El país arrastra problemas de productividad y competitividad, y un paulatino deterioro de las condiciones macroeconómicas y sociales. La covid-19 ha agudizado los problemas, pero no es su origen. En las causas, debemos centrar los esfuerzos por recuperar la economía pospandemia.
Las cifras no tienen ideología y no mienten. Tuvimos en el 2019 el mayor déficit en casi cuatro décadas. A pesar de la política fiscal expansiva de los últimos once años, el crecimiento del PIB ha caído. De un 4,94 % promedio en la década previa a la Gran Recesión, pasó a un 3,58 % en la década posterior, y alcanzó un mínimo del 2,1 % en el 2019.
El desempleo (12,5 %), el subempleo (12,4 %) y el empleo informal (47,1 %) alcanzaron niveles históricos en marzo. La pobreza sigue estancada en el 20 % y los alumnos salen cada vez peor en las pruebas internacionales, a pesar de que como sociedad destinamos el 8 % del PIB a la educación pública.
Eso era antes de la covid-19. Al 6 de mayo, el Ministerio de Trabajo había recibido 598.554 solicitudes de bonos proteger. Aunque las nuevas cifras de desempleo y pobreza no se conocerán hasta el segundo semestre, podemos intuir un panorama desolador.
Encender los motores de la economía exigirá mucho más que el permiso para reabrir negocios. Cada día que pasa, más micros, pequeñas y medianas empresas, que son el 95 % del total, agotan su capital de trabajo y mueren.
Debemos crear condiciones para que, cuando sea seguro retomar los negocios, los supervivientes despeguen sin obstáculos y los nuevos emprendimientos surjan con facilidad. Para ello, hay que trabajar sobre tres ejes fundamentales.
Ajuste estructural del aparato productivo. Muchos mercados carecen de una competencia efectiva. Lo han señalado la OCDE, los estudios sobre competitividad global, libertad económica y facilidad para hacer negocios, y expertos nacionales.
La OCDE estima que los sectores exentos de la competencia constituyen un tercio de nuestra economía. Como muchos de ellos proveen bienes y servicios primarios e intermedios, el porcentaje de la economía que se ve afectada es mucho mayor. Ello, dice, tiene repercusiones negativas en “la productividad de los sectores de procesamiento posterior, disminuye la competitividad internacional y reduce la resiliencia económica”.
Romper monopolios (electricidad, combustibles) y oligopolios (arroz, azúcar), eliminar las barreras arancelarias (en artículos de la canasta básica y construcción) y los obstáculos al trabajo que imponen los colegios profesionales, e introducir más competencia en los mercados financieros (banca, seguros) bajará el costo de vida y los de producción, mejorando la distribución del ingreso, la productividad y la competitividad.
Debemos eliminar todo obstáculo a la inversión y la producción. Aplaudo la propuesta del gobierno de permitir 104 trámites mediante declaración jurada y su compromiso de eliminar y racionalizar trámites en 25 instituciones, que ojalá sean las que más complican la vida de ciudadanos y emprendedores.
Debemos, igualmente, reducir los costos de contratación de personal, causantes de desempleo e informalidad. La legislación laboral es anticuada y obstaculiza las nuevas formas de producción y contratación de talento propias de la era digital. Hay que aprobar las jornadas laborales flexibles, más flexibilidad en la contratación y despido de personal, y simplificar el esquema de salarios mínimos.
Simultáneamente, debemos reducir los costos de la seguridad social y facilitar la formalización. Asumo como propia la propuesta de José María Oreamuno: eliminar la base mínima contributiva, definir una base razonable para los trabajadores independientes, excluir las rentas y pasivos empresariales, igualar las tarifas de trabajadores independientes con las de los asalariados, dar efecto retroactivo a estas reformas y condonar multas e intereses a quienes regularicen su situación en un plazo definido. Además, eliminar las cargas sobre la planilla que financian a entidades ajenas al seguro social.
Reforma del Estado. Lo dijo recientemente el presidente: “Lo público y lo privado no son antagonistas, sino aliados naturales y necesarios”. Sin un sector productivo fuerte y dinámico, no hay recaudación que alcance para sostener el aparato estatal. Sin un Estado ágil y eficiente, que garantice el acceso a salud y educación de calidad, que brinde seguridad y justicia oportunas, y cree las condiciones de infraestructura necesarias para el desarrollo humano y económico, el sector privado no prosperará.
