El ser humano sigue sin saber cuán cerca estuvo de su definitiva extinción durante los años de la gran peste negra del siglo XIV.
Entre los años 1347 y 1353 la humanidad fue mermada en un 50 %. Murió la mitad de la población euroasiática, del Magreb, del África subsahariana y del Medio Oriente. La bacteria Yersinia pestis mató a 200 millones de personas, en una época en que la población mundial era de 475 millones. La transmitían las pulgas que infestaban a las ratas negras llegadas a Europa a través de la Ruta de la Seda y de barcos mercantes venidos de Oriente que atracaron en Génova y Venecia. La pestilencia atribuida a la enfermedad era producto de la explosión de los bubones negros (ganglios linfáticos desmesuradamente inflamados) en el cuello, las axilas y las ingles de los infectados.
Todos sabemos que el advenimiento del Renacimiento fue un fenómeno histórico multifactorial (obsolescencia del modelo productivo feudal, nacimiento de la banca en Florencia, progresivo surgimiento del capitalismo, eclosión del protestantismo, descubrimiento de América, invención de la imprenta por Gutenberg, cosmología copernicana y galileana, renovado interés en la literatura, filosofía y arte de la antigüedad grecolatina, paulatina aparición de la burguesía, la ciencia que se emancipa de la filosofía, pérdida relativa de poder de la Iglesia católica, auge del humanismo, consolidación de los Estados nacionales).
Pero no suele —y es un error monumental— mencionarse el impacto demográfico, laboral, económico, científico y filosófico que tuvo la gran peste negra del siglo XIV.
Ya los heréticos e irreverentes cuentos del Decamerón, de Boccaccio, ponen de manifiesto una pérdida de respeto por la Iglesia, por la cultura clerical, por todo lo que oliera a cirios e incensarios. El mundo estaba desencantado: su dios había permitido que una inmunda alimaña acabara con la vida de incontables seres queridos. Hablar de un 50 % de mortalidad y de un 78 % de transmisibilidad puede no decir mucho: meras estadísticas.
Procuremos darles a los números un contenido humano. Si usted tenía diez hijos, habría enterrado a cinco. Si usted tenía seis amigos, habría enterrado a tres. Si en su cuadra vivían cien personas, usted habría enterrado a cincuenta. Ahora sí, ¿le queda más claro el panorama?
Esto generó en mucha gente un grado considerable de resentimiento de orden teológico: Dios los habría abandonado. Fue un poderoso detonante de la actitud anticlerical de buena parte de los pensadores renacentistas. A causa de la peste negra, el jabón (que los babilonios ya usaban 1.800 años antes de Cristo) se comenzó a producir masiva, industrialmente, lo cual incrementó de inmediato el nivel de vida de la gente y bajó por doquier las tasas de mortalidad.
Pero lo que está claro es que la peste negra generó oleadas de escepticismo religioso, un sentimiento de Entzauberung (Weber), esto es, de desencanto, de alejamiento de la religión. Y este fue uno de los factores que más decisivamente influyeron en el advenimiento del Renacimiento.
Era moderna. Saltemos ahora, como con garrocha, siete siglos hacia adelante. El gobernador demócrata de Nueva York, Andrew Cuomo, asesorado por los más calificados epidemiólogos de los Estados Unidos, declaró la limitación del acceso de feligreses a las iglesias. Pero, claro, la decisión tenía que ser avalada por los jueces de la Corte Suprema de Justicia, integrada por nueve magistrados.
Estos son propuestos por el presidente y aprobados o descalificados por el Parlamento. Trump, en una de sus últimas patochadas, nombró a Amy Coney Barrett, refrendada por 52 contra 42 votos por el Senado (una decisión muy reñida). Ella es ultraconservadora, fundamentalista religiosa, pandereta, fanática delirante, republicana a ultranza, ese tipo de gente (como el propio Trump) que está convencida de que la covid-19 jamás podría destruirla, por cuanto pertenecen a un grupo elegido por Dios para liderar los destinos de la desorientada humanidad. Barrett vino a llenar la vacante que dejó en setiembre Ruth Bader Ginsburg, liberal de viejo cuño.
