista Rebecca Hersher afirma que no somos tan violentos como las suricatas, pero a lo largo de la historia, los humanos hemos sido y seguimos siendo más letalmente violentos que el promedio de los mamíferos. Bueno, pues, si la guerra tiene un inexorable origen biológico, supongo que estamos condenados a destrenzarnos unos a otros.
Virtudes humanas. El ser humano es un animal, eso lo sabemos todos. Pero no es únicamente un animal. Está dotado de facultades privilegiadas que le permiten el autocontrol, la prudencia, la evitación del peligro. Nuestra principal ventaja sobre el mundo animal no consiste en saber que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos (Pitágoras).
Eso no nos hace tan especiales. Lo que nos singulariza son virtudes como la misericordia, la caridad, la solidaridad, el amor, la capacidad de sacrificio, la generosidad, la gratitud, la posibilidad de identificación con el dolor ajeno, la empatía.
Si perdemos este juego, amigos, seríamos la peor aventura en que Dios se habría embarcado, la vergüenza del cosmos, la más infamante mancha de la creación. Y lo estamos perdiendo. Responsabilizo de este estado de cosas al anarcocapitalismo selvático, que creó el ensamblaje en línea, la enajenación obrera (Marx), el misérrimo salario de $5 por jornada. Que cosificó al hombre, convirtiéndolo en una mera fuerza de producción, en músculos al servicio de las máquinas. Que prohijó el fetichismo cientificista e hizo de la tecnología un ídolo ante el cual todos debemos prosternarnos. Que horadó un hueco de ozono atmosférico del tamaño de toda África. Que hace de los hombres mercancías y los somete al ciclo característico de estas: aparición en el mercado, saturación del mercado, subducción y obsolescencia ante la emergencia de una nueva mercancía. Que nos ha engrilletado al absurdo mandato de innovar, innovar, innovar, generando neurosis e infelicidad. Es un engranaje demoníaco que nos muele, que nos ha robado nuestra dignidad, nuestra paz, nuestra alma.
El hombre-autómata y el hombre-mercancía. Es una vieja historia ya. Chaplin la recreó vívidamente en su película Los tiempos modernos. Estamos viviendo las distopías de George Orwell, Aldous Huxley, Julio Verne y Ray Bradbury. Necesitamos desesperadamente utopistas. No porque jamás vayamos a alcanzar nuestras utopías (estas son, por definición, inalcanzables, puesto que se confunden con la línea del horizonte: si avanzamos un kilómetro hacia ellas, las veremos retroceder otro tanto), sino porque, como egregiamente señala Eduardo Galeano, las utopías nos sirven para caminar, y en la buena dirección. El juego no consiste en llegar, sino en ir llegando.
Fenómenos sistémicos. El capitalismo surge de la mano del maquinismo, de la tecnologización de la vida, del surgimiento de las descomunales ciudades a escala sobrehumana que hemos creado, con sus inevitables anillos de miseria.
Son fenómenos sistémicos, forman parte de la misma urdimbre histórica. Creamos un monstruo de Frankenstein, y este ha hecho lo predecible: rebelarse contra su creador y devorarlo vivo. Sí, sí, sí, por trillado que suene decirlo, el ser humano se ha deshumanizado. Se ha convertido en tuerca, polea, pistón del engranaje que lo tritura con sus filosas indentaciones.
Vuelvo a Hegel: no es posible ser realmente feliz mientras en el mundo quede un esclavo. Ni un niño hambriento, ni seres sin patria, ni bosques que arden, ni mujeres masacradas (en Zambia, una mujer tiene tres veces más posibilidades de ser violada que de aprender a leer).
Callar es infame. No reaccionar es infame. No darse por aludido es infame. Cloroformizar nuestra conciencia con el fútbol o el alcohol es infame. Dejar caer los brazos es infame. Sentarnos pasivamente a ver cómo el mundo se cae a pedazos es infame. Buscar refugio en los paraísos artificiales de la droga es infame. Seguir adelante con esta vida que se mueve a ritmo siderúrgico, aceptando acríticamente sus diktats, buscando no más que nuestro bienestar es infame.
Entérense de esto: es una verdad apodíctica (Aristóteles), un axioma inescapable, cuando el bonum commune colapsa, el bonum individualis es absolutamente insostenible. Para aquellos que quieran imitar el gesto del príncipe Próspero en La máscara de la muerte roja de Poe, ignorar el dolor y la miseria de su pueblo y apertrecharse en su opulento castillo rodeado de cortesanos, músicos, bailarinas y manjares, la peste roja también los va a alcanzar. Y morirán como ratas, escapistas, cobardes, traidores.
El autor es pianista y escritor.