La reforma del Estado debe responder a criterios prácticos de oportunidad, gobernanza, eficiencia y eficacia. En un país con 250 entidades públicas (sin incluir municipalidades), donde existen funciones duplicadas y choques de potestades entre instituciones, y la ineficiencia y mal uso de los recursos públicos han sido exhibidos por la Contraloría, cerrar y fusionar instituciones es imperativo.
Pero no se trata de cerrarlas solo por ahorrar recursos, y dejar necesidades desatendidas. Se trata de procurar el mejor uso de los recursos disponibles para maximizar la satisfacción de las necesidades del país. Ello implica reconocer que no todo lo que hace el Estado es indispensable.
Los recursos deben llegar a las obras y programas que el Estado desarrolla, no quedarse en el pago de planillas y demás gastos administrativos. Aunque hay mucho por hacer, tres reformas puntuales cambiarán la dinámica del país.
Fusionar en un Ministerio de la Producción las entidades relacionadas con industria, comercio, servicios, agricultura, ganadería, pesca y turismo permitirá ahorrar recursos al unificar sus estructuras administrativas. Pero su mayor virtud será facilitar el diseño de una política integral de desarrollo económico que tome en cuenta las demandas de los diferentes sectores y las equilibre con las necesidades de los ciudadanos y consumidores. Bajo el modelo actual, han proliferado las políticas sectoriales que, careciendo de una visión de conjunto, chocan entre sí. Esto causa ingobernabilidad.
En el sector social, vale la pena retomar el proyecto CERRAR de Ottón Solís. Un informe de la Contraloría reveló que, de los ¢3,9 billones (13 % del PIB) destinados al sector social en el presupuesto ordinario del 2016, el 62,3 % se fue en remuneraciones (salarios, pluses y pensiones). Así, nunca habrá inversión social que rinda.
Crear un Ministerio de Seguridad Social —que reúna los ministerios de Trabajo y Vivienda, el IMAS, INVU, Inder, Fodesaf y por lo menos 15 otras instituciones y 40 programas diferentes— conducirá al diseño de una política social integral, produciendo también ahorros significativos que, redirigidos hacia los beneficiarios, redundarán en un mayor impacto de la cuantiosa inversión social que hemos venido haciendo sin resultados palpables en pobreza.
Vender activos como el INS, Bicsa y BCR reforzará la competencia en los mercados financieros, bajará los costos de producción y generará los recursos necesarios para saldar la deuda del Estado con la CCSS, que representa un 5,5 % del PIB.
En las condiciones actuales —el déficit rondará un 9 % este año y el endeudamiento público, el 70 % del PIB—, esta obligación no podrá ser pagada mediante impuestos ni nueva deuda.
Saldarla es necesario para fortalecer a la Caja sin aumentar las cuotas de la seguridad social y reforzar el objetivo de reducir los costos de mano de obra y mejorar los índices de empleo.
Sostenibilidad de las finanzas públicas. La recaudación creció tras la reforma fiscal del 2018. Pero con la economía ahora en casi segura recesión, no podremos prosperar castigando más el bolsillo de quienes pueden invertir y consumir.
El pago de intereses pasó del 11,5 % del presupuesto ordinario del 2016 al 18,9 % este año, y seguirá aumentando conforme crece el saldo de la deuda. Cada vez, quedarán menos recursos para la prestación de los servicios del Estado. Además, los vencimientos de la deuda estatal en los próximos tres años ascienden al 30 % del PIB. Honrar las obligaciones a la vez que cae la recaudación y crecen las necesidades (bonos proteger) será cada vez más difícil.
Modificar el perfil de la deuda. En términos cotidianos, necesitamos refundir las deudas en condiciones blandas: largo plazo para pagar, tasa preferencial y un período de gracia sustancial. Ello liberará, a corto plazo, recursos que hoy destinamos al servicio de la deuda (alrededor del 40 % del presupuesto) para dedicarlos a resolver los problemas del país. Nos dará el espacio necesario para, de la mano del ajuste estructural y la reforma del Estado, retomar la senda del crecimiento.
La refundición de deudas, más lo que vamos a requerir en los próximos años hasta eliminar el déficit primario (en cuenta el costo de la pandemia), ascenderá a varios miles de millones de dólares. La única entidad capaz de otorgar un crédito así es el Fondo Monetario Internacional mediante un programa de ajuste estructural. Iríamos con ventaja, al llevar nuestra propia propuesta.
Lo aquí expuesto es, sin perjuicio de acciones puntuales que tendremos que emprender en paralelo para reactivar la economía, como las medidas anunciadas por el gobierno el 8 de mayo y otras de mayor calado, como una reforma educativa para mejorar la productividad. Son temas para otra ocasión.
El autor es economista.