Y lo que, con la nueva y flamante magistrada, decidió la Corte Suprema de Justicia fue pasar sobre la recomendación de Cuomo y toda la comunidad médica de los Estados Unidos.
Las iglesias abrirán sin límite: asistirá todo el que quiera asistir y se instiga a los parroquianos a llenar los antros eclesiásticos. Una decisión irresponsable, criminal, dictada por el fanatismo y la ceguera, esa que ni siquiera Dios aprecia o respeta, por cuanto entre sus mandamientos no figura «Serás estúpido, temerario, imprudente y jugarás con la muerte».
Atroz manera de pasar por encima de la opinión calificadísima de las mejores mentes médicas del país. Para enconar aún más las cosas, la comunidad ultraortodoxa judía Agudath Israel de América se niega también a acatar la orden de no permitir la presencia de más de diez personas en cada sinagoga.
Sus más radicales representantes aducen que si los supermercados están abiertos para el uso de todo el mundo, igual tendrían que estarlo las sinagogas. Pero resulta que en los supermercados se adquieren bienes de supervivencia, no así en las sinagogas.
Exaltación religiosa. En suma, una ola de exaltación religiosa irracional, disparatada, irreflexiva y altamente peligrosa se ha apoderado de los Estados Unidos.
Estamos en las antípodas de lo que sucedió durante la gran peste negra del siglo XIV: esta alejó a la gente de la religión, pero he aquí que la pandemia de covid-19, en pleno siglo XXI, parece moverla a buscar protección nuevamente en los templos y a cultivar una especie de frenética, febril, descabellada religiosidad.
Estamos entrando en un nuevo renacimiento… de la Edad Media. En un nuevo oscurantismo. Y este nuevo oscurantismo es la guinda, la cereza en el pastel, el último verso de ese grotesco y disonante poema que se llamó Donald Trump.
Señores, estamos ante una situación en la que debemos dar la palabra al científico y en la que el médico debe emerger como el guía social, el baquiano, el Virgilio a través de los círculos infernales que estamos atravesando. La religión y la fe tienen su lugar en nuestras vidas. Este lugar es axial, determinante; sería el último en negarlo. Pero en el momento actual es más importante prestar oídos a los galenos que a los sacerdotes o rabinos. Recuerden el proverbio inmemorial: «A los tontos ni Dios los quiere».
Jesucristo jamás predicó las inmolaciones en masa, los sacrificios humanos, la conducta anárquica y suicida, el desprecio por la vida, la innecesaria toma de riesgos, el irrespeto ante la muerte y la enfermedad, el desdén por el propio cuerpo, la actitud temeraria, el juego consistente en poner nuestra salud en una ruleta y apostarla como si de fichas se tratase. Esto es una locura, es vesania, demencia colectiva, una patología social alarmante, que demanda líderes lúcidos, voces preclaras, guías enérgicos y carismáticos, alguien que nos retrotraiga de la segunda Edad Media en la que, cantando y bailando, estamos precipitándonos. La actual pandemia no puede, no debe generar una acción tardígrada y regresiva en nuestras sociedades: la involución a la teocracia medieval no solucionará nada.
La presencia de Barrett en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos es una calamidad (¡y pensar que será vitalicia!), un desatino, la última de las chambonadas de Trump. ¿Iglesias y sinagogas abarrotadas? ¡Será un festín para el coronavirus!
Ningún dios aprobaría tal línea de conducta. Ningún dios aprecia la imbecilidad. Ningún dios refrenda el fanatismo. Ningún dios obliga a sus hijos a someterse a riesgos mortales. Ningún dios quiere el tormento y el dolor de sus fieles. Ningún dios aconseja ignorar el sentido común. Ningún dios quiere que sus hijos expongan el más valioso don del que les hizo la gracia: la vida.
La mejor oración, la más sentida plegaria que hoy podemos ofrendarle consistiría en atender nuestros cuerpos, en salvaguardar nuestra salud, en preservar nuestras vidas. Eso sí lo complacería. La grande, bella y sagrada liturgia de la salud, mil veces más valiosa que treinta paters y setenta avemarías farfullados sin fervor ni convicción.
El autor es pianista y escritor.