La muerte de Ruth Bader Ginsburg, ícono de los derechos humanos de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, es un terremoto en la campaña electoral.
Su impacto inmediato fue un récord de donaciones electorales. En la primera hora del anuncio de su deceso, más de un millón de personas donaron $6,3 millones a Joe Biden. Un día más y las donaciones alcanzaron $91 millones.
Ambas cifras rompieron las estadísticas históricas de donaciones electorales. Tal entusiasmo respondió al terror de que la muerte de Ginsburg permitiera a Trump nominar un sucesor de derecha. Supondría seis conservadores en una corte de nueve jueces vitalicios y podría socavar medio siglo de avances de derechos humanos y civiles.
Esa sería la consecuencia a largo plazo. En lo inmediato, Donald Trump podría asegurarse la reelección. Si una masa de votantes evangélicos tolera los deslices éticos del gobernante es por la perspectiva de revertir la mayoría progresista de la Corte.
Es el maquiavélico fin que justifica a Trump como instrumento de un viraje cultural regresivo en la legislación. Haciendo realidad ese sueño reaccionario, Trump quiere consolidar su base evangélica.
La importancia del tema es tal que podría permitir a Trump redirigir, a su favor, la narrativa electoral. La nominación de un sucesor de Ginsburg podría devolverle la ofensiva perdida.
A la defensiva. No es poca cosa. Es interminable la lista de sucesos que han puesto a Trump a la defensiva. La más grave es su nefasto manejo de la pandemia, con la perspectiva de 300 millones de muertos para el día de las elecciones.
Pero no es lo único. A la rampante crisis económica y crecimiento del desempleo, se suman las denuncias sucesivas de casi todos sus excolaboradores.
Hay competencia abierta por quien demuestre mejor sus falencias. Libro tras otro denuncian descaro, incompetencia, ignorancia y mala fe.
Se cuenta su afecto por tiranos, su desprecio a militares caídos en combate, las ventajas ofrecidas a enemigos del país y los peligros de su reelección.
Trump ha querido pasar a la ofensiva y no ha podido. Todo le ha fallado. Intentó usar las manifestaciones contra los asesinatos de negros para presentarse como defensor de la ley y el orden.
Trató de poner a Biden como títere de extremistas y fue como darse un tiro en el pie. Una mayoría de los electores ven en Biden una figura conciliadora.
Es Trump quien asusta, como provocador de explosiones sociales y raciales. Intentó alejar de Biden a las mujeres blancas educadas, diciendo que una victoria demócrata llenaría de minorías sus suburbios de clase media. Esa narrativa racista no pegó.
La ofensiva. Obligado a una defensiva en la que su espíritu de bravucón no se sabe manejar, vio en la muerte de Ginsburg un asidero para pasar a la ofensiva.
Una consolidada mayoría conservadora en la Corte Suprema podría dar a Trump un rédito menos ideológico y más concreto: asegurarle la victoria por la vía judicial.
Desde hace meses, las encuestas favorecen a Biden, con una mayoría de más de 10 puntos del voto popular. Y nada ha revertido esa tendencia.
Que Trump pierda las elecciones es un horizonte muy probable. El apoyo a Trump se mantiene estable. Pero, desde que Biden es candidato, las encuestas lo favorecen.
La razón estriba en las preferencias de los independientes. Antes de la pandemia no había mucha diferencia. Pero el mal manejo de la crisis sanitaria creó un alud de apoyo independiente para Biden, y le da una ventaja de 9 a 17 puntos.
Por eso, Trump va a la zaga de Biden. Un 6 % de indecisos no es suficiente para cambiar las perspectivas de una victoria demócrata, en voto popular y en el Colegio Electoral.
Narrativa del fraude. Eso explica que la nueva narrativa de Trump es denunciar, desde ahora, un fraude electoral para que las elecciones sean decididas por la vía judicial.
Aquí aparece la fundamental práctica de una todavía más fuerte composición de derecha en la Corte Suprema. Eso ya ocurrió.
En el 2000, Al Gore iba delante de George W. Bush en el voto popular. Sin embargo, en Florida, el margen de victoria de Bush era apenas de 537 votos para llevarse los 29 delegados de Florida, ganar el Colegio Electoral y, así, la presidencia.
Con tan pequeño margen, Gore reclamó un nuevo conteo de votos. Bush puso una demanda judicial. Cuando el conteo acercó peligrosamente a Gore a la victoria, la mayoría republicana en la Corte detuvo el conteo y dio por ganador a Bush.
El abogado de Bush era John Roberts y fue puesto después por Bush en la Corte Suprema de Justicia, que hoy preside. Con el refuerzo del sucesor de Ginsburg, nominado ahora por Trump, no puede descartarse una repetición de aquel polémico albur.
Embrollo legal. Los procesos electorales en los Estados Unidos son un embrollo legal. No existe el equivalente a nuestro Tribunal Supremo de Elecciones ni hay una detallada y única reglamentación. Cada estado tiene sus parámetros. Los documentos válidos de identificación no son los mismos. Hay más de 10.000 diferentes regulaciones electorales locales.
El voto popular elige, en cada estado, a los posibles delegados de cada partido. En casi todos, quien gana, aunque sea por un voto, se lleva todos los delegados de ese estado y con 270 se gana la presidencia.
A lo anterior hay que añadir el enredo del voto por correo. Es muy posible que en el recuento de los votos presenciales tome ventaja un candidato y, luego, a medida que se cuentan los votos por correo, la tendencia cambie.
Por otra parte, la certificación de delegados electorales se ha prestado para controversias jurídicas, como en las elecciones de 1876, cuando llegaron al Colegio Electoral certificaciones contradictorias. Las controversias de estos casos pueden terminar en la Corte Suprema.
La noticia del momento es que Trump, en vista de la fuerte posibilidad de derrota electoral, no aceptará los resultados y acudirá a la Corte a reclamar una victoria judicial.
Por eso, una mayoría republicana aplastante en la Corte pone a las democracias de todo el mundo en un trance aciago.
La autora es catedrática de la UNED.