Muchos años después se preguntarán los laboristas ingleses cuál fue el punto ciego que no supieron ver cuando les cayó encima el chaparrón de su desoladora derrota.
Y digo ingleses, no británicos, porque la aplastante victoria tory se gestó en Inglaterra. En todos los demás países constituyentes del Reino Unido, se jugaron otras cartas: en Escocia, la independencia; en Gales, ganaron, más bien, los laboristas; y en Irlanda del Norte, se repartieron el pastel sus propios partidos nacionales.
Está claro, entonces, que la derrota laborista fue inglesa. También inglesa es la crisis de cohesión de nacionalidades disconformes con el curso marcado por la victoria de Boris Johnson y la inminente salida de la Unión Europea.
Para todos los protagonistas, vienen años de reflexión. Tal vez el partido laborista pueda algún día desnudarse de viejos pecados de omisión o nostalgia. ¿Cómo llegaron ahí? Puestos a barajar, el naipe de hipótesis está lleno de cartas ganadoras. Comencemos por la desindustrialización. Sin ese proceso, no puede entenderse la caída de la muralla roja, cuna del laborismo en las zonas industriales y mineras del norte de Inglaterra.
Esa es una franja de este a oeste que corta la isla como lo hiciera otrora la muralla de Adriano. El apodo de Dama de Hierro que se le dio a Margaret Thatcher salió de ahí, después de derrotar una huelga de casi un año contra su decisión de cerrar 20 minas de carbón y poner en la calle a decenas de miles de mineros. Eso rompió el lomo del sindicalismo laborista en 1985. ¿Cómo no recordar a Billy Elliot y el drama de su familia inmersa en aquella huelga?
Cambio de modelo. El resultado de esa derrota sindical fue el predominio de un nuevo modelo económico centrado en la desindustrialización y la desregulación del sistema financiero de la City. Arrancó ahí la acentuación de las asimetrías entre las grandes zonas urbanas y la periferia, especialmente del norte de Inglaterra.
La globalización les vino como anillo al dedo a esos contrastes. Cuando los laboristas volvieron al poder, con Tony Blair, hicieron suyo ese estilo de desarrollo. Blair, parlamentario de esa zona, no revirtió el proceso. Su sucesor, el también laborista Gordon Brown, siguió el sendero.
Si el norte siguió votando laborista, fue por inercia, hasta que la gota colmó la paciencia. Por eso, fue muy emblemático que Johnson diera su discurso de victoria en Sedgefield, reducto laborista desde 1935 y distrito electoral de Blair. Ahora, Boris anuncia para esa zona un programa de inversiones que no supo hacer el laborismo.
No se le puede reprochar al laborismo haberse hecho conservador. La consigna de Blair decía mucho: “Se acabó la cultura de recibir algo a cambio de nada”. Esa fue tendencia dominante en toda la socialdemocracia europea y puso fin al paternalismo estatal de subsidios.
El “nuevo laborismo” de Blair fue inmensamente popular. Su “tercera vía” logró tres gobiernos de mayoría absoluta y una mejora de la calidad de vida. Pero al laborismo le estalló la crisis financiera del 2008 y perdió el poder. La miseria en las periferias desindustrializadas se combinó con ajustes fiscales de austeridad y se buscaron chivos expiatorios en la inmigración y en la Unión Europea.
Llegó el brexit a revelar la existencia palpable de dos Inglaterras. Tal vez ese sea el pecado laborista de omisión: dar por sentada su prevalencia en la región, sin hacer méritos en 14 años de gobierno.
Cortos de miras. Bajo Corbyn, el laborismo quiso lavarse el rostro regresando nostálgico a un pasado imposible. El mundo había cambiado y, en vez de renovarse mirando hacia adelante, se manejó con los ojos puestos en el retrovisor.
Nunca entendió el brexit. Para él, lo importante eran las glorias estatistas de nacionalizaciones de antaño, al mejor estilo socialdemócrata de los cincuenta. Su programa abordó mal y solo marginalmente el brexit, en el que se mantuvo neutral. ¡Por Dios santo! La derrota le estalló en la cara y, lo peor, todavía no lo entienden. Los nuevos líderes laboristas siguen siendo corbynistas. Tal vez ese sea su pecado de nostalgia.
Curiosamente, la separación del Reino Unido de la Unión Europea no significa para el laborismo que sus problemas se hagan diferentes, de la noche a la mañana.
En todos lares, la socialdemocracia tiene el alma partida entre el mundo globalizado que abrazó y las raíces de antaño que abandonó. Es un socialismo neoliberal, ininteligible y sin rostro propio.
Encontrar una expresión ideológica demanda un protagonista social cuyos intereses se representen. En la Revolución Industrial, eso se resolvió solo. El proletariado dio base a programas centrados en la protección del trabajo. En una época de automatización, revolución cibernética y capitales sin fronteras, desapareció la base del sustento tradicional de la socialdemocracia.
Casi simultáneamente a Blair, Schröder se sumó, en Alemania, al esfuerzo de ajournement socialdemócrata. Abrazó el neoliberalismo con su Agenda 2010 y su partido se dividió. Una de sus alas formó el partido Die Linke. Para entenderlo, es el PAC alemán del período Solís, pura parálisis de inconsistencia que ahora se paga.
Víctimas invisibles. Pero si la víctima evidente de la victoria de Johnson son los laboristas, la invisible son los tories. El partido conservador de Boris no es el de Margaret. Con todo y su intransigencia, Thatcher tenía que lidiar con sus wets, ala blanda, más proclive a la conciliación social, a la concertación política e incluso europeísta.
Aunque lo intentó, nunca pudo purgarlos, como sí lo hizo Johnson, empujando a los tories a la derecha populista. El mismo panorama se despliega al otro lado del charco atlántico, con una riesgosa anomalía liderando el Partido Republicano.
Con esa disposición de fuerzas, el brexit es una inminencia cercana, incluso en su forma extrema, disruptiva y sin acuerdo. La Unión Europea, cortada de uno de sus miembros más relevantes, pareciera sumida en negación de sus propios yerros. También para ella se abren tiempos de cavilación.
La autora es catedrática de la UNED.